miércoles, 18 de julio de 2018

HISTORIAS ÍNTIMAS


Cada quien tiene su TOC, sus manías, sus zonas de embalaje frágil. A veces, la maternidad las activa de modo impredecible. Así me ocurrió con el temita del suelo y de la comida. Durante años instruí a mi hijo en las virtudes de la higiene, la prevención ante los gérmenes, y en que si algo se cae al piso no se come, se tira, puaj. Me fanaticé y, me temo, exageré. Me escuchó y, desde luego, elaboró su propia versión.
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Así llegamos a aquella tarde en la canchita de fútbol, en medio de un alto en el partido. Él y un amigo -ambos tendrían unos ocho años-habían venido a abastecerse de galletitas. Fue entonces cuando al otro chico se le cayó una al suelo. Durante el segundo (¿o microsegundo?) que el pibe tardó en levantarla y zampársela, vi pasar los centenares de pares de zapatillas y tierra y sudor y vestigios de veredas caminadas que había en el rectangulito de cemento sobre el que estábamos. Ni tiempo me dio. Cuando grité "¡no!", ya estaba reclamando líquido para terminar la deglución, mirándome y dirigiéndole un gesto intrigado a mi hijo, como preguntando "¿qué le pasa?".
Mi hijo le respondió. Y escuché la confirmación de que, por suerte, los niños siempre elaboran sus propias versiones de lo que nuestro agotamiento hizo vetusto, temeroso y rancio. La frase más cuidadosa con la que alguien alguna vez se refiriera a mis obsesiones. "Es muy sensible con eso", le explicó a su amigo con un tono que me cuesta definir, pero que era un tono risueño (la prueba de que mi voz, aunque escuchada, no equivalía a ley aplastante) y a la vez amoroso. Tan amable. Tan capaz de aceptar al otro como es, sin dramas ni enredos ni espejos tortuosos. Su amigo, otro sabio, entendió perfectamente. Asintió, terminó de liquidar la merienda, se tragó hasta la última gota de su botella de gaseosa, y a otra cosa, mariposa. A seguir peloteando.
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Lo fácil que algunos pueden curarte un cachito del alma.
Hace unos días, volví a escuchar ese tono de voz que, internamente, bauticé como el "y... mamá es así". Estábamos en casa. Él estaba con otro de sus amigos, despuntando gestos de pre-preadolescentes y dándole duro a la Play. Yo estaba de espaldas a ellos, con mi laptop, enchufada a los auriculares y mirando por segunda vez una copia en DVD del musical Cats. Venía de una temporada difícil y había descubierto las virtudes terapéuticas de esa maravilla de música, sensualidad y color que se filmó a fines de los 90 y que una amiga me hizo descubrir recientemente.
Ahí andaba, sumergida en las Jellicle Cats Lyrics y el ronroneo infernal de Rum Tum Tugger, cuando me llegó, del otro lado de los auriculares, el rumor de la pregunta: "¿Qué mira?". Y la voz de mi hijo, didáctica, risueña y comprensiva, especializada en explicar ciertas rarezas (y ciertos consumos aún más extraños) de la madre: "Algo de unos gatos que bailan".
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Ay, los que llevamos el siglo XX adherido como una segunda piel. Ay, estos millennials recargados ("generación táctil" oí que les dicen a los pequeñines nacidos entre 2008 y 2010). La distancia entre mis "gatos que bailan" -ecos de una coreografía alguna vez bailada en el West End londinense, y luego en Broadway, y luego ante las cámaras de una producción en video- y las imágenes puramente digitales con las que mi hijo y sus amigos arremeten un nivel y otro nivel más.
Pero tal vez no haya tanta distancia. De pronto, los descubrí a los dos, uno a mi derecha, otro a mi izquierda, mirando el despliegue de los Jellicle Cats. Desconecté los auriculares. Los tres escuchamos esa tromba de energía que es la música de Andrew Lloyd Webber. En la pantalla, la gata Sillabub era puro hechizo.
Al rato, ya estaban ellos otra vez consola en mano y yo tarareando: " If you find there the meaning of what happiness is/ then a new life will begin". Y mi maestro en estas lides todavía cree que la que enseña es la madre.

D. F. I.

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