domingo, 11 de diciembre de 2016

DIOS EN EL LABERINTO DE JUAN JOSÉ SEBRELI.....LECTURA RECOMENDADA


El hombre corriente, la mayor parte del género humano que vive inmerso en las preocupaciones inmediatas y la banalidad cotidiana, se formula alguna vez las mismas preguntas últi¬mas que desvelan a filósofos y científicos sobre la existencia de Dios, el origen y el fin del hombre: ¿De dónde venimos y adónde vamos? ¿Adónde nos lleva todo esto? ¿Por qué soy como soy? ¿Por qué he nacido y por qué debo morir? Los más perspicaces suman otros interrogantes: ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Por qué existe el mundo tal cual es? ¿Por qué el mal? ¿Cómo se conoce la realidad? ¿Qué hay allá afuera? ¿El tiempo es irreversible? ¿Es concebible un ser incondicionado, infinito y absoluto? ¿Qué papel ocupa el individuo en lo inconmensu¬rable del universo?
En escritos anteriores he tratado temas referidos a la vida cotidiana, a la historia o a la política, pero siempre, aunque im¬plícitos y dispersos, aparecían los problemas de la existencia humana; intentaba hacer sociología filosófica o filosofía socio¬lógica. Claro está que esta visión no puede prescindir de la reli¬giosidad: las preguntas últimas son comunes a la filosofía y a la religión, aunque las respuestas sean distintas; además es insos¬layable que la historia social, política, económica y cultural está entremezclada con la historia de las religiones.

Libros y lectores
La unidad entre algunos de mis ensayos tiene la intención, tal vez desmedida, de esbozar una síntesis totalizadora. Esto me obli¬ga a ser reiterativo porque no puedo saber qué recuerda el lector de mis libros anteriores si es que los ha leído. El más atento tendrá la impresión de cierta familiaridad ante alguna página, aunque con agregados y modificaciones y en un contexto distinto que dará un significado nuevo a las reiteraciones.
Sócrates decía que prefería conversar a escribir porque los libros repiten siempre lo mismo. Creo, por el contrario, que con cada relectura se descubre algo nuevo. El paso del tiempo que todo lo transforma, con los recientes acontecimientos, las nuevas lecturas y reflexiones; la misma idea, el mismo tema cambia porque el lector ya no es el mismo que fuera; conscien¬temente o no, deviene un recreador del texto, un cambio en la continuidad. Una lectura atenta no es un acto meramente pasivo, quien lea como el espectador de arte es un creador a su manera, en una relación múltiple que contempla no solo la del lector con el autor, sino la de ambos consigo mismos y con to¬dos los que participan de la actividad solitaria y a la vez com¬partida de la lectura.
Escribo para disuadir, para convencer de que mi interpreta¬ción es, no diré la verdadera, pero sí la más adecuada aunque siempre expuesta a ser modificada por nuevos descubrimientos, por distintas experiencias. Algunos de mis críticos me reprochan no tanto las repeticiones sino las contradicciones sin percatarse de que solo el que no piensa, no cambia y permanece inmutable, aferrado a su pasado, se resiste a la crítica de su error.
Otra complicación que encontró el autor y tal vez advertirá el lector es la estructura del libro: temas comunes a todas las religiones —por ejemplo su reacción ante la sexualidad— pero que no pueden dejar de reiterarse cuando se trata de cada credo en particular. En estos casos no hay otra escapatoria que acudir a la gastada muletilla de “como dijimos antes” o “como dire¬mos luego” según el orden en que aparezca la repetición.
Relacionado con este dilema aparece otro, y es la decisión aparentemente contradictoria entre haber estructurado el texto según los hechos concretos y la cronología histórica en algunos momentos y en otros, en cambio, preferir el contenido inma¬nente del tema, dejando de lado el orden de los acontecimientos y atento al procedimiento interdisciplinario y multidisciplina¬rio que el carácter dual del tema requería.
También me adelanto a las críticas de historiadores acadé¬micos muy rígidos que reprochan a los biógrafos detenerse en anécdotas de la vida personal de sus personajes, distrayendo de su obra o quitándoles el aura de grandes hombres para verlos en pantuflas por el agujero de la cerradura. Asimismo, advier¬ten que el historiador descendería al lugar del valet. Sin embar¬go, desde Vidas paralelas, de Plutarco, creador de la biografía histórica, hasta los mejores biógrafos contemporáneos recurren a aspectos aparentemente nimios pero que ayudan a conocer la psicología, el carácter moral y el comportamiento del personaje, así como el contorno y la época en que debió actuar. De este modo se devela el hombre de carne y hueso detrás de la estatua de mármol, se descubren sus debilidades humanas más allá de la falsa retórica de la hagiografía o el discurso celebratorio. A imitación de estos antecesores me atreveré a buscar lo significa¬tivo en lo insignificante cuando analice a grandes personalida¬des históricas, desde Jesús al papa Francisco.

