“Sus tres ventanales se abren prodigiosamente sobre un jardín abandonado en donde se pueden percibir, de vez en cuando, inocentes conejitos saltando entre sus rejas”. Así le describía Rodin a Rilke el departamento que el escultor habitaba en el Palacio Biron y la vista al exterior que tenía su suite.
Francois Auguste René Rodin, el titán de la escultura moderna, se instaló en 1908 en esas habitaciones legendarias y desarrolló allí las mejores ocurrencias de toda su obra.
Hoy ese palacete rococó se ha transformado en su museo oficial, los cuartos contienen una cronología de sus yesos, mármoles y bronces, y aquel jardín abandonado es ahora un luminoso rectángulo de rosas, plantas y árboles modelados en forma cónica, que custodian a lo lejos la Torre Eiffel y el Domo, en cuyos subsuelos dormita Napoleón.
El paseo es siempre una experiencia alucinante, y cada visita permite descubrir aspectos nuevos. Sobre todo, en “La puerta del infierno”, que está inspirada en “La Divina Comedia” y que contiene trescientas figuras sufrientes.
Dentro del edificio, se pueden apreciar en detalle las preparaciones, los bocetos y los ensayos de cada una de esas microesculturas luego en ensambladas de una obra infinita.
El averno, abigarrado y activo, se eleva hacia el sol: Dante se hubiera postrado ante semejante despliegue de genialidad.
Muy cerca, resignados y más dolientes que nunca, siguen en pie “Los burgueses de Calais”, una historia heroica de la Guerra de los Cien Años, cuando un grupo de franceses sacrificaron sus vidas para liberar a esa ciudad del asedio inglés.
Los cuatro hombres, delgados y sombríos, marchando hacia el ocaso transmite eternamente una desolación extrasensorial. Enseguida, uno se encuentra caminando junto con ellos, con la soga al cuello y arrastrando los pies hacia el cadalso.
No menos dramática es “Ugolino y sus hijos”: un hombre se inclina sobre sus pequeños vástagos para comérselos. Ignorando por completo lo que representan, turistas alegres se colocan junto a estas dos esculturas y se hacen fotografiar con su mejor sonrisa.
Por allí cerca está “El pensador”, que tiene los rasgos del Dante, de Cronos y del propio Rodin, e intenta transmitir la fe en la naturaleza humana y racionalista.
La Argentina opulenta de aquellos años le encargó una escultura idéntica, que se encuentra en la Plaza del Congreso, que casi nadie se detiene a contemplar y que incluso de vez en cuando es vandalizada por marginales o agitadores, todos ellos ignorantes por opción.
La relación de Rodin con los argentinos fue intensa, aunque no siempre apacible. Rodin esculpió a Sarmiento y levantó una enorme polvareda.
Era un Sarmiento aguerrido y desafiante, pero sus críticos dijeron que lo había hecho más feo de lo que era y le había fabricado “un cráneo de degenerado, y la cabeza de un notario o de un farmacéutico de aldea”. Sigue sin embargo allí, en el parque Tres de Febrero de Buenos Aires, donde hoy casi nadie lo mira.
Subiendo las escaleras del antiguo hotel Biron, uno imagina la vida cotidiana y las obsesiones de Rodin, y los ídolos literarios y pictóricos que lo rodeaban y lo atraían: Balzac, Víctor Hugo y Georges Clemenceau, aquel gran escritor periodístico (editor y amigo de Emile Zola) que visitó la Argentina durante las fiestas del Centenario, en 1910, y compuso un libro memorable sobre la superpotencia económica que éramos entonces.
Lo inquietante es que, según el amigo de Rodin, en aquel momento los argentinos habíamos superado el gran defecto de muchas naciones jóvenes: copiar a Europa, pero solo a medias. Después empezó nuestra barranca abajo y abrazamos ese defecto con ardor evidente. Así nos fue.
Rodin también tenía en ese hotel cuadros de Van Gogh, de Renoir y de Monet, y sus propios dibujos demostraban un interés marcado por la sexualidad femenina.
Incontables obras en yeso o en bronce transmiten erotismo, aunque en muchos casos no son hombres y mujeres abandonados a la lujuria sino a la paz espléndida de los entretiempos.
“Soy bella” es esa clase de escultura que debe mirarse una y otra vez, desde distintos ángulos y en sucesivas visitas: un hombre alza a una mujer como si fuera un niño, celebrando con alegría su hermosura y la suerte de ese premio.
“El beso” es de inspiración dantesca: allí están Paolo y Francesca condenados por su amor adúltero (eran cuñados) a sufrir los castigos infernales.
Pero en ese instante de entrega sin pudores, no hay pecado ni sufrimiento, sino pura sensualidad amorosa y lánguida. Precisamente esa dulzura sentimental hizo que Rodin la resignificara y la apartara de “La puerta del infierno”, adonde estaba destinada y donde fue reemplazada, para que tuviera una existencia independiente.
El adulterio era un tema imperioso que lo martirizaba. Rodin había conocido a los 24 años a Rose Beuret, quien fue su modelo y esposa, y madre de su hijo.
Pero quedó luego prendado de una joven aprendiz, que se transformaría en su musa y amante: Camille Claudel. Ese amor tortuoso necesita contarse una vez más, quizás porque encierra historias calcadas o equivalentes de todos los tiempos, y porque se trata de una alegoría extrema de ese averno que a menudo son las relaciones clandestinas.
