martes, 27 de diciembre de 2016

DECLARACIÓN QUE VALE PARA LAS FIESTAS EN GENERAL



Puedo entender a quienes detestan la Navidad. En su dimensión más concreta, la Navidad representa la obligación de reunirse con la familia a gran escala en medio de un clima de gozo y alegría, una doble imposición que no todo el mundo está en condiciones de asumir. La vida de cada cual es, en cierta medida, el diálogo o la lucha entre el mundo interior y el externo, que por momentos se alinean y armonizan de forma maravillosa, mientras que en otros se trenzan en conflictos de difícil resolución. Para quienes están más cerca de lo segundo que de lo primero, la Nochebuena es un round difícil de superar. Muchos no tienen más remedio que tirar la toalla ante las obligaciones que impone el rito social y ahí van, encaminados hacia el desastre con una ensalada Waldorf en la mano y una sonrisa pintada en la cara. Puede pasar que todo termine bien, mejor de lo que esperaban, pero la sensación de derrota es anterior: ¿por qué el mundo entero se confabula y me obliga, en medio de campanas y villancicos, a hacer lo que no tengo ganas de hacer?



Puedo entender a quienes se debaten en medio de preguntas como ésta porque tengo tendencia a rebelarme contra los mandatos en los que el mundo exterior sofoca al interior. Al imponerse, provocan daños colaterales severos. Segregan un caudal de hipocresía que degrada la calidad de vida y que tarde o temprano pasa factura. Y el de la Navidad, no cabe duda, es un mandato fuerte, sostenido en parte por la maquinaria del comercio y la publicidad. Ahí están los anuncios de las grandes tiendas, que en medio de trineos y pesebres vivientes ofrecen la felicidad en cuotas y hasta abren sus puertas 24 horas al día para que nadie se quede sin su regalo. De modo que, además de preparar la ensalada y poner buena cara, hay que comprar los regalitos. En el apuro, pagás el doble por una chuchería que, mientras te saca del paso, confirma tu capitulación ante los dioses del deber ser y el consumo.
Puedo entender a los que padecen estas fiestas. Cuentan con mi solidaridad. Sin embargo, no soy uno de ellos. Al contrario, a mí siempre me gustó la Navidad. De chico, era la posibilidad de reencontrarme con mis primos. Nos reuníamos el 24 a la noche en la casa de uno de los hermanos de mi padre, en Beccar, en tiempos en los que la pirotecnia todavía no tenía ese nombre y nos conformábamos con tirar miguelitos y cañitas voladoras en los descampados vecinos.

 Éramos más de veinte primos, chicos y chicas, y si bien cada cual se agrupaba más o menos con los de su misma edad, había entre nosotros una fraternidad que nos incluia a todos, quizá porque mi padre y sus hermanos encontraban en la Navidad la ocasión que aquellos de pocas palabras, remisos a mostrar emociones, necesitan para sentirse y saberse unidos. Todo ocurría bajo la mirada atenta de mis abuelos, que también -así me parecía- disfrutaban de estas celebraciones.

Aquéllas eran las Navidades de mi infancia y mi adolescencia. Me gusta ver de tanto en tanto alguna foto de la familia grande en aquellas Nochebuenas. En esas imágenes se puede adivinar la década y hasta el año por el tipo de peinado que portan sobre la cabeza tanto las damas como los caballeros. Esos peinados iban cambiando cada diciembre, tal como íbamos cambiando los primos a medida que crecíamos. La Navidad era también la posibilidad de asomarse a esas novedades y a lo que nos prometía el futuro, si nos mirábamos en el espejo de los primos mayores.
El aspecto religioso, que para muchos es lo esencial en esta fiesta, nunca pesó demasiado en mi caso. Quizá porque desde temprano reaccioné contra la forma rígida en la que se impartía el catecismo en el colegio católico al que fui. Con los años leí algunas interpretaciones más amplias de las creencias y los mitos que se ponen en juego en Navidad. En algún lugar de mi conciencia, entre el sedimento natural de aquella formación religiosa y estas otras lecturas, la Navidad y el Año Nuevo se han unido para representar dos formas de la renovación, esa posibilidad de creer que somos capaces de volver a empezar, incluso de nacer otra vez, al menos al nuevo año que asoma detrás de la última página del calendario. Una versión humilde de los antiguos milenarismos primitivos, acaso. O la aceptación de la naturaleza cíclica de la vida.



Para mí, la Navidad y el Año Nuevo también son el anuncio o la puerta de entrada al verano, el umbral que divide el año productivo, racional, eficiente, de ese mes de enero más perezoso donde las ligaduras se aflojan y las horas se estiran para que, descalzos sobre la arena o las baldosas tibias del patio, recuperemos el tiempo perdido.

H. M. G. 

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