Teología entre filosofía, sociología y teoría política
Contra el antisistematismo y el fragmentarismo posmoder¬no, creo que el pensamiento debe ser sistemático porque existe una continuidad de la historia; pero como no hay un “fin de la historia”, debe ser un sistema abierto, cambiante, inconcluso, consciente de lo que aún se desconoce y, por lo tanto, autocrí¬tico. La realidad nunca se agota, no se puede trazar la raya ni hacer la síntesis final antes de tiempo.
Una de las preocupaciones predominantes en mis escritos ha sido la relación entre el individuo y la sociedad, que remite, a su vez, a la relación entre la humanidad y el universo, y lleva a las preguntas fundamentales sobre el ser en general, sobre el sentido del ser de todas las cosas, sobre la fundamentación de los valores. Estos temas pertenecen a la filosofía, más especial-mente a la metafísica, término desprestigiado por el pensamien¬to moderno que la vincula con lo sobrenatural, lo espiritual, lo religioso, y la ha sustituido por el secularizado de ontología, una metafísica desteologizada.
Este estudio de la religión me obligó a deslizarme en una doble perspectiva: histórica y filosófica. La historia se orientó a la filosofía de la historia y esta, a su vez, a una historia univer¬sal, de raíz hegeliana, que espantará a los hiperespecialistas. El propio Weber mandó despectivamente al cine a los buscadores de “panoramas”.
La filosofía, por su parte, es dirigida, en esta obra, hacia una cosmovisión. Weltanschauung era una palabra fetiche al comien¬zo del siglo pasado y hoy está casi excluida de los libros “se¬rios” de filosofía. “Historia universal” y “cosmovisión” son dos conceptos modernos y por eso rechazados por el paradigma de los posmodernos que niegan incluso su legitimidad académica. Los lectores de mis libros saben que, conscientemente, van con¬tra la corriente. Corro el riesgo de ser estigmatizado como un fundamentalista ilustrado; yo preferiría más bien ser un funda¬mentalista del antifundamentalismo.
Tal vez encuentre una forma de conciliación con los posmo¬dernos, en su consideración de otras disciplinas sumadas a las clásicas. Además incursiono con desparpajo en las ciencias du¬ras al interesarme por la llamada “ciencia del todo” que procura la unificación de lo más pequeño con lo más grande del universo y que, en cierto modo, se uniría a la filosofía “cosmovisionaria” en su búsqueda de respuestas al principio de todas las cosas.
La teología cree que las preguntas últimas le pertenecen con exclusividad y coincide sin proponérselo con el error simétrico de cientificistas y positivistas que limitan la ciencia exclusiva-mente al mundo material, a las ciencias naturales, con menos¬precio de las ciencias humanas que no ofrecen un conocimiento duro, exacto. No todos los científicos, sin embargo, piensan así; tanto los clásicos Galileo o Newton como los modernos Einstein o Schrödinger se preocuparon por la fundamentación filosófica de sus teorías científicas.
Es preferible sustituir el término materialismo —usado por los cientificistas— con el de realismo en tanto alternativa de idealis¬mo. Este último concepto implica utopía pero también valores que son inmateriales aunque pueden ser reales o fusionarse, como intentara Hegel al definir la dialéctica como idealismo ob¬jetivo, o ideal-realismo, superación de ambos términos. Marx, definido erróneamente por los marxistas vulgares como mate¬rialista, señalaba, en la primera tesis sobre Feuerbach, el defec¬to del materialismo, que solo toma en cuenta el objeto pero no como actividad sensible, humana, como práctica: “Por eso el lado activo es desarrollado de manera abstracta, por el idealis¬mo en oposición al materialismo”.
Materialismo se opone a espiritualismo, un concepto religio¬so. Pero los opuestos suelen confundirse; el materialismo pudo transformarse en un dogma casi religioso: el “materialismo dialéctico” de los estalinistas. Sin caer en esa deformación, hay doctrinas contemporáneas ateas, materialistas metafísicas, aun¬que no acepten ese término, que quedan atrapadas igualmente en el dogmatismo de las religiones y afirman con certeza lo que no pueden comprobar. Es necesario replantearse los temas ontológicos liberados de la teología con los que frecuentemente se identificaba la vieja metafísica.
Una filosofía de los fines últimos se desprenderá del fundamento en la fe, la intuición, la revelación, la tradición o la autoridad, afirmándose solo en la razón y la experiencia, en la teoría y la práctica, en el análisis reflexivo y crítico, cuidando no contradecir las comprobaciones empíricas de las ciencias naturales y de las ciencias sociales y a la vez evitando que estas —como en el positivismo y en el cientificismo— intenten suprimir la filosofía. Tampoco puede quedar la filosofía en un ecléctico término medio entre teología y ciencia, sino en una alternativa autónoma válida en sí misma y cuya especificidad reside en la interrelación de lo abstracto y lo concreto, de lo general y lo particular. Albert Einstein advirtió sobre las tentaciones y peligros de la metafísica y de la antimetafísica:
El miedo a la metafísica es una enfermedad de la actual filosofía empírica (…) contrapeso a aquel anterior filosofar en las nubes que creía poder deshacerse de lo dado a los sentidos y poder prescindir de él.
