Ha sido poco estudiado el romance ardiente y funcional que peronismo y ortodoxia tejieron a lo largo de las últimas décadas. Por lo general, la ortodoxia se ha autoerigido en vocera oficial de la mismísima ciencia económica, y ha forzado a los gobiernos no peronistas a pagar la herencia con ajustes abruptos y homéricos. Ese procedimiento debilitó los proyectos republicanos y los dejó a merced del repudio social y listos para ser devorados por el populismo, que agradece con una amplia sonrisa los servicios prestados por sus enemigos dialécticos. Desde hace dos años y medio, peronismo y ortodoxia buscaban lo mismo: un drástico giro a la derecha. Los primeros para que se confirme el estereotipo y cundan la penuria y el desaliento; los segundos para probar sus teorías. Que están un tanto cuestionadas, puesto que no existe un paper ni un libro que demuestren certeramente cómo actuar en la única economía bimonetaria de mundo, con un 7% de déficit, 41% de gasto público y 38% de presión tributaria del PBI. Ya desatado el incendio de estos meses, con una corrida que puso en riesgo la mismísima estabilidad institucional, muchos economistas promovieron con frívola autosuficiencia sus soluciones extremas, y algunos portavoces del establishment incluso se dedicaron a soplar el fuego. Varios de ellos propician un shock que arregle de pronto todas las variables, peligroso facilismo radioactivo que calcinaría la gobernabilidad y obligaría a escapar en helicóptero. De hecho, los únicos shocks "exitosos" los llevaron a cabo precisamente los peronistas: el Rodrigazo, que condujo a la dictadura militar, y el post 2001 de Duhalde, que multiplicó la miseria y nos entregó a la prolongada autocracia kirchnerista. En el medio Carlos Menem, ancado en el desgaste que Neustadt y los ultras del mercado ejercieron sobre Alfonsín, combinó peronismo y ortodoxia y desplegó su famoso programa neoliberal, que según Agustín Salvia (UCA) provocó el aumento más significativo en la curva de la pobreza.
Durante los días de la corrida cambiaria de este otoño fatal, algunos de estos dogmáticos sembraban la desconfianza y corrían por derecha a Macron y a Merkel. Que decidieron respaldar a Cambiemos por comprender que salir de la larga noche neopopulista exige heterodoxias, paciencia y financiamiento. Mientras los máximos estadistas del planeta pensaban todo esto, los opinólogos dudaban y exculpaban aquí a los poderosos, que jugaban una vez más al "sálvese quien pueda" en medio de una crisis escalofriante. Ya sabemos: el capital está por encima de las patrias, y entonces cualquier defección patriótica resulta disculpable. Guy Sorman dijo alguna vez que jamás vio en el hemisferio norte un liberalismo doctrinal y dogmático como el que campea alegremente en la Argentina. Ni siquiera ahora, que Macri ha decidido inmolarse en un recorte de 200 mil millones, a los dogmáticos les parece suficiente.
Existen dos datos cruciales para entender cómo nos encontrábamos antes de la suba de tasas internacionales, la guerra comercial, la sequía y el aumento de los precios del petróleo. El primero lo aporta Guillermo Olivetto, especialista en consumo: sus sondeos indican que la economía se recuperaba de manera lenta pero sostenida en rubros fundamentales y que el consumidor había vuelto a tomar el control, estaba más tranquilo y pensaba en positivo. El segundo dato lo agregan los propios dirigentes peronistas, que en público hablaban de la ruina y del apocalipsis mientras que en privado confesaban carecer de chances electorales. La contradicción es obvia: el país no agonizaba si la oposición se daba por perdida. Se verifica aquí el viejo axioma de toda administración republicana, según el cual las cosas marchan razonablemente bien solo cuando el peronismo está triste.
Un gobierno sin mayorías parlamentarias, acosado por un partido destituyente y hegemónico, sembrado de sindicatos mafiosos, narcos y organizaciones sociales agresivas, con un 30 por ciento de pobreza, media población laboral en negro, sin soberanía energética, una cultura populista asentada y con una hipoteca financiera colosal, estaba condenado a la derrota y a la incineración. Tenía tres alternativas: seguir adelante y terminar como Venezuela, provocar un shock y volar por los aires, o ejecutar un programa gradual y rogar que las condiciones climáticas de mercado le permitieran alcanzar la otra orilla. Eligieron el gradualismo, que por supuesto no conformaba a nadie. El kirchnerismo lo acusaba a Macri, en plena era gradual, de ser un carnicero monstruoso e insensible; los ortodoxos, de ser un "kirchnerista de buenos modales", y todos los demás de no ser más rápido y ambicioso con la recuperación. Qué bien que estábamos cuando creíamos que estábamos mal, ¿no? Porque extrañaremos el gradualismo, amigos. Se los aseguro.
El clima externo cambió de manera dramática, hubo una combinación de mala suerte y mala praxis, y la Brigada de Explosivos no logró desarmar la bomba de la señora. Su delfín Agustín Rossi les recriminó esta semana a los legisladores del oficialismo haber chocado el barco. Le faltó contar unos pocos detalles: ese buque se llamaba Titanic, lo dejaron a pocas millas náuticas del iceberg, apostaron desde el minuto cero a un naufragio y ahora se proponen como rescatistas solventes.
Se ignora si Cambiemos hizo una autocrítica profunda, si ha realizado un diagnóstico preciso, y si tiene un plan creativo para jugar su última partida. Pero se sabe, también por encuestas de Olivetto, que pese a enojos y desánimos y aún dentro de segmentos que no votan a la coalición gobernante, un 70% de la comunidad mantiene todavía la convicción de que se puede salir de esta emergencia, y un 67% desea con toda su alma que al equipo económico le vaya bien. Es lógico: en este barco, más allá de banderías y de clases sociales, vamos todos, y que se hunda (que se escale a una crisis mayor) no resulta negocio para nadie, salvo naturalmente para los que premeditaron la hecatombe y medran con ella. Dicho sea de paso: qué útil habría sido para la patria en peligro la cooperación del papa Francisco, su gestión personal ante el capital financiero y los centros de poder. Qué bueno y consolador habría sido que Bergoglio diera una mano cuando todo parecía que reventaba.
A veces pareciera también que sectores republicanos no aguantaran la incomodidad de lo distinto, la insoportable incertidumbre de lo nuevo, la rareza de lo inclasificable y el alto precio de la responsabilidad histórica, y que por lo tanto buscaran inconscientemente volver a la "normalidad". Es decir: al país del partido único, que justamente nos trajo hasta esta amarga decadencia. La hegemonía peronista domesticó incluso a sus antagonistas, y entonces hay progresistas, radicales, neoliberales, conservadores, intelectuales, empresarios, banqueros y funcionarios que por pereza mental o por simple acostumbramiento anhelan de un modo inconfesable regresar de una vez a las viejas coordenadas, para luego sentarse en el café y criticar desde lejos la corrupción, las mafias, las desigualdades y las salvajadas institucionales, pero a salvo por supuesto de cualquier compromiso, en el dulce confort de lo meramente declarativo y testimonial. Este mecanismo psicológico es, como diría Freud, una verdadera "pulsión de muerte": repetir sin recordar, y caminar obsesivamente hacia nuestra destrucción.
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