Una trama mortífera de corrupción y negligencia
A 24 años del atentado, la ausencia de condenas expone la ineficacia del Estado para prevenir la catástrofe y sancionar a los culpables
JUAN JOSÉ ÁVILA
¡Qué difícil! Casi imposible. ¿Cómo explicar de qué manera siento que a 24 años del atentado que causó 85 muertos y cientos de heridos nadie haya sido condenado, pagando por ese daño irreparable? Por mi experiencia como abogado acusador, creo que debo ir más allá del simple relato e ingresar en el resbaloso espacio de unas reflexiones.
¡Qué difícil! Casi imposible. ¿Cómo explicar de qué manera siento que a 24 años del atentado que causó 85 muertos y cientos de heridos nadie haya sido condenado, pagando por ese daño irreparable? Por mi experiencia como abogado acusador, creo que debo ir más allá del simple relato e ingresar en el resbaloso espacio de unas reflexiones.
El estrago homicida de la AMIA había sido dramáticamente anticipado el 17 de marzo de 1992, cuando otra bomba asesina explotó en la embajada de Israel. Pero esa tragedia se fue minimizando, hasta perderse entre cientos de expedientes y miles de fojas, custodiada por los mármoles y el fino artesonado de la Corte, sin final. Sin final, como los legajos de migraciones que yacieron entre la humedad y las ratas por años, en un galpón del puerto, o con final trágico, como el de la camioneta que se armó sobre los restos de un vehículo incendiado cuyo motor se vendía oficialmente para minimizar perjuicios, y que con sus papeles en relativo orden circuló como un vehículo más, pero transformado en artefacto de muerte, hasta estallar en Pasteur 633.
Las víctimas de 1992 no fueron suficientes para descubrir quiénes causaron las muertes ni para adecuar leyes a los nuevos trágicos tiempos, asegurar las fronteras o dotar a la Justicia de los medios necesarios para impedir el que se vislumbraba. Tampoco para restituir algo de la confianza que quienes debían cuidarnos habían dilapidado en innumerables tropelías cotidianas. En tanto, por las cloacas de los rumores internacionales circulaban datos y conjeturas que arriesgaban explicaciones sobre por qué aquí, en un país en el que los conflictos de este tipo solo se expresan en las sórdidas actuaciones de algunos estúpidos, lejos de los desbordes demenciales que ocurren en otros lares.
Salto detalles, detalles que darían la estimativa de que el Estado no asumió en plenitud la responsabilidad que le competía. Y no es que faltaran otros avisos: en una oficina reservada se nos exhibieron legajos de una investigación en la que aparecía el tristemente célebre Moshen Rabani -comprador de alimentos argentinos para la República de Irán designado diplomático poco antes del atentado- fotografiado en un barrio de Buenos Aires mientras examinaba una camioneta similar, tal vez, a la que poco después serviría de transporte y carcasa de la fatídica bomba que, vale recordarlo, se hizo con un fertilizante de los que se usan para producir alimentos, esto es, para asegurar vida, no para sembrar muerte.
Porque todo fue así, antes y después del 18 de julio, desidia y negocio: muerte e impunidad. Y estulticia y corrupción, como no haber secuestrado un video en el que podía aparecer el conductor de la Trafic cuando se intentó dejarla en un garaje, o la pérdida del registro de importantes conversaciones grabadas, o de pequeños objetos que vinculaban a policías con posibles partícipes, o los empleados no registrados del espacio donde finalmente se estacionó y entregó la camioneta, legalizados recién ese mes, o el testigo que terminó reconociendo que su trabajo era convencer a ahorristas de que trasladaran su dinero al exterior. O las necedades y pequeñeces que se pusieron en evidencia durante el juicio: el acta de secuestro amañada para no evidenciar que les tocó a los rescatistas israelíes encontrar el motor del vehículo-bomba. Estas solo son algunas de las cosas que se me presentan al recuerdo. Estulticia, necedad, pequeñez.
"Desprolijidad" era la palabra que se usaba entonces, como si se tratara de borrones de tinta en un cuaderno escolar. Se disimulaba así, con benevolencia usurpada, encubrir las groseras malversaciones de un gobierno corrupto. Afortunadamente, hoy se aplica la palabra justa: corrupción, que evoca daño, podredumbre, hedor a muerte. Porque no hay duda de que la corrupción mata: lo hizo en 1992 y en 1994; en Río Tercero y en Once, y cada día, en cada hora, en cada instante, con cada niño, adulto o anciano cuya muerte se hubiera podido evitar, y mató cuando en 2015 tronchó la vida del fiscal Alberto Nisman.
