lunes, 23 de julio de 2018

LECTURA RECOMENDADA






Ficción: "Los niños", de Carolina Sanín
Lea un fragmento de la última novela de la colombiana Carolina Sanín

Por Carolina Sanín
Ella estaba agachada, atando al perro en la entrada del supermercado, cuando sintió que alguien le soplaba palabras en la nuca. Le pareció que lo hacía una voz sin piernas que la sustentaran, la llevaran y la detuvieran, pero se volvió y ahí estaba la mujer. Hasta entonces, lo único que le había oído decir era el Se lo cuido, que sonaba como pidiendo algo y pidiendo perdón. La voz que habló del niño le pareció distinta, descansada, como después de haberse sacudido desde la raíz, no como suenan las voces de los vivos, que hablan mientras avanzan.
—¿Qué dice?
—Que le tengo al niño —dijo la mujer, y en la repetición la voz bajó un escalón del descanso en el que Laura la había puesto.
La mujer extendió la mano para señalar al perro y explicar que estaba ofreciéndose a acompañarlo afuera mientras su dueña hacía la compra.
Laura se negó como de costumbre y entró en la Olímpica. Llevaba en la mano un lápiz y una lista escrita en un papel. Leía una palabra de la lista, agarraba del estante la cosa correspondiente a la palabra, la ponía en la cesta y tachaba la palabra con el lápiz. Cada vez que miraba el papel leía también otra cosa, que no estaba escrita:
Aceite. La mujer me ofreció un niño. Quería darme a uno de sus hijos, pero mi reacción la hizo vacilar y, para disimular, quiso hacerme creer que llamaba “niño” a Brus.
Cebolla. La mujer no quería deshacerse de su hijo. Si se me ocurrió pensar que quería dármelo, eso se debe a que yo querría recibirlo.
Perejil. La mujer se refirió a Brus como “niño” porque ella misma transformó a un niño en Brus, por medio de un hechizo, antes de que él fuera mi perro.
Huevos. Tal vez al llamar a mi perro con nombres de animales, plantas y cosas, yo compongo una receta para hechizarlo.
Pimienta. Tal vez ella cuida los carros frente al supermercado con solo mirarlos, lanzándoles un conjuro.
Salió del supermercado, buscó a la mujer y le dio las monedas que siempre le daba. Mejor dicho, le dio otras monedas, que se sumaron a las que le había dado las otras veces. Aunque era posible que sí fueran siempre las mismas: que la mujer pagara con ellas un pan en el supermercado al final de la jornada, y al día siguiente la cajera se las devolviera a Laura como cambio del billete con el que ella pagaba su compra.
Laura regresó a su apartamento, guardó la lista de mercado en la cocina, en el cajón de los cubiertos, y preparó una tortilla con los ingredientes que había comprado. No compraba sal, pues de eso tenía en abundancia. En el cuarto del servicio, que no estaba habitado por nadie de servicio, guardaba un bulto. Su familia materna era dueña de una salina en la montaña, y a ella le correspondía mensualmente un poco de sal, además de un cheque por su porción de las utilidades y por las porciones de su hermano muerto y de su madre, que la había hecho su heredera en vida.
No volvió a la Olímpica al día siguiente porque las tortillas que preparaba alcanzaban para comer tres veces al día durante dos días. Volvió al tercer día, a pie y con Brus, y la mujer que cuidaba los carros no estaba. En su lugar había otra más joven, con un niño y una niña que la seguían como dos paticos a través de la bahía de estacionamiento. Los tres estaban limpios, bien vestidos. La mujer llevaba botines de tacón alto y un traje de paño azul a rayas. Tenía el pelo rubio y recogido en un moño trenzado, y nadie habría pensado que estaba allí para cuidar carros o perros. Tal como había hecho la otra la última vez, se acercó cuando Laura se agachó a anudar a la reja la traílla.
—Le tengo el perro —dijo.
Laura alzó la mirada e iba a decir que no, que gracias, cuando la otra le preguntó si sabía hablar idiomas. Dijo que sus hermanitos no hablaban español y no tenían a nadie a quién decirle lo que querían. Que si por favor aceptaba hablar con ellos.
Los niños dieron un paso al frente. Habían reconocido que el perro era un galgo. Preguntaron en inglés si había sido corredor. Si ella lo había rescatado de un canódromo o si lo tenía desde cachorro. Si había apostado por él. Que por el amor de Dios, se lo regalara. Que cómo se llamaba.
Mostraban las palmas mientras preguntaban, como esperando una limosna. Laura no pudo decirles un nombre que no fuera el verdadero y volvió a su casa con el perro, sin haber entrado en el supermercado. Avanzó como a empellones, empujada por el susto que le habían producido esas personas con su concierto raro.
No compró comida ni comió durante los dos días siguientes. A la hora del desayuno pasaba en el carro por la bahía de asfalto de la Olímpica para ver si los pordioseros limpios seguían allí. Divisaba a la rubia, volvía a asustarse y seguía de largo. Al tercer día, cuando la otra, la estragada, había recuperado su lugar en el estacionamiento, pudo volver a entrar en el supermercado.
Aunque el niño que llegó un mes después no tuvo que ver aparentemente con nada de eso, en la memoria de Laura quedó escrito que ella lo pidió la tarde en que, según le pareció, la mujer que cuidaba los carros le ofrecía un niño.
Aunque el niño que llegó dijo tener seis años y medio, Laura quiso leer, en su memoria, que había sido concebido solo un mes antes de llegar, la misma tarde en que lo pidió, mientras preparaba una tortilla de huevos con los ingredientes que había comprado en la Olímpica.
Quedó escrito en la memoria de Laura que, al tercer día de la concepción, la rubia de hermanitos extranjeros sopló para que el corazón del niño que se llamó Fidel empezara a latir.
Era como si, para Laura, recuerdo, deseo y promesa fueran una sola cosa, una cosa que a la vez fuera distinta de las tres.

VIDA Y OBRA
Carolina Sanín (Bogotá, Colombia, 1973)
Licenciada en Filosofía y Letras por la U. de los Andes, y doctora en Literatura Española y Portuguesa por la U. de Yale.
Es autora de los libros de relatos Ponqué y otros cuentos (2010) y Yosoyu (2013); de las novelas Todo en otra parte (2005) y Los niños
(2014); y de una biografía sobre Alfonso X el sabio (2009). Además, ha incursionado en la literatura infantil con Dalia (2010), y en la crónica, con Alto rendimiento (2017), su última publicación.

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