viernes, 4 de agosto de 2017

EDICIONES DE BIBLIÓFILO


Pasa las páginas del libro como si, en vez de papel, fueran de un cristal preciadísimo y frágil. Ral Veronii habla del papel japonés, explica por qué no es lo mismo que el papel algodón y señala, con amor y reverencia, una ilustración: el grabado que décadas atrás realizó su padre, Raoul Veroni, artista, editor, impresor.



Estamos en la galería Mar Dulce, el espacio de arte que llevan adelante Ral y su mujer, Linda, en la víspera de una inauguración. Pero no es -al menos en esta oportunidad- ni de la galería ni de la próxima muestra de lo que hablamos, sino de Ediciones Urania, el sello que Veroni padre fundó en 1943 y que Veroni hijo decidió relanzar unos años atrás.
"Ediciones de bibliófilo", dice Ral, a sabiendas del desafío que implica reivindicar hoy esa tradición. Porque -instruye- las ediciones de bibliófilo poco tienen que ver con las urgencias del mercado: pocas cosas menos rentables que un libro de tiraje limitado, en cuya realización no se escatiman materiales ni el recurso más escaso: tiempo. "Lo de mi padre era una gesta tipográfica; en promedio, cada libro le llevaba seis meses -describe-. Estaba más cerca de Gutenberg que de la industria."



El de Ediciones Urania era otro mundo, hecho de aguafuertes, pliegos sueltos y tipos móviles, sostenido por "patricios humanistas" que reverenciaban la bibliofilia inglesa y francesa, y "encuadernadores de cabecera" a quienes se les encomendaban los volúmenes más preciados.

"Los libros eróticos se llevaban al encuadernador para que los trabajara en cuero rojo -sonríe Veroni-. En la biblioteca, les tocaba la zona del infierno."
Y sí, él rescata ese mundo perdido. Pero desde el presente. Desde una historia, la suya, en la que también hubo rock, televisión, fanzines, libros de artista y el vértigo de un siglo frenético. El punto de encuentro con el gesto artesanal que marcó a su padre es, justamente, la sensualidad del libro. Esa emoción indefinible que suscita la palabra escrita, pero también sus rugosidades, la fragancia a papel, el diseño meticulosamente trabajado.


Veroni, que nació al lado de una máquina de imprenta y creció rodeado de papeles, tintas y obras gráficas, no se cansa de elogiar el arte del grabado: esas imágenes en las que es posible rastrear el trabajo tenaz del punzón sobre la madera, la piedra o el metal; la magia de la tinta impregnando cada muesca. Se permite lujos. El del humor, que brilla en sus propias obras textuales y gráficas: una cosmogonía lúdica, erudita, irónica y -algo no tan frecuente entre los devotos de la ironía- sensible, nunca hiriente. También se permite, desde luego, el lujo de la edición. Con tiempos, recursos y estrategias distintos de los de su padre, viene publicando a César Aira, Edgardo Cozarinsky, Daniel Santoro, Juan Carlos Romero, Christian Ferrer.


Además, en la tradición de la ensayística y alejado de cualquier tentación académica, realiza sus propias indagaciones -personales y rigurosas- en lingüística, literatura, historia rioplatense. Por puro amor al arte y a la palabra; por curiosidad y desbordantes ganas de hacer cultura. En las creaciones de Veroni se respira ese aire que sólo existe por fuera del cálculo o de la especulación. Deseo, que le dicen. Enorme, vivo, oxigenante deseo de darle curso a la creatividad, al juego, a la voz propia y ajena. Porque sí.



Hace un tiempo, sin duda inspirado por ese puro impulso de hacer, Veroni se acercó al Museo del Libro y de la Lengua y propuso organizar una muestra basada en la obra de su padre. La exposición se hizo en 2012 y se llamó El libro como arte. No es casual que el catálogo que la acompañó llevara, como epígrafe, una frase de Clarice Lispector: "A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante".

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