jueves, 3 de agosto de 2017
EN "EL ESPACIO MENTE ABIERTA"; OSCAR OSZLAK
El país de las decisiones impulsivas
La Argentina, como otras naciones de la región, tiene una nociva historia de marchas y contramarchas en sus políticas de Estado, que le impide salir de la coyuntura y proyectar el futuro
Oscar Oszlak
Hace ya más de medio siglo, Albert Hirschman, economista heterodoxo y conocedor de la realidad latinoamericana, analizó brillantemente el estilo de gestión de los gobernantes de la región, llegando a sostener la existencia de un patrón característico: un estilo decisorio en el que la motivación prevalece sobre la comprensión; una modalidad de actuación que privilegia la compulsión a actuar por sobre el debido conocimiento de la materia sobre la que se decide.
Hirschman sugería como estilo característico de los gobiernos de América latina el apuro por actuar sin conocer y lo demostraba con casos de problemas largamente irresueltos en Brasil, Chile y Colombia. Y citaba a Flaubert, quien consideraba una estupidez esa manía por tratar de arribar a conclusiones rápidas, una de las obsesiones más funestas y estériles de la humanidad.
La experiencia argentina no se aparta de esta pauta. En nuestro país, la necesidad y la urgencia casi siempre han terminado justificando decisiones basadas en criterios técnicos y políticos poco sólidos o insuficientemente informados, adoptadas de manera improvisada, inconsulta o contradictoria en sus consecuencias prácticas.
Uno de los casos más recientes fue la decisión de suprimir ciertas pensiones por discapacidad, que el Gobierno fundó en la estricta aplicación de un decreto vigente desde los tiempos de Menem, norma que en la práctica nunca había sido implementada. Desconozco cuán profunda fue la investigación sobre el tema que condujo a la exhumación del viejo decreto. Ignoro si se hizo un detenido estudio de la cuestión, si se tomaron en consideración los convenios internacionales en la materia a los que la Argentina adhirió posteriormente y adquirieron estatus constitucional que habilitaría la iniciación de acciones cautelares, si se evaluaron los impactos inmediatos que podía generar la decisión, si se analizó la capacidad institucional disponible para atender y dar solución a los reclamos que se producirían y, en un año electoral, si se tuvieron en cuenta las consecuencias que una medida políticamente impopular, como ésta, podría ocasionar a la coalición gobernante.
En todo caso, aunque es notorio que el otorgamiento de estos beneficios en el pasado había estado plagado de irregularidades, y si por eso el Gobierno intentó revisarlos, debió haber previsto realizar una campaña de comunicación que aclarara a la ciudadanía las razones de la decisión y los datos que la fundamentaron.
Dar marcha atrás -como luego ocurrió- no resuelve la cuestión; sólo confirma una regla que en la Argentina tiene larga data. La decisión de Alfonsín de trasladar la capital del país a Viedma no fue el resultado de un plan estratégico cuidadosamente estudiado. Las políticas menemistas en materia de desregulación y privatización de empresas y servicios públicos, adoptadas en tiempo récord, debieron revisarse años después luego de producir, junto a otros factores, la más catastrófica de las crisis experimentadas por el país. Ni hablar de las múltiples decisiones del último gobierno kirchnerista, que por su carácter improvisado fracasaron rotundamente. El Fondo del Bicentenario, creado por decreto en 2009 para el pago de servicios de la deuda, fue derogado por la propia presidenta un año más tarde. Los sucesivos "planes" que ofrecían bienes y servicios para promover el consumo (autos, inquilinos, LCD, heladeras, bicicletas, merluza, ropa, créditos para taxis, carne de cerdo, lácteos y... milanesas "para todos y todas"), lanzados virtualmente a ciegas, fueron interrumpidos a poco de su lanzamiento.
No se trata aquí de juzgar la justificación de las decisiones adoptadas por los gobiernos, las que probablemente, en muchos casos, pudieron haber estado bien inspiradas.
Ocurre que para producir los efectos buscados, una política debe cumplir otras exigencias. Entre ellas, no debe dar lugar a interpretaciones equívocas sobre sus objetivos; debe asegurar que sus voceros comuniquen de manera consistente las razones que la fundamentan; debe prever las reacciones de quienes pueden verse afectados; debe ajustarse a los procedimientos jurídicos establecidos, debe prever que su implementación cuente con el aparato institucional requerido y, obviamente, debe encuadrarse en las reglas de juego democráticas. Estos "simples" recaudos consumen tiempos que las urgencias no respetan; pero, además de garantizar que la decisión adoptada produzca mejores resultados, son generadores de legitimidad política. Soslayarlos, por el contrario, es fuente de fracaso, antagonismo, crispación y pérdida de calidad democrática.
Este estilo impulsivo y desinformado responde a ciertos rasgos propios de una cultura política cuyas raíces se hunden muy profundamente en la experiencia histórica de la Argentina. Durante largos períodos de su vida política, nuestro país sufrió las consecuencias de la inestabilidad institucional, los abruptos cambios de rumbo, la falta de políticas de Estado. El divisionismo permanente, las irrupciones autoritarias, el presidencialismo exacerbado han sido propuestos como explicaciones alternativas de ese recurrente deambular de las políticas públicas.
Pero hay algo más. Este estilo expresa, sin duda, la deliberada supresión del futuro y del pasado como dimensiones temporales significativas de la gestión pública. Adoptar decisiones políticas, tomar posición frente a cuestiones sociales críticas, implica no solamente actuar en el presente. También supone poner en juego la capacidad de prever el futuro y evaluar el pasado. La gestión pública en nuestro país parece desenvolverse en una suerte de eterno presente, en el que las decisiones pueden modificarse cotidianamente sin consecuencias aparentes. Se privilegia la ejecución de políticas por encima de su planificación o programación detallada (el "futuro") o de su evaluación y control de gestión (el "pasado"). Se tiende a minimizar el rol del Congreso, que es precisamente la institución fundamental de construcción de ese futuro a través de la legislación, y el rol de la Justicia y los órganos de control, que son los que evalúan y juzgan los actos pasados del Ejecutivo.
Las políticas estatales se han guiado generalmente por la inmediatez de la necesidad acuciante o la urgencia impostergable. Las decisiones de un día pueden modificarse al siguiente, introduciendo a la vez incertidumbre sobre el futuro e impunidad sobre el pasado. De este modo, la gestión pública se convierte en la tediosa repetición de un presente continuo, sin futuro imaginable ni pasado revisable. Aquí radica, tal vez, el déficit de capacidad institucional más elemental, pero al mismo tiempo más crítico, de la acción estatal.
La democracia exige que el poder administrador funcione con frenos y contrapesos institucionales, afrontando los costos de la imprevisión y los eventuales cargos por incompetencia. La búsqueda de consensos requiere deliberación, así como un profundo conocimiento de los problemas y de sus posibles soluciones. La convivencia en una sociedad democrática exige reglas de juego claras, estables y previsibles. La prisa por conseguir los objetivos empaña, en definitiva, la calidad de la democracia.
Investigador titular del Cedes, área Política y Gestión Pública
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