O a lo mejor no se trata de nada tan trascendente, sino del simple morbo que nos produce la chismografía trágica.
Camille, como todo el mundo sabe, tenía una vocación volcánica, y Rodin fue su primer profesor. Al año siguiente, ella comenzó a trabajar en su taller: sus facciones y su cuerpo pueden rastrearse en múltiples obras de aquella época.
Claudel demostraba un enorme talento propio, y Rodin le confiaba la hechura de pies y manos de sus grandes esculturas. Cuando ella tenía diecinueve años, y él cuarenta y tres, Auguste le escribió una carta desesperada donde la trataba de “feroz amiga mía”, le confesaba su “atroz locura”, le pedía que no tuviera celos de ninguna otra y le rogaba que no lo dejase nunca: “Toda mi alma te pertenece”.
Mientras Camille Claudel se convertía en una eximia artista, experimentaron juntos una pasión larga, dichosa y conflictuada, aunque Rodin jamás condescendió abandonar a Rose Beuret. Y esa ambivalencia literalmente enajenó a la muchacha.
Que en un momento de amargura e inspiración creó “La edad madura”, un increíble conjunto escultórico donde Camille está arrodillada e implorante, mientras Rodin se marcha con una vieja bruja: Rose Beuret, su rival triunfante.
Esa soberbia recreación del drama íntimo que vivían se encuentra hoy en el Palacio Biron, y resulta realmente desgarradora. Uno de los más impresionantes tesoros de París.
Camille Claudel cayó en sucesivas crisis nerviosas y en depresiones, pasó encerrada los últimos treinta años de su vida, al morir su padre la internaron en un manicomio y al final la sepultaron en una tumba sin nombre.
Isabelle Adjani y Juliette Binoche la encarnaron en el cine. A los pocos días descubrimos que frente a nuestro atelier de la Cité International de las Arts, cruzando el Sena, una placa señala la casa donde transcurrieron sus años de aislamiento, tristeza y demencia.
Allí se rescata un fragmento de una misiva que alguna vez le envió a Rodin. La frase es elocuente: “Siempre hay algo ausente que me atormenta”.
En la librería del Museo Rodin se destaca un libro que reúne la profusa correspondencia del maestro con su gran discípulo: Antoine Bourdelle.
Para hallar las esculturas de este segundo titán, que también se relaciona con la historia argentina, cruzamos caminando un París dominguero y semidesierto fuera de los círculos turísticos, con 29 grados a la sombra y un sol calcinante de primavera.
El Museo Bourdelle es más pequeño y recóndito, se encuentra en una calle insulsa detrás de las Galerías Lafayette de Montparnasse. Antoine fue ayudante de Rodin cuando los encargos llovían, pero más tarde siguió su propio destino.
Dividía sus obras en “alimentarias” y “artísticas”. Las primeras le permitían comer; las segundas experimentar su visión vanguardista.
Allí nos reunimos con el fenomenal “Hércules arquero”, que pasa inadvertido en la Plaza Dante de Buenos Aires, pero que también puede verse en el Metropolitan de Nueva York.
Y con “El centauro moribundo”, que se ha vuelto invisible para la mayoría de los porteños en las inmediaciones de nuestro Museo Nacional de Bellas Artes.
El centauro tocado y hundido, de patas traseras caídas y una contorsión imposible de su cabeza y de su torso, está lleno de poesía y provoca una pena invencible.
Bourdelle, con el tiempo, cayó en ciertos gigantismos. Y su obra cumbre es el monumento ecuestre sobre un héroe controvertido: Carlos María de Alvear.
El escultor tardó diez años en finalizarlo, fue inaugurado en 1925 y ya casi nadie se detiene a contemplarlo en lo alto de la Plaza de Caro.
Avanzando por el jardín de Bourdelle, uno puede encontrarse con ese caballo marcial, y en los interiores de su viejo taller, con los distintos ensayos y maquetas de la obra.
Alvear era hijo de un noble español, miembro de la masonería de Cádiz e introductor de San Martín en la sociedad del Río de la Plata.
Pero desde el primer día rivalizó duramente con el héroe de Maipú y Chacabuco, y a lo largo de los años se transformó en un íntimo y fiel enemigo.
Alvear fue oficial del Regimiento de Granaderos a Caballo y padrino de casamiento del guerrero de Yapeyú. El aristócrata pretendía que aquel coronel, en devolución de tantas gentilezas, actuara como un eterno subordinado suyo.
Pero San Martín fue rebelde a ese mandato implícito, y se fue distanciando por cuestiones políticas y de temperamento personal.
La Logia Lautaro se partió entonces en dos, y Alvear participó después en el sitio de Montevideo, batalló contra Artigas, fue nombrado director supremo de las Provincias Unidas, creó una dictadura centralista y cometió errores, participó en revoluciones internas y en guerras latinoamericanas, y cumplió polémicas misiones diplomáticas en Bolivia, Estados Unidos e Inglaterra.
A la vuelta de sus campañas militares, ya veterano y amargado, el general San Martín compartió una reunión social con Alvear en Londres, donde el segundo quiso chicanearlo en público y por muy poco la cosa no termina en un duelo a sable o pistola.
Ese personaje de luces y sombras, que hubiera inspirado decenas de películas épicas en Hollywood, se yergue todavía sobre la ciudad de Buenos Aires gracias a la intensidad detallista y genial de un hombre llamado Boudelle. Alumno de Rodin, compañero de Camille, apologista de Alvear. A veces París queda demasiado cerca
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