miércoles, 18 de julio de 2018

HISTORIA DE VIDA


Las enseñanzas de don Eduardo, mi padre
Manual de programación de la HP-65 con la que hice mis primeros palotes de código. Nótese, por favor, la fecha
Manual de programación de la HP-65 con la que hice mis primeros palotes de código. Nótese, por favor, la fecha
Cuando le faltaban poco más de tres meses para cumplir 83 años, mi padre nos dejó el último domingo, 1° de julio, al anochecer. Hay tres grandes enseñanzas que don Eduardo me legó, y las tres tienen que ver con esta columna. La compu, que ya lleva más de 25 años en las páginas de un matutino (y eso la convierte en una de las piezas periodísticas sobre informática personal más longevas), no existiría sin esas tres lecciones. Todas ellas, como suele ocurrir, fueron fruto del ejemplo, no de la monserga.
La primera está directamente relacionada con las nuevas tecnologías. Trabajando para el diario La Prensa, supo que los linotipistas debían pasar horas respirando vapores de plomo, antimonio y estaño. Aunque cumplían una jornada reducida y se tomaban ciertas precauciones, el saturnismo hacía estragos en ese oficio. Le pareció una atrocidad y se propuso cambiar tal estado de cosas.
El primer paso fue simplemente genial. Ya que las linotipos fundían el plomo in situ, decidió alejar a los linotipistas de esas maquinarias ruidosas y humeantes. No le fue fácil convencer al diario de que para eso había que comprar una computadora. A ver, muchacho (mi padre tenía 31 años en ese momento), las cosas siempre se habían hecho así. ¿Qué locura era esa de incorporar una computadora? ¿Qué era exactamente una computadora, a todo esto?
En 1967, la palabra "computadora" sonaba exactamente igual que "nave espacial" o "central atómica", así que hubo de enfrentar numerosos frentes. Desde el gremial (increíble como suena, porque mi padre buscaba proteger la salud de los linotipistas) hasta el financiero; desde el escepticismo de los cultores del "las cosas siempre se han hecho así" hasta el desafío colosal de insertar una tecnología ajena y misteriosa, con cierto tufillo a ciencia ficción, en medio de una línea de producción que no podía detenerse ni un día. Pero ganó la mano y se fue a Estados Unidos a comprar, vaya, ¡u
na computadora!
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He contado  la historia de Carola, aquella máquina inmensa, extravagante y discrecional, que se colgaba a menudo o se ponía a tipear textos aleatorios. Su nombre no era, como podría uno ufanarse, un homenaje al gran Manuel Sadosky y sClementina. Carola era la perra extravagante y discrecional de mi abuela materna, que tenía a todo el mundo a maltraer con sus caprichos. La computadora poseía un temperamento semejante, y por eso la bautizaron Carola.
Tenía seis años entonces y la experiencia fue una de esas que te cambian la vida, que alteran por completo tu futuro. Porque en 1967, las computadoras no figuraban en el mapa mental de los chicos. Durante la infancia de los que hoy llamamos millennials, sí. Para los que nacimos en las décadas del '60 y '70, no.
Sin embargo, para mí, fue por completo diferente. Papá tenía en su oficina una computadora. Hoy suena normal. Por entonces era muy, pero muy loco (de hecho, nadie me creía). En la mesa familiar se hablaba de Carola (la máquina) como de cualquier otro tema cotidiano. Cuando, día por medio, mi padre debía salir corriendo a las 10 u 11 de la noche al diario porque Carola se había desquiciado, yo iba con él y lo veía operar ese coloso de película futurista.
Aprendí, como los millennials, pero con veinte años de anticipación, conceptos clave para convivir con este siglo interconectado y febril. Que las computadoras se cuelgan. Que se programan. Cómo se las programa. Tenía seis o siete años cuando veía, en su escritorio, pilas de hojas con código fuente escrito a lápiz (siempre a lápiz) con la elegante letra de mi padre. Que esa era la forma en que estaba hablando con la máquina.
