Horacio, como tanta gente, siempre creyó que había un orden natural de las cosas, una cierta lógica que regía los acontecimientos y las vidas de todos. Nació en la década del 30 del siglo pasado en Mar del Plata, donde sigue viviendo hasta el día de hoy. Se casó con Matilde, su amor de la adolescencia, que lo acompañó hasta su muerte, hace doce años. No habían tenido hijos, y en su larga enfermedad Horacio estuvo siempre a su lado, dispuesto a cuanto hiciera falta.
Ya viudo y cursando sus setenta, los días y las noches se le fueron haciendo más y más pesados. Mucho más las noches, cuando en su casa lo esperaban solo tristeza y añoranza.
Su única distracción era la mesa de truco de los jueves y la comida con sus amigos en el bar del club. Unos tres años después de perder a Matilde, cambió la concesión y la tomó Agustina, una tucumana de treinta años, con la cara picada de viruela, grandes ojos marrones y una eterna sonrisa en sus labios. Atendía a los socios del club con simpatía y calidez, se la veía a gusto, atenta y sonriente.
Horacio no se animaba a invitarla a salir. Temía que la diferencia de edad la espantara, que pensara que era un viejo verde y se burlara de él. Pero cuando se animó, la respuesta de Agustina fue no solo de aceptación, sino de cariño, como si lo estuviera esperando.
Sola y con una triste historia de vida, recibió con emoción y alegría a este viudo tan necesitado de compañía y conversación. A poco de salir y viendo que el dinero apenas si le alcanzaba para pagar el alquiler, Horacio la invitó a compartir su casa, que, con su presencia, recuperó la luz. Nuevas cortinas, la cena lista a su regreso, música y, fundamentalmente, alguien con quien hablar, alguien que lo hacía sentir bien otra vez. "Matilde estaría contenta", pensaba Horacio.
Empezaron sus achaques, médicos, remedios y Agustina lo acompañaba, le recordaba las horas en que debía tomar cada cosa, fue mucho más que un apoyo y una compañía. Agradecido por sus atenciones y no teniendo parientes cercanos, decidió poner la casa, su única posesión, a su nombre y compartir la cuenta de banco para que cuando él se fuera ella tuviera un techo y un colchoncito financiero. Cuarenta años mayor, le pareció que era un gesto lógico.
Pero "la vida te da sorpresas", como dice Rubén Blades. Y vaya si la vida sorprendió a Horacio. Agustina, a los 34 años, falleció repentinamente, víctima de un ACV. Y, tras cartón, apareció una hermana, su única heredera legal, y comenzó la sucesión.
La pena de Horacio se transformó en desesperación porque ahora se quedó sin dinero y sin casa. Vive desde entonces alojado en lo de uno de sus compañeros de truco, sostenido por una vaquita que hacen, mensual y amorosamente, todos los compañeros del club. Estos amigos de siempre no permitieron que la sorpresa venciera a Horacio. Son ellos quienes barajan el mazo gastado de donde hacen salir los anchos ganadores que a Horacio le dan aliento y apoyo para seguir de pie en la vida.
D. W.
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