jueves, 26 de julio de 2018

ALEJANDRO POLI GONZALVO OPINA


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ALEJANDRO POLI GONZALVO

La política es el arte de conjugar los intereses contrapuestos de los grupos sociales en la vida de una nación. En el caso argentino, el haber disfrutado de décadas de fuerte crecimiento y progreso acelerado hasta la Segunda Guerra Mundial promovió una fuerte lucha política por distribuir los frutos de esa riqueza, que estaba en pleno proceso evolutivo cuando la aparición del peronismo la trastocó de modo disruptivo. Desde entonces, la historia de la Argentina podría sintetizarse como un prolongado fracaso en establecer instituciones estables y democráticas que arbitraran en ese conflicto de intereses, que de este modo quedaron librados a una puja distributiva, incluso violenta, en la que todos los ciudadanos perdieron en un gigantesco juego de suma cero.
El elevado proyecto de crear una nación a partir de la Constitución de 1853 fue reemplazado por un país de tinte corporativo y no republicano, donde todos los sectores se preocuparon por defender sus intereses particulares y no estuvieron dispuestos a ceder un ápice en pos de objetivos comunes. La consecuencia fueron niveles de pobreza inaceptables. Este país de acendrados egoísmos particularistas reina todavía entre nosotros y torna casi imposible encontrar soluciones de fondo para los graves problemas que enfrentamos.
Existen analistas que piensan que el único modo posible para enfrentar el conflicto de los intereses sectoriales en pugna pasa por la búsqueda de un gran acuerdo nacional que establezca consensos sobre objetivos y políticas a largo plazo, que queden al margen de las luchas electorales. Sin embargo, antes de dar una opinión sobre la viabilidad de esta propuesta es necesario distinguir entre dos clases de pacto.
En primer lugar, es posible la existencia de un pacto para garantizar que un líder lleve adelante su programa de gobierno. No incluye acuerdos programáticos, sino la aceptación de que el nuevo líder tiene la legitimidad para gobernar según su visión estratégica del país.
En la historia argentina hubo varios pactos de esta categoría que tuvieron gran importancia para mejorar las posibilidades de progreso. No todos fueron formales, pero sí de gran utilidad para la época. Se pueden mencionar: el pacto tácito de Urquiza y Mitre en 1861, que se traduce en la retirada del entrerriano de la batalla de Pavón, dejando las manos libres a Mitre; el pacto Roca-Mitre en 1891, para consolidar el poder de Roca y bloquear a Alem, que dio origen a la UCR; el pacto Roque Sáenz Peña-Yrigoyen en 1910, que llevaría a la ley Sáenz Peña y al triunfo de Yrigoyen en 1916; el pacto Perón-Frondizi en 1958, que permitió el triunfo del líder desarrollista y la puesta en marcha de su innovador programa de gobierno. En todos estos ejemplos, un líder emergente se asegura la posibilidad de llevar adelante su visión estratégica del país. A nivel internacional, se podría citar el pacto entre Nelson Mandela y Frederik de Klerk para el llamado a elecciones libres en Sudáfrica.
En segundo lugar, existen pactos entre fuerzas políticas que por sí solas no tienen legitimidad para gobernar y que por lo mismo buscan consensos básicos en política y economía, donde los firmantes no saben quién terminará gobernando. Los Pactos de la Moncloa son el ejemplo más conocido de esta categoría, básicamente por su éxito en una coyuntura muy especial de la historia española. En sentido contrario, el Pacto por México de 2012 fue citado más de una vez en la Argentina como un ejemplo a seguir, aunque terminó en un completo fracaso. En general, este tipo de pactos no están en condiciones de asegurar la perdurabilidad de sus términos porque las fuerzas políticas que los suscriben no tienen una visión común a largo plazo y en la discusión se licuan los objetivos en generalidades vagas como único medio de llegar a un consenso descafeinado.
Para mayor abundancia, en nuestra historia tampoco hay ejemplos exitosos y sí uno bien conocido y que fue un fracaso: el Gran Acuerdo Nacional que intentó Lanusse. Desde entonces, "gran acuerdo nacional" equivale a gobierno débil y pronto a caer. Tampoco se podrían mencionar como un buen ejemplo los acuerdos de La Hora del Pueblo (1970), porque su objetivo era echar a los militares y se disolvió logrado ese fin sin que quedara nada de una visión estratégica común.
Con estos antecedentes, la tesis de este artículo es que el presidente Macri debería apostar por un acuerdo político del primer tipo descripto, en línea con los ejemplos históricos argentinos. Esta afirmación se basa en la firme convicción de estar inmersos en una crisis que no debe ser vista como el desacople de algunas variables económicas, sino como el fin de una estructura macroeconómica que ha sido más destructiva para el país que una guerra o una peste. Para este fin, Macri cuenta todavía con una base de apoyo muy importante y, desde la crisis actual, con un activo fundamental: en términos de Ortega, la "idea" de que no podemos gastar más de los recursos que tenemos se está encarnando en una "creencia".
La última vez que pasó esto en la sociedad argentina fue cuando en la opinión pública se encarnó la idea de las privatizaciones, que por eso Menem pudo llevarlas adelante (evaluar si fueron bien hechas no desmiente la opinión favorable a las privatizaciones luego de décadas de pésimos servicios públicos). El deseo profundo de impulsar un cambio de las viejas estructuras y conductas políticas anacrónicas, incluyendo las patologías de las mentiras y la corrupción generalizadas, es una fuerza viva en la sociedad argentina. Este reclamo profundo de los argentinos es el que sostiene la imagen del Gobierno a pesar de los problemas económicos
El acuerdo con el FMI anunciado puede servir para este objetivo. Las metas acordadas están en línea con el programa de gobierno de Cambiemos, solo que contribuyen a explicitarlas de modo más concreto y contundente. La Argentina necesita tomar medidas que solo un líder puede encarar, aprovechando esa "creencia" que nace. Consensuar lo que se tiene que hacer en la Argentina con tantos sectores y figuras políticas aferradas con uñas y dientes a sus intereses particulares es muy difícil y llevaría meses. Sabiendo que muchas de ellas no se opondrían por razones ideológicas, sino para llegar al poder y librarse de causas judiciales por corrupción.
Se preguntará el lector cuál es la figura de peso de la oposición que debería reconocer el liderazgo de Macri y concederle que avance en su programa de gobierno. No está disponible ese líder opositor y por eso Macri apunta a conseguir el apoyo de los gobernadores peronistas en la discusión del presupuesto 2019: son la llave para que la profundización de las reformas estructurales se pueda llevar adelante.
La clave es que el presidente Macri acepte el desafío que le presenta la hora actual y utilice esta crisis como una palanca para cambiarla. Es su misión histórica. Debe confiar en que ante un liderazgo afianzado la sociedad argentina continuará apoyando el cambio, para dejar atrás un pasado de fracasos y pobreza. Habrá momentos de dudas y de críticas, pero a la hora de la verdad, en las elecciones de 2019, los ciudadanos sabrán reconocer quién les dice la verdad y quién apela a la política del discurso retórico de la demagogia y el populismo que nos condujeron al presente.
Vale la pena recordar a Alberdi en las Bases: "Si sembráis fuera de la estación oportuna, no veréis nacer el trigo".

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