viernes, 23 de diciembre de 2016

HISTORIAS DE VIDA


U na de estas tardes, en medio de las agitaciones , escuché de pronto una frase que me hizo quitarle la vista a la pantalla en la que escribía. "Lo nuestro es una tontería, ustedes salvan vidas." Quien lo decía era un compañero a punto de entrevistar  a Alejandro Bertolotti, el jefe del departamento de trasplantes de la Fundación Favaloro. Con su traje gris, sus gestos sobrios y sus palabras sin énfasis, este médico pertenece a esa raza de personas que hacen que el mundo sea mejor mientras salvan vidas sin que se les mueva siquiera un músculo. Son nuestros pequeños Clark Kent.
Dos días después de esa pequeña escena acompañé a mi madre a un hospital para que se sometiera a una serie de análisis. Dediqué una parte de las seis horas en que estuvimos ahí a mirar los rostros de la multitud de familiares y amigos que en distintas salas aguardaban que un médico les transmitiese noticias alentadoras sobre sus seres queridos

 En un hospital como éste (uno de los más grandes de la ciudad) esas personas que pasan tantas horas con el corazón en la mano constituyen casi una ciudad. Montan en las salas de espera verdaderos campamentos con comidas y bebidas, se distraen con juegos de mesa o algún libro y entretienen a los chicos mientras anhelan una palabra que lleven calma o esperanza a sus vidas.
Algunos de ellos pasan la noche entera despiertos o dormitando como pueden sobre los sillones, mal comidos y apenas cubiertos por una manta, acongojados por lo que pueda aguardarlos en el porvenir, con el temor de que una madrugada un médico les toque el hombro y les diga que ya no se pudo hacer nada más, y entonces sientan de súbito que el mundo se ha desmoronado, que la vida se les ha escurrido entre los dedos, porque ya no escucharán más la voz de su compañera o de su padre, o la de un amigo que ha sido un hermano, ya no verán de nuevo cada mañana el rostro de la mujer a la que han amado toda la vida, ya no podrán escuchar las historias del abuelo que tanta felicidad les brindaba. Darían su propia vida con tal de tenerlos de nuevo frente a sí, de poder darles un beso o estrecharse en un abrazo después de disculparse mutuamente los errores, de dejar atrás las desdichas y los desencuentros.


Caminé por distintas áreas, y cuando llegué al sector de cirugía cardiovascular recordé uno de los tres episodios que marcaron mi infancia para siempre: el primer trasplante de corazón en una persona. (Los otros dos fueron la llegada del hombre a la Luna y la final del campeonato mundial de ajedrez que disputaron en plena Guerra Fría los maestros Boris Spassky y Bobby Fischer.)
Yo tenía 8 años cuando una noticia conmocionó al mundo: el 3 de diciembre de 1967, el cirujano Christiaan Barnard hizo el primer trasplante de corazón en un ser humano. Todavía recuerdo la impresión que provocó en mí la historia, cuyas imágenes difundieron las revistas de actualidad y las imágenes en blanco y negro que emitía la televisión. La historia tenía todo para inflamar la imaginación de un niño: durante nueve horas, veinte cirujanos lucharon a brazo partido en un quirófano de Ciudad del Cabo (un paraje todavía remoto en aquellos tiempos de distancias muy largas) para intentar salvarle la vida a un ser humano depositando en su cuerpo el corazón de otro. El paciente tuvo una sobrevida modesta de dieciocho días, pero Barnard había producido uno de los avances más espectaculares en la historia de la medicina cardiovascular. Había provocado un hecho curioso, además, por lo menos para la vida de un académico: de la noche a la mañana, se convirtió en una celebridad mundana, un playboy cuyas conquistas se encargaron de retratar los tabloides amarillistas.



Cuando era chico soñé durante años con ser médico cirujano. Siguen conmoviéndome hoy, porque siento que, pese a la sobriedad emocional y a la distancia profesional con que afrontan cada operación, ellos también se juegan en cada intervención una parte de sus vidas. La vida y la muerte -quién sabe- a cinco segundos de distancia.
Cuando llegué a casa desde el hospital, volví a releer Ante todo no hagas daño,el libro del cirujano Henry Marsh. En esas memorias espléndidas, Marsh recupera una idea que su colega francés René Leriche escribió en La filosofía de la cirugía: "Todo cirujano lleva en su interior un pequeño cementerio -dice- al que acude a rezar de vez en cuando, un lugar lleno de amargura y pesar donde debe buscar la explicación a sus fracasos".

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