Hoy se multiplican las interpretaciones multidisciplinarias de la religión que suman a los métodos teológicos, los histó¬ricos, sociológicos, psicológicos, arqueológicos, antropológicos, cosmológicos, filológicos, geográficos, lingüísticos, literarios, y someten las viejas explicaciones dogmáticas a una severa críti¬ca. Los fundadores de la disciplina sociológica, Émile Durkheim y Max Weber, han sido a la vez los creadores de la sociología de la religión.
También, como fenómeno que implica a las masas, las re¬ligiones son pasibles de ser objeto de estudio de la psicología social nacidas junto a la aparición del psicoanálisis: Freud en El porvenir de una ilusión y los psicoanalistas heterodoxos desde distintas perspectivas, la psicología humanista de Erich Fromm, el freudomarxismo de Wilhelm Reich; y aun las confusiones del psicoanálisis esotérico de Carl Jung.
Esta pluralidad enriquecedora tiene su contrapartida porque predispone a la deformación del reduccionismo, que absolutiza uno de los enfoques desechando a los demás, o a la subordinación a las modas intelectuales encandiladas por las teorías novedosas. La religión, como cualquier otra actividad humana, obliga a referirla en su contexto histórico. Cualesquiera sean las efusiones imaginativas y emotivas de los hombres hacia la religiosidad, es imposible dejar de cotejarla con las manifestaciones reales de las religiones en la historia, es decir correr el riesgo de la desilusión al comparar los símbolos con los hechos, el mito con la realidad, lo subjetivo con lo objetivo. Imprescindible es la observación no solo de los dogmas teológicos, sino la confrontación de los anhelos de amor, paz y fraternidad predicados por el cristianismo y otros credos, con la historia de opresiones, injusticias y crímenes que involucraron a todas las religiones.
Ernest Renan decía en Vida de Jesús: “Hay una cosa que el teólogo no sabrá hacer jamás: historiar. La historia es esencialmente desinteresada. El teólogo tiene un interés: su dogma”. El espíritu crítico obligaría al creyente a renunciar a la fe en la revelación divina a través de los libros sagrados, a la sumisión a la autoridad de la Iglesia y a su moral inmutable y eterna, si la observa a la luz de los cambios de los tiempos.
El hecho de que las religiones merezcan la condena en un tribunal de la historia no prueba la existencia o no de entidades supranaturales. Han sido forjadas por los hombres, pero ofrecen una concepción del mundo cuya existencia trasciende lo humano y como tal exige una crítica inmanente, tarea de la filosofía de la religión, que será el tema de los últimos capítulos de este libro.
Creo haber alcanzado una etapa en la cual, liberado de mu¬chas inhibiciones y de temores, me siento capaz, no de llegar a la respuesta final, pero sí, al menos, de formular las preguntas imprescindibles. En el conocimiento de los hechos históricos de las religiones he tratado de ceñirme a la objetividad y la impar¬cialidad que el estadio de las ciencias actuales permiten. Pero, a la vez, debo admitir que, en la interpretación de los hechos, no eludo la parte de subjetividad implícita en los juicios de valor y no dudo de que inevitablemente predisponen al debate. Ser objetivo no implica ser neutral, ambos conceptos son distintos pero no excluyentes.
Intromisiones autobiográficas
Los historiadores antiguos tenían la costumbre de prologar sus libros con una introducción autobiográfica para señalar la época y la sociedad desde las que partían. San Agustín no dudó en acompañar sus tratados religiosos y filosóficos con sus Confesiones incluyendo en sus reflexiones los aspectos más secretos de su propia vida.
Tampoco los filósofos —René Descartes— eludieron la au¬tobiografía. Esta prestigiosa tradición de comenzar con la vida del autor me disculpa de distraer al lector con unas breves notas personales que, como se verá, no son un desvío sino un ejemplo de la incidencia de los individuos en la filosofía y de la religión.
Disociar la reflexión filosófica de lo autobiográfico, rechazar como dato superfluo esa experiencia, implicaría negar que la dimensión subjetiva es la otra fase de la objetividad. Lejos del positivismo, que impone la despersonalización, y de algunos posestructuralistas extremos que llegan a aconsejar la autoeli¬minación del autor y más cerca de los antiguos, me atreveré a comenzar este ensayo con el relato de mis experiencias acerca de la religión.
No desconozco los condicionamientos de mi manera de pensar. Si hubiera vivido en otros tiempos y en otros lugares, si me hubiera relacionado con otra gente, leído otros libros, mi pensamiento sería tal vez distinto pero en ese caso no sería yo, sino otra persona. Mi libertad consiste en haber elegido un camino singular dentro de las circunstancias que me han sido dadas.
