Cuando publicó Nombre falso, Ricardo Piglia incluyó una nota preliminar en la que decía lo siguiente sobre el origen de los cuentos que lo integraban: "Escribí los relatos de este libro (salvo uno) en 1975. En aquel tiempo vivía en un departamento de la calle Sarmiento, frente al viejo mercado de Montevideo, y cuando pienso en estos cuentos me acuerdo de una ventana que daba a un patio. Supongo que el hecho de haberlos escrito mirando cada tanto la luz de esa ventana les da para mí cierta unidad: como si las historias hubieran estado ahí, del otro lado del vidrio".
No sabemos cómo hubieran sido esos cuentos sin la visión de la ventana. Como sea, lo que me interesa de la descripción de Piglia es que siempre se escribe con un paisaje interior. Interior no solo porque sea íntimo, sino porque, sencillamente, transcurre en un ámbito cerrado. De paso, siempre descreí de esa idea del filósofo Nietzsche de que las mejores ideas se le ocurrían a uno caminando. Puede ser, pero esas ideas no son nada hasta que no se ponen por escrito. Y no conozco a nadie (quizás haya alguno) que escriba literalmente caminando.
Entonces, para volver al principio, todos escribimos en un ámbito, y ese ámbito tiene un paisaje. De ese paisaje se ocupa justamente Autorretrato en el estudio, el libro del filósofo italiano Giorgio Agamben recién publicado por Adriana Hidalgo. Agamben lo dice casi enseguida: "Una forma de vida que se mantiene en relación con una práctica poética, cualquiera que sea, está siempre en su estudio".
El estudio -y más restringidamente el escritorio- es el campo de operaciones. En el escritorio del diario, veo ahora delante de mí, sujetas en un tabique, las fotos de dos escritores argentinos muertos (cada uno a su manera un modelo posible de tensión en la escritura periodística, narrativa y aun poética) y una imagen de San Benito (modelo de disciplina y de cuidado del lenguaje).
Pero este espacio de trabajo es más bien impersonal, aun cuando justamente uno trate de volverlo propio con esos rostros. Agamben, igual que cualquier otro, tuvo varios estudios. No solamente de papeles, lapiceras y lápices vive quien escribe, y los objetos (fotografías personales o de escritores lejanos en el tiempo, reproducciones de pinturas, libros, cómo no) que convivieron con el filósofo en los lugares que habitó son un museo de la memoria, un museo que crece mientras él (nosotros) disminuye y no puede abarcar ya la magnitud del recuerdo de lo leído y de la experiencia.
Pero nada de esto se reduce a un simple ejercicio evocativo. Cada imagen es la punta de un ovillo para devanar una idea filosófica o a veces poética porque, según nos dice Agamben, "un filósofo que no se plantea un problema poético no es un filósofo". El del espacio de trabajo es un problema más poético que filosófico, pero de la escritura poética queda su ausencia, convertida por eso en filosofía. Es ese el horizonte de escritura que siempre perseguimos y que, como todo horizonte, se va alejando, y más cuando cae la noche. La historia de los rostros y cuadros que pueblan el estudio, y que marcan nuestra escritura, empieza desde muy temprano. Agamben lo dice con pudor, literalmente entre paréntesis: "De jóvenes, la mano no sabe lo que busca; sabe, acaso, lo que rechaza, pero eso que rechaza dibuja la forma cóncava de lo que busca, de cualquier modo la guía hacia el bien no visto".
Pero ese "bien no visto" es una insinuación. Nos dice Agamben en otro pasaje de su libro: "En un extremo estará el himno -que es siempre celebración de un nombre-, y en el otro, la elegía, que lamenta la imposibilidad del himno y la caducidad de los nombres". Considerados de esta manera, himno y elegía están menos distantes de lo que podría pensarse. En todo himno hay siempre una elegía, y toda elegía recuerda un himno ahora imposible y anticipa negativamente su posibilidad futura.
P. G.
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