jueves, 29 de diciembre de 2016

EN EL "ESPACIO MENTE ABIERTA"; DANIEL MUCHNIK


La aparición de dos libros ha vuelto a poner en primera plana la realidad distinta que viven los europeos y los refugiados que buscan bienestar en Europa. Uno es del sociólogo Zygumt Bauman y el otro, del intelectual francés Michel Onfray.


En los últimos años arribaron al Viejo Continente aproximadamente dos millones y medio de refugiados, según estadísticas oficiales. Pero en el trayecto, más de 300.000 murieron en el Mediterráneo. Pocos dirigentes actuaron con solidaridad. El papa Francisco, Angela Merkel y algunas figuras de segundo rango. El arribo trajo fricciones. La mayoría de los recién llegados trató de integrarse. Otros produjeron peleas en los campamentos adonde estaban asignados.
Una reacción fue el crecimiento de votantes y adherentes a partidos de extrema derecha. Marine Le Pen, en Francia, es un ejemplo: exacerbó el nacionalismo, el racismo y la intolerancia, y atrajo hasta ex comunistas. No se descarta que tenga buenos respaldos en las próximas elecciones. En Alemania, los diarios locales señalan, con temor, el crecimiento de la derecha extrema. Junto con el Brexit, en Inglaterra, emergió el odio al extranjero, incluso a las familias que están radicadas desde hace un siglo. En Holanda, Bélgica, Dinamarca, Noruega, Suecia, brota el odio a "las invasiones bárbaras". Lo mismo ocurre en los ex países de la órbita soviética que impiden la entrada a los golpes.

Bauman trata de explicar ciertas reacciones ante el fenómeno: "El hecho mismo de ser «extraños», es decir aterradoramente impredecibles, traza la diferencia de las personas con las que interactuamos a diario y de quienes creemos saber qué esperar. Pensamos entonces que la afluencia masiva de tales extraños tal vez haya destruido cosas que nos son muy preciadas." Bauman no interpone ideología a esta descripción. El "extraño" es símbolo de peligro, como lo fue, en el comienzo de la historia, para el hombre de las cavernas.

Esta bomba de tiempo no puede ser evitada por los políticos inteligentes. Pero algo hay que hacer. Cerrar las puertas a los extraños es una actitud de inhumanidad y antievangélica. Ya Turquía fue designada tapón para parar el aluvión. Y este embrollo se produce en medio del crecimiento del nacionalismo xenófobo en toda Europa. Incluso con propuestas de secesión en distintas partes del continente. En esa ola antiinmigratoria se montó el futuro presidente Donald Trump.
El actual, crispante proceso, ha llevado a varias instituciones a consultar sobre antecedentes no lejanos en el tiempo. Consultaron a historiadores israelíes del Museo Yad Vashem si esta emigración masiva, con tantos impedimentos, no es similar a la de los judíos en la década del treinta. A partir de 1933, con Hitler en el poder y luego las leyes antisemitas, judíos provenientes de Alemania, Austria, Checoslovaquia y Polonia deambularon por Europa buscando amparo. Eran 500.000 personas sin rumbo fijo. Cruzaron Francia y España hacia el puerto de Lisboa, o consiguieron visas a precios millonarios en algunos casos o entregadas con generosidad por cónsules admirables. Algunos fueron privilegiados y desde Lisboa embarcaron a Inglaterra, Canadá y Estados Unidos. Pero fueron pocos. Había allí cuotas de ingreso cerradas.
En esa década de crisis económica, todos los países erigieron murallas para evitar la entrada de judíos. Con diferentes pretextos, toda América latina dijo que no podía aceptarlos. La única excepción fue Bolivia. Los parecidos corren por cuenta de los especialistas. El conocimiento de la historia vuelve a ser valioso.

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