La desidia, la indiferencia, la pequeñez, la irregularidad, la ambición terminan germinando y desarrollan corrupción, que anula los frenos morales. De ella se sirven el fanatismo y su variante patológica: el odio, y con el estímulo de la indiferencia o de la impunidad se anulan también los frenos prudenciales, que imponen el temor a la sanción penal y a la repulsa social, sobre todo cuando no llega o demora años en hacerlo. Entonces triunfan el odio y el afán desmedido de poder, o la necesidad sin límites de dinero, ese falso sucedáneo de la felicidad. Tal la otra materia prima con la que se arman las bombas asesinas.
Para transformar el fanatismo y el odio en concreta acción perversa, falta agregar las facilidades que suministran la ausencia de instituciones sanas y creíbles, que se respeten por su dignidad; que cuenten con el respaldo de organizaciones de expertos entrenados y confiables que produzcan precedentes que dejen claro que hay un Estado que se compromete en el combate contra la corrupción. Es decir, todo lo contrario de políticos, funcionarios, guardias y policías cómplices, torpes o negligentes, ávidos de poder o de dinero fácil; de investigaciones que terminan en el fondo de cajones, que se amañan con hechos que se tergiversan, o que se dificultan con pruebas que desaparecen, como los casetes con conversaciones del principal sospechoso que desaparecieron, o las agendas que se birlaron porque podían comprometer a policías y funcionarios, o de investigadores inexpertos o traidores, de fronteras abiertas y descontroladas, de vehículos patrulleros que no pueden patrullar, como el que estaba estacionado frente a la Amia; de la incredulidad, que llevó a sostener como causas de la explosión verdaderos dislates o interesadas pistas falsas.
Honestidad y racionalidad, no más que eso. Ni nada menos. Pero con alguna circunstancial excepción, parecen dos productos de lujo en la Argentina de las últimas décadas, que estuvo en camino de despilfarrar el proyecto democrático que tanto costó poner en marcha y hasta degradar el mayor logro de nuestra civilización, los derechos humanos, apropiándose de ellos al monopolizar discursos y cercenar debates, que son la condición ineludible de su vigencia y progreso. Atentados de diverso cuño; acumulación de maltratos cotidianos; embajada; AMIA; el malhadado memorándum con Irán; el homicidio de Nisman; la insoportable corrupción descubierta son rótulos que espantan. Pero se erigen en test de un cambio verdadero, o de un simulacro de cambio. De nosotros, argentinos, depende. De nuestra conducta ética cotidiana, de nuestro respeto por el otro y del otro por nosotros.
Volviendo al juicio, resulta difícil transmitir la tristeza o la indignación que provocaban la recreación de tanto dolor, de tanta maldad y odio, de tanta negligencia y necedad. No obstante, de vez en cuando reconfortaba escuchar relatos de solidaridad, sacrificio y abnegación, como si no todo estuviera perdido. Por eso, a 24 años del atentado más cruel de la historia argentina, me atreví a correr el riesgo de exponer, sin otra habilitación que mi experiencia, estas reflexiones, en un intento más de reencauzar nuestro rumbo moral, el mejor antídoto contra la vesania de todo tipo, sin olvidar a quienes con su esfuerzo y escasos medios pusieron al descubierto lo que hoy se sabe de él.
Exprofesor regular de derecho penal de la UBA
Las víctimas de 1992 no fueron suficientes para descubrir quiénes causaron las muertes ni para adecuar leyes a los nuevos trágicos tiempos, asegurar las fronteras o dotar a la Justicia de los medios necesarios para impedir el que se vislumbraba. Tampoco para restituir algo de la confianza que quienes debían cuidarnos habían dilapidado en innumerables tropelías cotidianas. En tanto, por las cloacas de los rumores internacionales circulaban datos y conjeturas que arriesgaban explicaciones sobre por qué aquí, en un país en el que los conflictos de este tipo solo se expresan en las sórdidas actuaciones de algunos estúpidos, lejos de los desbordes demenciales que ocurren en otros lares.
Salto detalles, detalles que darían la estimativa de que el Estado no asumió en plenitud la responsabilidad que le competía. Y no es que faltaran otros avisos: en una oficina reservada se nos exhibieron legajos de una investigación en la que aparecía el tristemente célebre Moshen Rabani -comprador de alimentos argentinos para la República de Irán designado diplomático poco antes del atentado- fotografiado en un barrio de Buenos Aires mientras examinaba una camioneta similar, tal vez, a la que poco después serviría de transporte y carcasa de la fatídica bomba que, vale recordarlo, se hizo con un fertilizante de los que se usan para producir alimentos, esto es, para asegurar vida, no para sembrar muerte.