Hojeaba, sin entender nada, los manuales, inmensos como biblioratos, donde se listaban los crípticos comandos (de alguna clase de Ensamblador, imagino) y las series de ceros y unos con los que se correspondían, y así, a la edad justa, cuando en la escuela estaban enseñándome a leer y escribir, aprendí que las computadoras tenían su propio y hermético idioma. Que si lo aprendías, podías enseñarles a hacer cualquier cosa. Lo que ignoraba, y por eso la experiencia fue más disruptiva a largo plazo, es que estaba asistiendo a los albores de las máquinas programables fabricadas en serie. Que era el inicio de una nueva era.
Esto me permitió llevarme siempre bien con "estas cosas nuevas". Porque para mí nunca fueron ni van a ser nuevas. La computadora de papá me convirtió en una suerte de paradoja temporal. Desde 1967 en adelante, la informática, los bits, cualquier cosa digital, no importa cuán novedosa sea, me resulta familiar. Automáticamente familiar. Más aún, me parece normal. Anormal era salir al mundo cuando era chico y darme cuenta de que ese universo de chips, transistores, código fuente y algoritmos todavía no había llegado a la realidad de todos los días. Que el mundo ahí afuera atrasaba medio siglo, y que en ese caserón del barrio de Barracas se estaba gestando parte del porvenir.
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Dato: en muchos negocios las cajas registradoras eran todavía mecánicas cuando en el taller de mi viejo ya estaba en funciones este grabador de memorias (que todavía arranca, dicho sea de paso).
El código es poder
En la adolescencia, echando mano de una calculadora HP-65, usé por primera vez programas de mi autoría para que me asistieran en los exámenes donde había aritmética y fórmulas. Siempre me costó hilvanar la primera y nunca me funcionó recordar las segundas. Con algo de culpa, porque sentía que estaba haciendo trampa, aprendí el BASIC de Hewlett-Packard y escribí programas que resolvían los ejercicos. Si el resultado en la pantalla era el mismo que obtenía en el papel, podía tener alguna certeza de que había hecho las cosas bien. Conté esa historia
El hecho es que descubrí, en un momento bisagra de la historia reciente, un asunto fundamental: el código es poder. Porque con mi calculadora programable había burlado todas las restricciones que el centenario Colegio Nacional de Buenos Aires imponía al uso de nuevas tecnologías en el aula. Al año siguiente en que se había fundado Microsoft, el mismo año en que nació Apple, seis años antes de que apareciera la PC, gracias a mi viejo y a Carola, me había atrevido a incorporar una solución digital a un problema real.
Aquella HP-65 se volvió de pronto muy popular entre mis condiscípulos, y por lo tanto no es del todo injusto decir que mi primera actividad en el mundo de las computadoras fue la distribución ilegal de software clandestino. En 1976.
Esa calculadora se extravió para siempre, Dios sabe cómo, aunque no pierdo la esperanza de encontrar en venta alguna vez una que todavía funcione. Me queda, eso sí, el manual con el que 42 años atrás hice mis primeros palotes en programación y que ilustra esta nota.
Más o menos una década después, tímidamente, las computadoras empezaron a aparecer en la conversación pública. Y faltaban todavía otros diez años para que en la Argentina se ofrecieran conexiones de Internet a particulares (agosto de 1995). Recuerdo que muchos coetáneos me dijeron que ambas, las computadoras e Internet, eran una moda pasajera. No me cabía ni la menor duda de que era exactamente al revés. Con cada nueva conexión, con cada nueva computadora, el mundo empezaba a volverse cada vez más normal para mí.
El radioaficionado
El haber comprendido fácilmente el concepto de Internet también tiene que ver con mi viejo, y esa fue su segunda enseñanza. Las telecomunicaciones, que hoy dictan el curso de la civilización y en las que se basa casi todo lo que hacemos, también estaban presentes en casa desde mi infancia.
