Me atrevo aquí a parafrasear a don Manuel Azaña: si cada argentino hablara solo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que nos permitiría pensar. El ruido ambiente, el panelismo barato, el petardismo agorero y suicida, la actuación anticipada del apocalipsis, el recitado de los distintos catecismos teóricos, y los lobbies y tironeos sectoriales de los vivillos se suman así a las tarifas sacrificiales, la resaca del dólar, la marejada de la estanflación y el certero presentimiento popular de una nueva mishiadura. La mayoría huye entonces de la realidad, de las noticias y de la temática política hacia la analgésica ficción de los culebrones y las series, y hacia las últimas contiendas de Moscú y de Wimbledon. Unos por preservación psicológica y otros por miedo y desencanto. Algunos encajan incluso en lo que Borges decía de Herbert Quain: están "aclimatados en el fracaso"; sostienen por lo tanto lo contrario del aforismo duhaldista (aquí estamos condenados a la derrota) y últimamente lograron, como el paranoico frente al descubrimiento de una conspiración verdadera, que la economía les confirme su derrotismo de estaño. A todo este paisaje se suman, por supuesto, los que acercan la antorcha al polvorín y van a misa callejera y mediática sedientos de catástrofe, puesto que solo esta desgracia colectiva podría reivindicarlos histórica, política y judicialmente de su negligencia, su fanatismo y su venalidad. También me atrevo a parafrasear a Bismarck: la Argentina es la nación más fuerte del mundo, puesto que los argentinos llevan dos siglos intentando destruirla y no lo han conseguido.
En este océano borrascoso, un gobierno republicano sin mayorías, con un barco averiado y rodeado de monstruos marinos, debe realizar su tarea homérica. Que consiste en atarse una mano y fajarse con el cíclope (renunciar a los aprietes oscuros con que gobernaba el peronismo y aun así domar a las bestias del mercado), encadenarse al mástil y desoír el canto de las sirenas (no dejarse seducir por el facilísimo y las anomalías), negociar con enemigos que le desean secretamente el mal (gobernadores y legisladores que irán a las urnas y necesitarán doblegarlo en unos pocos meses) y regresar sano y salvo a casa sin que la tropa se le amotine ni el pueblo lo queme en la hoguera (mantener unida la coalición, ganar las elecciones y evitar la idea de que fueron un breve paréntesis en el largo monólogo del partido único). Ese regreso tentativo tiene, a su vez, una dificultad operativa: debe regenerar confianza y nuevas expectativas después de haberlas defraudado. Una porción de la sociedad sabe que esa decepción, después de un corto pero considerable repunte durante la tan denostada era del gradualismo, se debió en gran parte al tremendo pagadiós que nos legó la arquitecta egipcia; a una mezcla de castigo bíblico (sequía), cataclismos externos (suba de tasas, aumento del precio del petróleo y baja de la soja, guerra comercial entre colosos), y a las malas praxis propia (gestión macrista) y ajena (preguntar al kirchnerismo por las desprolijidades del affaire YPF). Pero mucha gente despolitizada no entiende estos detalles gruesos, o los tramita con una versión todavía callada, aunque latente del funesto "que se vayan todos". ¿Cómo reconstruye Cambiemos la idea de que los sacrificios valen de nuevo la pena, dado que supuestamente en el futuro nos espera a todos el progreso?
Flotan dos respuestas posibles ante este enigma. La primera es de índole macroeconómica y política; la segunda, dialéctica y cultural. La cantidad de dinero, la rapidez del acuerdo con el Fondo y sus condiciones técnicas (relativamente suaves si las comparamos con otros países y con otros tiempos) solo pueden explicarse con el valor estratégico que para las democracias del hemisferio norte significa esta emblemática nación latinoamericana. Que no debe retroceder al populismo. El recorte es difícil y amargo, pero se lo debe poner en contexto: el Gobierno ya bajó este año 200.000 millones en el rubro "gasto público" (150.000 en términos de déficit fiscal), y lo hizo mientras la economía y las inversiones crecían, guarismos que ahora se echarán de menos. Es cierto que el inminente esfuerzo duplica estos números, y que el ajuste es como la dieta calórica: resulta más fácil bajar de peso al principio que en la segunda o tercera fase del régimen; se comienza por la grasa y luego se roza el músculo. Pero aquí se nota una cierta dualidad entre alarma y relativización. Por un lado, las restricciones son fuertes, pero por otro no son incumplibles ni titánicas. Por momentos, pareciera que el oficialismo dramatiza para concientizar sobre una crisis mayor y para negociar desde posiciones un poco más cómodas con la oposición institucional. Acto seguido, busca desdramatizar esa operación para no sumar pánico social ni contraer aún más el consumo y las changas. Dos convicciones animan a la mesa chica: la recesión será corta y se abre un período de intensas conversaciones por el presupuesto donde casi nada está descartado, pero donde resulta mal negocio precipitarse y adelantar lo que no se quiere ceder, aunque quizás al final deba cederse por imperio de las circunstancias. No parecen inspirarlos la ideología, sino las tácticas del póquer.
La desesperante corrida cambiaria y la megadevaluación son crueles y reales, sobre todo en el conurbano de la informalidad, pero existe igualmente la falsa percepción de una hecatombe generalizada. En verdad, el PBI cayó en 2009 un 6% y volvió a caer un 2,4% en 2014, temporada en que la inflación orilló el 37%. En 2018, la economía crecerá a pesar de la crisis y arañará el 1%, y la tasa inflacionaria, en el peor escenario posible, no superará este año el 30%. Esta comparación, que no exculpa ni atenúa el presente, nos mete sin embargo en el terreno de las subjetividades políticas y culturales: ¿relato amortigua recesión? ¿La épica permite capear el temporal, construir un sentido y trazar un horizonte? Habría que releer urgentemente las últimas biografías de Churchill. Tal vez Macri no comprenda la diferencia entre cuentista y cuentero. Entre la fiction, género de la invención completa que el kirchnerismo practicó con tanto éxito para hartazgo de la población, y la non-fiction, crónica de la realidad pura pero narrada con emocionalidad, suspenso, persuasión realista y, en ocasiones, hasta con rasgos de epopeya. El Gobierno perdió su tensión narrativa. Es por ahora incapaz de convocar una ilusión y, contra la pared, quizás incluso no pueda recordar con precisión para qué fue votado. Carl Jung dijo alguna vez: "Nosotros no vivimos nuestra biografía, encarnamos un mito". Si eso es verdad, se trata en este caso del mito republicano del país normal: Cambiemos será severamente juzgado como instrumento de ese propósito que le encargaron millones de argentinos.
Cristina Kirchner y Mauricio Macri, tan opuestos en tantos asuntos, comparten no obstante una característica común: la resiliencia. Esa capacidad para superar los peores momentos, salir adelante y dar vuelta un partido. También la coalición gobernante demostró resiliencia al resistir la tentación de balcanizarse por el ego o por la falta de temple frente a la adversidad de la crisis, como ocurrió trágicamente en el pasado. Stevenson decía que la vida no era cuestión de tener buenas cartas, sino de jugar bien con una mano pobre. Y Hemingway iba más allá: el mundo nos rompe a todos, y después, algunos son fuertes en los lugares rotos.
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