Porque todo fue así, antes y después del 18 de julio, desidia y negocio: muerte e impunidad. Y estulticia y corrupción, como no haber secuestrado un video en el que podía aparecer el conductor de la Trafic cuando se intentó dejarla en un garaje, o la pérdida del registro de importantes conversaciones grabadas, o de pequeños objetos que vinculaban a policías con posibles partícipes, o los empleados no registrados del espacio donde finalmente se estacionó y entregó la camioneta, legalizados recién ese mes, o el testigo que terminó reconociendo que su trabajo era convencer a ahorristas de que trasladaran su dinero al exterior. O las necedades y pequeñeces que se pusieron en evidencia durante el juicio: el acta de secuestro amañada para no evidenciar que les tocó a los rescatistas israelíes encontrar el motor del vehículo-bomba. Estas solo son algunas de las cosas que se me presentan al recuerdo. Estulticia, necedad, pequeñez.
"Desprolijidad" era la palabra que se usaba entonces, como si se tratara de borrones de tinta en un cuaderno escolar. Se disimulaba así, con benevolencia usurpada, encubrir las groseras malversaciones de un gobierno corrupto. Afortunadamente, hoy se aplica la palabra justa: corrupción, que evoca daño, podredumbre, hedor a muerte. Porque no hay duda de que la corrupción mata: lo hizo en 1992 y en 1994; en Río Tercero y en Once, y cada día, en cada hora, en cada instante, con cada niño, adulto o anciano cuya muerte se hubiera podido evitar, y mató cuando en 2015 tronchó la vida del fiscal Alberto Nisman.
La desidia, la indiferencia, la pequeñez, la irregularidad, la ambición terminan germinando y desarrollan corrupción, que anula los frenos morales. De ella se sirven el fanatismo y su variante patológica: el odio, y con el estímulo de la indiferencia o de la impunidad se anulan también los frenos prudenciales, que imponen el temor a la sanción penal y a la repulsa social, sobre todo cuando no llega o demora años en hacerlo. Entonces triunfan el odio y el afán desmedido de poder, o la necesidad sin límites de dinero, ese falso sucedáneo de la felicidad. Tal la otra materia prima con la que se arman las bombas asesinas.
Para transformar el fanatismo y el odio en concreta acción perversa, falta agregar las facilidades que suministran la ausencia de instituciones sanas y creíbles, que se respeten por su dignidad; que cuenten con el respaldo de organizaciones de expertos entrenados y confiables que produzcan precedentes que dejen claro que hay un Estado que se compromete en el combate contra la corrupción. Es decir, todo lo contrario de políticos, funcionarios, guardias y policías cómplices, torpes o negligentes, ávidos de poder o de dinero fácil; de investigaciones que terminan en el fondo de cajones, que se amañan con hechos que se tergiversan, o que se dificultan con pruebas que desaparecen, como los casetes con conversaciones del principal sospechoso que desaparecieron, o las agendas que se birlaron porque podían comprometer a policías y funcionarios, o de investigadores inexpertos o traidores, de fronteras abiertas y descontroladas, de vehículos patrulleros que no pueden patrullar, como el que estaba estacionado frente a la Amia; de la incredulidad, que llevó a sostener como causas de la explosión verdaderos dislates o interesadas pistas falsas.
Honestidad y racionalidad, no más que eso. Ni nada menos. Pero con alguna circunstancial excepción, parecen dos productos de lujo en la Argentina de las últimas décadas, que estuvo en camino de despilfarrar el proyecto democrático que tanto costó poner en marcha y hasta degradar el mayor logro de nuestra civilización, los derechos humanos, apropiándose de ellos al monopolizar discursos y cercenar debates, que son la condición ineludible de su vigencia y progreso. Atentados de diverso cuño; acumulación de maltratos cotidianos; embajada; AMIA; el malhadado memorándum con Irán; el homicidio de Nisman; la insoportable corrupción descubierta son rótulos que espantan. Pero se erigen en test de un cambio verdadero, o de un simulacro de cambio. De nosotros, argentinos, depende. De nuestra conducta ética cotidiana, de nuestro respeto por el otro y del otro por nosotros.
Volviendo al juicio, resulta difícil transmitir la tristeza o la indignación que provocaban la recreación de tanto dolor, de tanta maldad y odio, de tanta negligencia y necedad. No obstante, de vez en cuando reconfortaba escuchar relatos de solidaridad, sacrificio y abnegación, como si no todo estuviera perdido. Por eso, a 24 años del atentado más cruel de la historia argentina, me atreví a correr el riesgo de exponer, sin otra habilitación que mi experiencia, estas reflexiones, en un intento más de reencauzar nuestro rumbo moral, el mejor antídoto contra la vesania de todo tipo, sin olvidar a quienes con su esfuerzo y escasos medios pusieron al descubierto lo que hoy se sabe de él.