Con equipos valvulares que pesaban entre 15 y 20 kilos, diales analógicos, botones con siglas raras y agujas que bailaban graciosamente, mi padre conseguía comunicarse con radioaficionados de todo el mundo. Sin fronteras, sin demasiada fiscalización estatal, sin censura. Era como Internet, pero hablada, verbal. El concepto, sin embargo, quedó grabado en mi mente. El mundo era grande, pero uno podía usar alguna clase de tecnología para acortar distancias, para saber de primera mano lo que estaba pasando en las antípodas. O simplemente para charlar.
Conservo también su cuaderno de radioperador. Su señal distintiva era LU8ADH. Como las licencias vencen, hoy esa señal está en manos de otro radioaficionado. Pero de tanto oírlo a mi viejo transmitirla al mundo (eso era realmente fantástico, para un chico) se me quedó grabada para siempre.
La tercera enseñanza es mucho más profunda. Una de las cosas extrañas de mi familia es que mi padre nunca decía "me voy a trabajar". Decía "me voy al diario", y lo decía de un modo dichoso. No había ningún límite entre el trabajo y su vida personal, porque el diario era para él una forma de la felicidad. Y para entender cómo esto cambió también mi futuro hay que remontarse a algún momento de 1945, cuando papá tenía 10 años.
Descubrió, leyendo aquí y allá, su vocación, la electrónica, y consiguió armar su primera radio, rudimentaria e infantil, pero con la que conseguía captar Radio Nacional. La familia le opuso una feroz resistencia, porque creían que esa actividad no sólo era peligrosa, sino que carecía de futuro. Unos visionarios, mis abuelos paternos.
En fin, vicisitudes aparte, que un chico de 10 años construyera una radio en 1945 es, como mínimo, asombroso. Quiero decir, una radio que andaba y todo. Y es asombroso por la voluntad de poder que eso requería. Lo que me lleva al mayor de los prodigios en esta escena inverosímil (un chico de 10 años que arma una radio en 1945). Ese prodigio es la vocación. Hay aquí otro paralelismo increíble. Yo tenía 10 años cuando escribí mi primera novela (rudimentaria e infantil, como aquella radio); inventé el sello editorial y todo. Y la tenacidad es un calco: son como 300 páginas de cuadernos escolares redactadas con letra infantil. Esa obsesión, esa voluntad de poder provino, como en su caso, de que Dios había querido que oyera un llamado.
Sin embargo, entre el llamado y la realización hay una distancia gigantesca. Hay un abismo, y es bastante raro que las personas se lancen alegremente al abismo. Así que la verdadera enseñanza de mi viejo fue que se enfrentó con su familia, atravesó toda clase de adversidades y privaciones, y finalmente se salió con la suya. Dedicó su vida, y de forma brillante, a la electrónica.
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El don no alcanza. La vocación no alcanza. Si algo me enseñó mi padre -incluso cuando él mismo se oponía a que me dedicara al periodismo y las letras- fue que tenía que hacer lo que amaba. Que ningún mandato es más fuerte que ese. De pequeño, cuando lo acompañaba al diario, lo percibía feliz de estar vivo, de esa forma única en que los chicos perciben los estados de ánimo de sus padres. Hoy me siento exactamente igual cuando llego a esta Redacción, cuando redacto un texto, cuando planeo (ni qué decir cuando escribo) un nuevo libro.
Esfuerzo, sí, a manos llenas. Trabajar de lunes a lunes durante temporadas enteras, sin duda. Jornadas de 15 horas durante años, qué importa. Correr riesgos, por supuesto. Pero -sin decírmelo, dando el ejemplo- mi viejo me mostró el camino. Tenía que dedicarme a mi pasión. Contra viento y marea. Contra sus propios designios, inclusive.
Réquiem
Como se dice, cada familia es un mundo, y sería imposible contarlo todo en unos pocos párrafos. Me reservo la inmensa mayoría de los detalles. Se convertirán en un libro, tal vez. Mi madre, Clelia Josefina, murió muy joven, en julio de 2001; ella me enseñó la pasión por la escritura. Mi padre, Eduardo, hace menos de una semana; él me enseñó la pasión por la pasión. Ambos me harán falta siempre. Que descansen en paz.

A. T.

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