Mi situación inicial respecto de la religión estuvo llena de contradicciones. Me formé en una sociedad donde el catolicis¬mo era la religión mayoritaria y en una familia conformista ante todo lo establecido. Buenos Aires fue, en el siglo XX temprano, una ciudad moderna y cosmopolita, como consecuencia del go¬bierno progresista de Roca que enfrentó a la Iglesia y al partido católico e impuso la secularización de la sociedad y la educación laica. Sin embargo, la laicización quedó a medias, los liberales conservadores no se atrevieron a la separación de la Iglesia y el Estado como sí lo hicieron, en cambio, en los países vecinos, Uruguay y Brasil. Esta ambigüedad de la elite argentina frente a la Iglesia se debió a concebir la religión como un freno a las luchas sociales de las clases trabajadoras. Esta ambivalencia no dejaría de tener repercusiones en los hábitos y creencias de la sociedad civil, que se sometería a los formalismos de la religión pero con indiferencia y distancia.
Los vaivenes de la política nacional no dejaron de afectar a los individuos y las familias con sus propias normas de vida, que no siempre coincidían con las impuestas por la Iglesia. Los hijos de inmigrantes de comienzos del siglo XX, como mi familia, habían suavizado la religiosidad de las aldeas europeas de donde procedían y se limitaban a los ritos del casamiento, bautismo, primera comunión, funerales y, una vez al año a lo sumo, y a veces ni eso, la asistencia a misa, prueba inalterable de que la religión no estaba demasiado presente en la vida cotidiana.
El laicismo, debe reconocerse, solo lo fue a medias pues admi¬tía la libertad de cultos pero no la igualdad ya que el catolicismo era privilegiado. La Iglesia intentó recuperarse en plena república conservadora: el presidente Agustín P. Justo era liberal, tal vez masón, pero su poder político era débil y creyó acrecentarlo apoyándose en el clero. Recuerdo borrosamente, tenía tres años, el primer acto de multitudes en las calles de Buenos Aires que concitó la Iglesia: casi un millón de personas asistió al Congreso Eucarístico Internacional con la presencia del cardenal Pacelli, futuro papa Pío XII. Este acto, sin embargo, más que el renacer de la fe —proclamado por los católicos—, reveló la adicción de la sociedad argentina a los eventos colectivos. Para esa época ocurrieron dos acontecimientos similares: los multitudinarios cortejos fúnebres de Hipólito Yrigoyen y de Carlos Gardel, lo que relativiza la súbita devoción del pueblo argentino. El Congreso Eucarístico revelaba además otro síntoma, las relaciones de la política con la religión. En cuanto a la sociedad argentina no ocurrió una conversión colectiva como se pretendió. Una en¬cuesta realizada por esos años mostraba que, de los autodeno¬minados católicos, solo el veinte por ciento era practicante.
Buenos Aires fue un modelo de sociedad cosmopolita —un melting pot— la mayoría eran extranjeros, inmigrantes recién llegados, o hijos de estos, y frecuentes los matrimonios mixtos; la discriminación, el racismo, el etnocentrismo difícilmente pa¬saban de parodias de sainete. El antisemitismo se limitaba a jó¬venes de familias patricias, que defendían un supuesto “ser na-cional”, pero estos conflictos no llegaban a las nuevas clases. En las clases medias estaba tan diluido como el propio catolicismo. El pogrom de la Semana Trágica fue uno de los pocos actos que repercutieron en esos años. Al poco tiempo estalló la Segunda guerra mundial y desde entonces los judíos ya no pasarían inadvertidos.
Mi educación religiosa, en la década del treinta, fue expresión de la ambivalencia predominante en la ciudad: mi madre convencional y respetuosa de todas las ceremonias, por conformismo a los códigos sociales más que por fe, permitió que tomara la primera comunión en la iglesia del barrio frente a la Plaza Constitución —Inmaculada Concepción—, previas clases de catecismo. Aunque lejos de ser crítica de la religión era de¬masiado apegada a lo cotidiano. La religión para esos sectores sociales —clase media baja en una época de transición entre una república conservadora y la sociedad de masas— se tra¬taba de un mero formalismo despojado de toda espiritualidad. Mi madre, a la vez que me hizo cumplir puntualmente con los rituales básicos, desalentó toda continuidad en mi práctica religiosa despidiendo fríamente a una catequista que vino a bus¬carme, después de la primera comunión, para seguir partici¬pando en las actividades de la parroquia. No me perturbó esa actitud materna porque, aunque yo entonces tomaba en serio las cuestiones de la religión, al mismo tiempo era indiferente y con los años sería adverso a toda ceremonia tanto religiosa como patriótica.
Mis relaciones ante la religión fueron atípicas, imposibles de cuantificar en las estadísticas. Mi fe fue siempre problemática; una temprana inquietud me había atormentado con insegurida¬des, desorientación y hasta dudas inusuales en un niño. En la primera confesión —a los ocho años—, ritual previo a la prime¬ra comunión, frente al asombrado sacerdote dije, con un angus¬tiado sentimiento de culpa y vergüenza, que mi mayor pecado era dudar a veces de la existencia de Dios. El cura, ante una situación tal vez, para él, inédita, solo atinó a balbucear —¡Qué sería de todo esto sin Dios!— y ni siquiera intentó convencer¬me; sospecho que era un hombre de pocas luces.