Exprofesor regular de derecho penal de la UBA
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AMIA: 24 años de impunidad
Es preciso reforzar los mecanismos de denuncia y proceder internacionalmente para lograr la captura de los imputados por la Justicia
Cada tanto nuestro país recibe tristes confirmaciones de cuán lamentablemente ineficaces han sido hasta ahora las investigaciones judiciales relacionadas con el atentado terrorista perpetrado el 18 de julio de 1994 contra la AMIA. Es por eso que al cumplirse 24 años del peor atentado sufrido por la Argentina, que provocó 85 muertes y centenares de heridos, también se estarán cumpliendo 24 años de rigurosa impunidad.
Una de las consecuencias pudimos comprobarla días atrás, con motivo de la visita a Moscú de un alto funcionario iraní, Ali Akbar Velayati, diplomático y consejero estatal, quien se reunió con el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin.
Velayati estaría directamente implicado en la planificación del atentado terrorista perpetrado contra la AMIA. Recordemos que era canciller de Irán en aquellos años y que se lo tiene como partícipe de la reunión que se habría celebrado el 13 de agosto de 1993 en el Consejo Supremo de Seguridad de Irán, oportunidad en la que se habría tomado la decisión de perpetrar el atentado contra la AMIA.
Por esto, hace pocos días, la Argentina solicitó, sin éxito, a la Federación Rusa su inmediata detención. A pesar de que, desde noviembre de 2006, existe un pedido expreso de captura internacional, Velayati viaja despreocupadamente por el mundo sin dificultades. El año pasado visitó oficialmente Singapur, Malasia y el Líbano. Cabe presumir que en cada oportunidad obtuvo previamente el compromiso del gobierno local de no detenerlo ni extraditarlo ante un eventual pedido de captura originado en la Argentina. No se tiene conocimiento de que, en esas oportunidades, nuestro país haya protestado con la energía del caso ante estos referidos desplazamientos. Deberíamos considerar la posibilidad de efectuar comunicaciones constantes y reiteradas a aquellos países con los que mantenemos relaciones diplomáticas en procura de alertar sobre la situación personal de Velayati, requiriendo al propio tiempo su detención y extradición.
Velayati es uno de los hombres más importantes de la política exterior iraní, lo que acaba de ser testimoniado nuevamente por su reciente visita a Moscú y las entrevistas y contactos allí mantenidos. Esta es una razón más para que la República Argentina mantenga una posición firme respecto del referido excanciller y de los demás presuntos iraníes implicados en el atentado, de modo que ningún gobierno pueda sostener que ha sido sorprendido por la visita de un funcionario iraní requerido por la Justicia argentina y sindicado como partícipe de uno de los atentados más sangrientos que registra la historia mundial del terrorismo.
Pero entre las derivaciones positivas de la causa AMIA puede mencionarse haber tomado conciencia de la peligrosidad del grupo proiraní Hezbollah, que tuvo y tiene presencia en la triple frontera que la Argentina comparte con Paraguay y Brasil. Allí, el Gobierno procedió días pasados a congelar bienes y dinero de 14 personas vinculadas al denominado clan Barakat, una organización presuntamente cercana a Hezbollah a la que los Estados Unidos sindican como "financista terrorista clave en América del Sur". El operativo fue el resultado de alertas giradas internacionalmente por la UIF argentina, en cooperación con Fincen, su análoga norteamericana, y otras agencias de inteligencia financiera, a raíz de millonarias operaciones sospechosas en un casino de Iguazú. Distintos informes plantean que en la Triple Frontera se blanquea dinero sucio que termina financiando a Irán o a grupos terroristas como Hezbollah, una de las pistas que hace años investigaba el asesinado fiscal Alberto Nisman.
La memoria de los 85 argentinos que perdieron la vida en el peor atentado que sufrió nuestro país en toda su historia exige no bajar los brazos y activar todos los mecanismos de denuncia y comunicación internacional pertinentes con carácter permanente.
Hemos de evitar que en el exterior se pueda alegar desconocimiento de la situación de personas ligadas a la acción terrorista respecto de las graves responsabilidades que investiga la Justicia argentina. El tiempo transcurrido y la impunidad que esto conlleva han de ser el mejor acicate para no cejar en la búsqueda de justicia para las víctimas y sus familias. Como país, tenemos la obligación de llegar a la verdad y de castigar a los responsables. Por eso, además de recurrir a todos los mecanismos internacionales necesarios, es preciso también que se registren avances serios en el sumario del atentado a la AMIA y en el del homicidio de Nisman, que también se encuentra en el fuero federal.
Mostrar progresos en las investigaciones y convocar a la comunidad internacional a acompañarnos en este esfuerzo es una forma más de redoblar y renovar un doloroso compromiso con la memoria de las 85 víctimas y del fiscal que entregó su vida en pos de desentrañar esta oscura trama.
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