miércoles, 28 de diciembre de 2016
DE UN PAPÁ AGNÓSTICO
Leí muchos libros y diarios, entrevisté gente sabia y conocí lugares que me dejaron muchas enseñanzas. Pero debo confesar que mientras más aumento mis saberes, menos certezas tengo.
Una de las pocas certezas que me atrevo a defender es que nuestros hijos son lo mejor que tenemos. Que es lo que más felicidad nos produce.
Verlos nacer. Verlos crecer. Y ni me quiero imaginar lo que debe ser verlos multiplicarse y hacernos abuelos. De eso saben algo mis viejos que esta semana cumplieron 63 años de casados.
Esther y Mayor ya son siete veces bisabuelos con Eliana, Ezequiel, Uriel, Yael, Yoav, Yonatán, Sofia y uno más que viene en camino.
Eso yo todavía no lo experimenté porque mi hijo Diego recién tiene 27 años y está tan enamorado como yo de la aventura de ser periodista.
De utilizar este maravilloso oficio para conocer, para curiosear, para investigar y para acomodar a los incómodos e incomodar a los cómodos.
Que Diego haya pasado de ser estudiante de periodismo a periodista respetado, me produjo una de las mayores felicidades de mi vida.
Un yacimiento de alegría que ni sabía que tenía. Su nacimiento como hijo y su nacimiento como periodista es por lejos, lo mejor que me pasó en la vida.
Casi todo lo demás son anécdotas. Van y vienen. Te dan energía o te quitan. Pero no son fundacionales como la relación entre los padres y los hijos. Ese vínculo es de acero.
Es una fábrica de esperanza inagotable. ¿Se puede explicar racionalmente esa felicidad? Es muy difícil pero para empezar creo que procrear, generar vida, aportar a la cavidad del amor de una pareja y prolongar la descendencia por los tiempos de los tiempos es en sí mismo el mayor de los milagros. No descubro nada ni pretendo descubrirlo.
Digo que ese amor que se revela cuando ellos nacen es un manantial que desconocíamos hasta ese momento. El amor por lo hijos tiene una potencia inigualable. Uno es capaz de hacer cualquier cosa por ellos.
Es lo único en la vida que se ama más que a nuestros padres o a nuestra pareja. Es lo único que se ama más que a uno mismo. Es uno mismo en el mañana. Sangre de nuestra sangre, vida cotidiana, gestos, genes. Verlos crecer es una felicidad cotidiana.
Aprender a ser padre es una experiencia de una riqueza extraordinaria. Ensayo y error. Poner todo el amor pero sin asfixiar. Ayudarlo a cruzar todos los puentes pero sin cruzar por él. Empujarlo pero no reemplazarlo.
Transmitirle valores con el ejemplo pero sin bajarle línea ni apelar a la moralina del dedito levantado. Yo siempre le digo a mi hijo lo mismo que mi viejo me dice a mí: “Cuidate, por favor, que si no te cuidas vos, quien te va a cuidar”.
Es un ruego, casi un rezo. Un padre nuestro que estás en la tierra. Cuida a mi hijo, protegelo. Permitile crecer y permitime estar en la tribuna para alentarlo desde cualquier lugar. Permitime ver su crecimiento y ver su luz que me ilumina.
En el libro “Cuidate changuito”, contamos que mi fantasía es convertirme en una suerte de Guillermo Barros Schelotto y levantar los mejores centros para que él, convertido en su ídolo, Martín Palermo, los cabecee a la red.
Y después darnos un abrazo de gol, que es lo más lindo de las tardes de Bombonera. A veces creo que ir a la cancha es una excusa para darnos abrazos profundos, emocionados. El desafío es ayudarlos a ser mejor que nosotros.
Con más cabeza y más corazón. Con más ética y más sonrisas. Que sean valientes, generosos, divertidos, creativos y que aprendan a disfrutar intensamente los momentos de felicidad. Que sepa que se gana y se pierde.
Que mucho, no todo, pero que mucho depende de nuestro esfuerzo. De los huevos que pongamos. De nuestro sacrificio. Son tiempos difíciles para ayudar a crecer a nuestros hijos.
Son tiempos llenos de acechanzas y temores. Con muchos miedos. Miedo a que les roben, a que tengan un accidente, a que se droguen, a que se aburran y no encuentren su camino. Y el miedo más terrible: a que no sea feliz.
Está absolutamente probado que las cosas materiales que les podamos regalar los van a poner contentos y van a estar muy agradecidos. Una pelota reluciente, una play aunque sea usada, una bicicleta medio pelo, lo que sea, va a ser bienvenido por ellos. Los llenará de alegría. Pero la felicidad máxima es cuando nos entregamos nosotros.
Cuando ponemos el cuerpo y toda nuestra piel. Cuando somos padres presentes. Y vamos al acto en la escuela donde hace de San Martín. Y nos disfrazamos de lo que sea en la fiestita del jardín.
O cuando lo llevamos a los entrenamientos de fútbol o básquet o a aprender natación. Ese tiempo compartido vale oro. No tiene precio. Porque jugamos con ellos a juegos que inventamos juntos.
Confieso que me gustaba leerle en voz alta y sobreactuando un cuento una y mil veces y solía dormirme antes que él, igual que cuando hacíamos luchitas arriba de la cama y yo me derrumbaba de cansancio.
Siempre digo que una mesa de ping pong en el medio del living me permitió medir el crecimiento de Diego. Al principio, mientras él aprendía yo me dejaba ganar para que no se desmoralizara.
Después los partidos eran parejos, de hacha y tiza. Yo ganaba y daba la vuelta olímpica alrededor de la mesa y cantaba la marcha del deporte que la aprendió por eso. Y cuándo él ganaba, relataba el triunfo imitando el estilo de Alejandro Fantino.
Pero jamás olvidaré cuando me dí cuenta que en determinado momento era Diego el que se dejaba ganar al ping pong para no humillarme. Me miré al espejo. Lo miré y dije: “O yo me estoy poniendo viejo o el changuito creció. O ambas situaciones”.
La navidad es muchas cosas según el cristal religioso, histórico y cultural con que se mire. Yo ya le dije que no soy muy creyente. Que soy más bien agnóstico como buen periodista pero que admiro y hasta envidio a los creyentes.
A la gente de fe. Pero creo que la Navidad en su primer y último contenido transmite el mismo valor y concepto del nacimiento. Del génesis, del comienzo. Por eso la navidad es tan fuerte, por eso conmueve tanto.
No es un momento más en la vida de las personas. Es el comienzo de la vida, el nacimiento, el origen, no importa cuál sea la religión que profesemos si es que alguna vez profesamos alguna.
Navidad es nacimiento y como le dije al principio no hay palabra superior ni mayor milagro. Ese gigantesco océano de amor interminable se resume en nuestros hijos.Que todos nuestros hijos, los de nuestra familia y los de nuestro país sean muy felices y que nazcan tantas veces como sea necesario hasta que sean felices. Ese es mi deseo para todos nosotros y para todos ustedes. Por eso brindo. Feliz Navidad, feliz nacimiento
A. L.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.