En realidad yo no sabía si creía o no creía, era algo más com¬plicado que plantearse tranquilamente la no creencia, me cues¬tionaba, oscilaba entre las dos caras de una paradoja, de la que tardaría en salir. Pienso, a la distancia, que esos pocos minutos en el confesionario fueron un momento decisivo en mi infan¬cia porque había puesto en palabras y ante otro lo que venía diciéndome a mí mismo en silencio. Salí de esa experiencia con la conciencia inconsciente de que lo aparentemente verdadero, no solo Dios sino la existencia humana y el universo todo, era sin embargo problemático y que ni el sacerdote ni mis padres podían sacarme de la duda. Debía resolver por mi cuenta ese dilema. Descubría, aunque en forma irreflexiva, que era al¬guien diferente de los demás; se me revelaba la subjetividad —un “pienso luego existo” prematuro— y con ello, indisolu¬blemente unida, la revelación de la libertad de decidir por mí mismo.
Aquella precoz vivencia infantil de la duda fue el germen de mi futuro espíritu crítico, de mi búsqueda llena de interrogan¬tes ante la multiplicidad de opciones. Mi existencialismo de la juventud y mi agnosticismo de la madurez no fue una actitud intelectual producto de reflexiones y lecturas a lo largo de los años, provenía de una intuición infantil que entonces no podía explicarme y que devendría en mi madurez en un agnosticismo sereno y racionalmente adoptado.
También aquella primera confesión reveló algunos rasgos personales: decir siempre lo que pienso aunque esto pudiera provocarme la marginación, tener la osadía de ir contra la co¬rriente, formar parte de una minoría enfrentada a la inmensa mayoría. Nunca había escuchado a nadie hacer planteos sobre la existencia de Dios. En esos años no tenía noción de que exis¬tieran ateos o escépticos o agnósticos; no los había ni se hablaba de ellos a mi alrededor, pensaba por lo tanto que era el único, un monstruoso yo.
En mi entorno ninguno dudaba de Dios porque nadie se hacía esas preguntas. No se hablaba de religión entre la gente común. Incluso había una frase hecha que prescribía en las reu¬niones familiares: “En la mesa no se habla de religión ni de polí¬tica”. Hoy la política provoca estridentes discusiones; no ocurre así con la religión, ya pocos se acuerdan de Dios.

Problemas de la crítica de la religión
La mayoría de los individuos pertenece a la religión de sus padres y del lugar donde nació. Nadie elige su religión, la he¬reda. Cambiar de religión o romper con todas es ir contra la corriente; para eso se precisa una voluntad, una personalidad muy definida, la osadía de animarse a ser distinto y sobre todo a ejercer la actitud, poco frecuente, de pensar por sí mismo. La duda instintiva y no la fe irrestricta es algo inherente a la con¬dición humana; sin embargo, casi siempre es apagada por una igualmente inherente predisposición a la credulidad ingenua, o a la conformidad con el entorno, o a la pereza de pensar; la religión es aceptada por rutina, por espíritu gregario, rara vez criticada y ni siquiera razonada.
Después de mi infancia en la república conservadora, en la escuela laica y en un clima de indiferentismo religioso, algo cambió en mi país. El 4 de junio de 1943 había estallado una “revolución”, como se llamó al golpe militar. Ese día sería un hito del comienzo de un nuevo paradigma: el ciclo del mili¬tarismo que instaló el mito de la nación católica aunque con ciclos algo diferenciados: el período populista del peronismo, dictaduras militares más duras o más suaves y algunos fuga¬ces y débiles gobiernos civiles controlados por los militares. El catolicismo era un elemento esencial del ser nacional. Esta ideología se prolongó durante cuarenta años hasta la recupe¬ración de la democracia y de las libertades civiles en 1983.
De la escuela laica de mi infancia pasé, en la adolescencia, por un período escolar de educación católica impuesta con in¬diferencia porque no debía ser sino un aderezo para la religión política del peronismo. En la escuela secundaria las clases de religión las daba un cura tradicionalista, opuesto a las interpre¬taciones críticas que veían las penas del infierno como sufri¬mientos espirituales. Según el profesor no debía considerarse el fuego como un símbolo, era real, y su finalidad castigar el orgullo de los pecadores y doblegados de dolor ante un mero elemento físico. Esos eran los argumentos que recibían, hacia mediados del siglo pasado, los adolescentes de la escuela se¬cundaria de un centro urbano. El objetivo era infundirles terror ante el pecado que, a esa edad, estaba relacionado principal¬mente con el inicio sexual. Esa educación represiva engendraría en muchos jóvenes un rencor hacia la religión que perduraría por el resto de sus vidas.
