jueves, 22 de diciembre de 2016

LA VIDA; SIN RENDIRSE


Vi la noticia en el periódico hace unos días. Una mujer de 94 años, Fernanda Pozo Carreño, acaba de sacarse la licenciatura de Química en la Universidad de Murcia.
Venía foto y todo: una anciana pizpireta luciendo con ufano tronío la beca azul de su graduación cruzada sobre el pecho.
Al parecer Fernanda comenzó sus estudios en 1941. Eran tiempos difíciles, y más para las mujeres. Por entonces sólo había cinco alumnas en toda la facultad, incluyéndola a ella.


En 1949, quedándole tan sólo una asignatura para terminar, abandonó la carrera. “Por motivos personales”, dice Fernanda ahora con discreta reserva.
Tuvo que ser muy duro; tardó ocho largos años en llegar hasta allí y después, rozando su sueño, lo dejó. O tal vez la obligaron a dejarlo.
No quiero ni imaginar lo que hubo detrás, pero sin duda fue una herida profunda que arrastró durante 67 años. Hasta que ahora, nonagenaria, en silla de ruedas y con delicioso arrojo, se empeñó en titularse.
Esta pequeña y preciosa historia me recuerda la proeza de Minna Keal,. Minna fue una inglesa nacida en 1909 que en su juventud estudió música.
También ella tuvo que dejar la carrera sin terminar a los 20 años, en este caso por razones económicas: huérfana de padre, tuvo que ponerse a trabajar en el negocio familiar, una librería de textos en hebreo.


Se casó, tuvo hijos, se divorció, se volvió a casar; se afilió al partido comunista, organizó una asociación de ayuda para sacar niños judíos de la Alemania nazi, se marchó del PC; trabajó de secretaria en diversos empleos y se jubiló cuando le llegó la edad. Toda una vida, en fin. Tras la jubilación, decidió retomar sus estudios de música.
Empezó a componer y en 1989 consiguió que le estrenaran una obra. Era una sinfonía y la tocaron en los BBC Proms, unos conciertos muy importantes que se celebran en Londres. Fue un gran éxito. Minna tenía 80 años.
A partir de entonces y hasta su muerte a los 90, Keal se convirtió en una de las compositoras contemporáneas más importantes de Europa.
“Creía que estaba llegando al final de mi vida, pero ahora me siento como si la estuviera empezando. Me siento como si estuviera viviendo la vida al revés”, dijo en una entrevista. Pura magia.
La historia de Minna Keal es monumental e inspiradora, pero todos sabemos que es muy difícil, por no decir imposible, alcanzar algo así.
Sin embargo, la proeza de Fernanda está a nuestro alcance: basta con no tirar la toalla. Vivir es perder: vas perdiendo futuro, libertad de elección, capacidades físicas y psíquicas; pierdes oportunidades, salud, seres queridos, además de cabellos, vista, dientes, memoria, músculos, agilidad, tersura, cosas que en realidad son una fruslería comparadas con las pérdidas que he citado anteriormente.


Uno empieza a envejecer desde la cuna y desde muy pronto te echas una mochila a las espaldas, la mochila de tu propia existencia, que se va llenando rápidamente con las piedras de tus actos y de tus omisiones, del daño que te han hecho y del daño que hiciste, de los sueños rotos y de las cobardías.
No todo es perder, es cierto. Si te esfuerzas mucho y bien, porque no viene de fábrica, ganas conocimiento del mundo y de ti mismo, empatía, sosiego y, en suma, algo que podríamos denominar sabiduría.
Pero creo que para ello hay que mantenerse alerta y no darse nunca por vencido. Como hizo Minna Keal, por supuesto; pero también como hizo Fernanda.
La vejez es la etapa heroica de la vida; no es para blandengues, como dice el refrán estadounidense. Pero también es un tiempo para saldar cuentas.
No creo que haya que dejarse llevar por el peso de los días como un leño podrido al que las olas arrojan finalmente a la playa.
Uno siempre puede intentar sacarse alguna de las piedras que lleva a la espalda, decir las cosas que nunca se atrevió a decir, cumplir en la medida de lo posible los deseos arrumbados, rescatar algún sueño que quedó en la cuneta.
No rendirse, esa es la clave. Y sobre todo decirse: ¿y por qué no? Porque la vejez no está reñida con la audacia. Debemos aspirar a morir muy vivos.


Por Rosa Montero

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