Mi evolución respecto al tema religioso no fue demasiado dramática pero tampoco rápida. A pesar de mis precoces dudas, pasé por variadas etapas. Las tempranas lecturas me indujeron a relativizar la moral religiosa y aun la rudimentaria enseñanza de la historia de la escuela secundaria me bastó para alejarme de la ortodoxia católica. A los quince años, al estudiar el capí-tulo dedicado a la Reforma Protestante y las luchas religiosas que le siguieron, me chocó la conducta fanática e intolerante de la Iglesia Católica. Tuve así mis primeras discusiones sobre religión con un compañero, Juan Carlos Scannone, ya entonces ferviente católico y luego personalidad descollante en la Com¬pañía de Jesús, filósofo de la teología de la pobreza y profesor de Bergoglio.
Con Scannone formábamos un raro dúo; discutíamos con es¬casos recursos sobre grandes temas, teníamos poco en común pero nos unía la diferencia con el resto de los compañeros, es¬tábamos entre los pocos que hablábamos de algo que no fuera fútbol y éramos vistos como bichos raros por el resto de la clase. En los esporádicos encuentros posteriores, el afecto no dismi¬nuyó a pesar de que las diferencias de pensamiento se profun¬dizaban.
El azar domiciliario —Scannone vivía en una casa de la calle Corrientes cerca de Callao— lo condujo a la iglesia cercana del Salvador. Desde entonces encontró allí un refugio y a uno de los mentores espirituales de su adolescencia, Ismael Quiles, en tanto yo seguiría por un tiempo sin rumbo claro en el mundo de las ideas.
Por contraposición al catolicismo sentí curiosidad por el pro¬testantismo, aunque en los años cuarenta era muy diferente del actual. Acudí al templo evangélico de mi barrio pero recibí una desilusión. Distinto de los numerosos y populares evangelistas actuales, entonces tenía escasos fieles, la mayoría mujeres an¬cianas y de ascendencia anglosajona; me sentí fuera de lugar. Además de mi rechazo personal a los ritos, me molestaron los monótonos cánticos de los fieles evangelistas.
Seguí, por un tiempo, mi errancia por diversos cultos no impulsada por la búsqueda desesperada de una fe, sino por la insaciable curiosidad que ha sido estímulo de mi ansia por el conocimiento. Me convertí en religioso a distancia pero no indiferente; anduve merodeando por las religiones esotéricas y orientalistas: el espiritismo de Allan Kardec, la teosofía que había tenido un auge a comienzos del siglo. La Sociedad Teo¬sófica, cerca de Plaza Once, era más animada y colorida que el severo templo evangélico; pero cuando intenté leer a Helena Blavatsky advertí pronto el fraude. Ese merodeo por religiones marginales se repetiría después con las filosofías, con los gru-pos políticos por los que rondaba sin entrar en ninguno y, aun en otro plano, con los vagabundeos eróticos. En cierto modo, en solitario y prematuramente, estaba realizando las mismas ex¬periencias que harían años después los jóvenes rebeldes de los centros urbanos del mundo occidental.
Mis incansables recorridos por bibliotecas y librerías de viejo de la calle Corrientes eran más frecuentes que mis breves pasos por los templos exóticos. Así fue como un día, revisando libros usados, me encontré por casualidad con Del sentimiento trágico de la vida de Miguel de Unamuno. Fue un encuentro decisivo: descubrí, ante todo, el género del ensayo que desde entonces adoptaría. El pensador español me ayudó, aun con sus errores, a salir del catolicismo ortodoxo y, por caminos oblicuos, me condujo a la primera filosofía que conocí: el existencialismo.
El precoz experimentador de las religiones, que había sido hasta entonces, se convirtió en el buscador de filosofías y, des¬pués, de grupos políticos y de agrupaciones informales reuni¬das por gustos comunes, en el interior de las cuales siempre fui un heterodoxo. Optaba por la disidencia, por lo general solo, pero siempre orientado por la racionalidad más que por el sen¬timiento, por la comprensión más que por la creencia. Solo mu¬cho más tarde percibí que no existía la unanimidad en los gru¬pos; que se disgregan en sectores más pequeños en pugna, entre sí, y acaban dividiéndose por cariocinesis. Descubrí así que lo colectivo de la sociedad en su totalidad no es sino la suma de las interrelaciones conflictivas de los individuos.
Enterado que Unamuno era considerado un precursor del existencialismo, la filosofía entonces de moda, me apresuré a buscar las obras de Jean-Paul Sartre. Pronto advertí el error de confundir a Sartre con Unamuno y abandoné al español. Sartre fue el primer autor ateo que leí y, por un tiempo, sin cuestionar¬lo demasiado, me consideré ateo, aunque el ateísmo sartreano era una posición puramente moral dirigida contra el nefasto pa¬pel de la Iglesia y las religiones, visión que sigo compartiendo. Pero su desinterés por las ciencias fue una carencia. En mi obse¬sión por desentrañar los enigmas del universo no me ayudaba Sartre, despreocupado por los problemas últimos.
La vida y las muchas lecturas me transformaron en un out¬sider de la filosofía y la política, o en una palabra fuera de uso: un librepensador. He sostenido mis posiciones siempre en mi nombre sin adherir a dogma alguno. En materia religiosa desemboqué en el agnosticismo y lo considero hasta hoy la pers¬pectiva más adecuada para una visión racional, humanista y crítica.
En el clima creado por una religión basada en el pecado, el despertar del sexo, como en todos los adolescentes de mi genera¬ción, fue ensombrecido por sentimientos de culpa, de vergüenza, de miedo y hasta de asco por el cuerpo. No conocí esa alegría de vivir vinculada con la sexualidad desinhibida hasta entrada la juventud. Esa angustia de los adolescentes del siglo XX temprano es algo inimaginable para las generaciones nacidas después de la revolución de las costumbres y la liberación sexual experimenta¬da en los últimos tramos del siglo pasado. La religión encontrará en el tabú sexual una poderosa fuerza de dominio sobre las con¬ciencias que hoy ha perdido. Contrariamente al estereotipo pre¬juicioso que etiqueta al no creyente como un amargado, desde mi alejamiento de la religión tuve por primera vez la sensación de ser libre, de vivir con mayor plenitud y conocer, no el estado de felicidad, sino momentos fugaces de alegría y de goce. Al libe¬rarme de la cárcel religiosa percibí que muchas puertas se abrían ante horizontes desconocidos y antes vedados.
Mi religión personal fue atípica, pero nadie escapa del todo a su época. Los efectos estupefacientes de la religión en la for¬mación de mi personalidad no constituyeron un caso individual, sino una muestra de la historia de vida de los adolescentes y jó¬venes, varones o mujeres, durante los dos mil años de someti¬miento a la moral judeocristiana. Aunque el cristianismo no ten¬ga hoy el poder opresivo de otros tiempos, tampoco garantiza una vida buena. Esta puede darse en un no creyente, del mismo modo que el creyente no está libre de desdichas. Dios, para unos y para otros, está ausente en nuestra vida diaria y no dependen, por lo tanto, de él nuestros dolores o nuestras alegrías.
Debo admitir que el fin de la represión religiosa en las socie¬dades modernas no ofreció un nuevo sentido de la vida; más bien ha sido sustituida por la anomia, la ausencia de valores, la superficialidad, el vacío. Este fenómeno provocó la presencia de ciertos revivals religiosos aunque muy distintos de la religión tradicional y con frecuencia más fantasiosos que aquella.
A pesar de todos los cambios, aún quedan resabios de las prohibiciones religiosas. Me temo que los obstáculos que me im¬pidieron satisfacer mis deseos durante la adolescencia vuelvan a aparecer en la vejez cuando me nieguen el derecho a tener una muerte buena, a elegir libremente mi propia muerte el día que ya no tenga expectativas de seguir llevando una existencia dig¬na según mi entender. La eutanasia, como el aborto, el control de la natalidad, la disolución de los lazos matrimoniales, la po¬sibilidad de la mujer a decidir sobre la maternidad, la elección de la orientación sexual y todas estas reivindicaciones, implica el ejercicio de usar libremente el propio cuerpo. Este es un de¬recho humano esencial aunque ha sido negado y lo sigue sien¬do, con excepciones, por todas las religiones y por los Estados vinculados con ellas. No pueden hablar de democracia quienes se niegan a defender la autonomía individual frente a supuestos valores colectivos que no son sino la sujeción a dogmas y a ideo¬logías autoritarias.
Ansia de saber
Un argumento básico para encarar las preguntas últimas es discernir si el conocimiento humano está capacitado para des¬cubrir el enigma del universo y los misterios de la vida, o estos seguirán permaneciendo cerrados. Las religiones creyeron du¬rante largo tiempo que la respuesta estaba en los libros sagra¬dos o en los dogmas establecidos o en las autoridades eclesiás¬ticas que se arrogaban el derecho a la verdadera interpretación. Hoy los teólogos modernos no están tan seguros de las pruebas de la existencia de Dios formuladas por Santo Tomás y prefie¬ren admitir que Dios es un misterio y solo se puede recurrir a la confianza y la fe sin pruebas.
Mi evolución de la religión a la filosofía se basó en los libros, pero no ya en los sagrados. Mis primeros conocimientos de his¬toria del cristianismo se deben a Charles Guignebert y mis refe-rencias a la teología son deudoras de un teólogo heterodoxo a quien descubrí tardíamente: Hans Küng, desautorizado por la Iglesia. Por mucho menos de lo que dice Küng, en otros tiem¬pos lo hubieran quemado en la hoguera. Mi antiguo condiscí¬pulo Scannone me comentó que Küng era lo más protestante que puede ser un católico y lo más católico que puede ser un protestante. Yo iría más lejos y diría que Küng es lo más creyen¬te que puede ser un agnóstico y lo más agnóstico que puede ser un creyente, sobre todo si se considera uno de sus libros de ma¬durez: El principio de todas las cosas. Ciencia y religión (2005). Esta indecisión en los límites posibilitó la recepción intelectual a la distancia de un lector agnóstico de su misma generación pero de una procedencia, una vida y una formación muy distintas.
La religión es el objeto de reflexión de los filósofos, las reli¬giones lo son de los historiadores, decía Guignebert. La religión —o teología— debería interpretarse desde el contenido inde-pendiente de todo el entorno histórico, social, político y las reli¬giones, por el contrario, dando mayor énfasis al contexto en que se han creado y desarrollado.
El textualismo se ha convertido en un dogma entre los poses¬tructuralistas. Inducidos por los lingüistas y los críticos litera¬rios —Jacques Derrida decía: “No hay nada fuera del texto”—, nada se puede hacer sino interpretar las interpretaciones de los teólogos o los sacerdotes o los creyentes.
Los contextualistas, en cambio, reconocen que las religiones han sido creadas por hombres y se desarrollaron en la historia, en determinadas épocas, y están relacionadas con intereses políticos y sociales. Los hechos que producen las religiones en este mundo pueden ser verificados y estudiados por la historia y las ciencias humanas. En las sociedades democráticas y laicas, los especialis¬tas en historia de las religiones gozan de libertad para analizarlas mediante el conocimiento racional, asimismo del derecho a juz¬garlas, sin eludir la crítica de sus lados perversos o falsos.


El abate Alfred Loisy fue uno de los primeros críticos del cristianismo desde el interior de la Iglesia, aunque pronto debió alejarse de ella. Los teólogos ortodoxos y la jerarquía eclesiásti¬ca cuestionan las interpretaciones basadas en la historia y en la razón, a las que oponen las categorías de lo eterno y la fe. Por otro lado, el paradigma actual de las corrientes posmodernas también rechaza la interpretación racionalista pero desde una orientación opuesta, no ya desde la Verdad inmutable y eterna, sino desde el relativismo histórico y cultural, y la impugnación de todo conocimiento universal y objetivo.
Al criticar el relativismo2 se corre el riesgo de coincidir con “compañeros” de ruta provenientes del pensamiento re¬ligioso de derecha: el neoconservadurismo inspirado por Leo Strauss, el elitismo culturalista de Allan Bloom, el fundamen¬talismo evangélico estadounidense o la teología católica de Joseph Ratzinger.
Los relativistas apelan a ciertas coincidencia para desvalo¬rizar el antirrelativismo racionalista incurriendo en argumenta¬ciones engañosas. La “falacia de composición” presupone que la coincidencia de una de las partes implica la coincidencia del todo. La falacia de “la mala compañía” cuestiona una idea si es sostenida también por otros personajes o entidades despres¬tigiadas, en este caso sería la Iglesia, eludiendo de ese modo tener que argumentar sobre la idea en cuestión. El uso de fala¬cias y sofismas consigue reacciones emocionales, cierto impacto psicológico, pero carece de toda validez lógica; el acuerdo en al¬guna de las conclusiones no implica que lo haya también en las premisas. Así se confunde una premisa posible con una necesa¬ria y se desconocen otras opciones que fuera de las tradiciones y de la religión rechazan igualmente al relativismo.
En tanto asumo un racionalismo crítico y humanista, y creo en la objetividad y universalidad de las ideas, niego que la al¬ternativa al relativismo sea una verdad dogmática revelada e inmune a toda crítica. Admito la legitimidad de la interpreta¬ción inmanente de las ideas que reclama ser reconocida por su contenido y no reducidas al contexto histórico; considero tam¬bién válida una exégesis desde el punto de vista de la historia, ya que las religiones se desenvuelven en condiciones sociales, políticas, económicas y culturales, son obra de los hombres, están representadas por instituciones que intentan ordenar el comportamiento de los individuos y de los pueblos.
La religión, en cuanto tal, está obligada a contemplar el pro¬blema filosófico y teológico de la existencia de Dios, y a la vez el análisis desde la perspectiva histórica, la íntima relación entre religión, política y sociedad, y entre teología, teoría política y sociología. Hay pues dos caminos distintos pero no contrarios sino complementarios para encarar el estudio de la religión. Uno es desde los aspectos puramente metafísicos o supranaturales, pero estos, como mostraré más adelante, no pueden ser justifica¬dos racionalmente, porque niegan toda razón no basada en la fe o buscan fundarse en experiencias místicas, que son incomuni¬cables, ni por el martirio de algunos de sus devotos, argumentos inútiles ya que aun las causas más perversas tienen sus mártires y sus héroes.
El otro camino lleva a tener en cuenta el desarrollo de las re¬ligiones a través de los tiempos y como obra de los hombres: en este caso, como ya lo he señalado, los acontecimientos religio¬sos, aunque puedan ser discutidos, son verificables desde una amplia gama de las ciencias humanas. También es cierto que, a medida que se complejizan esos conocimientos, la religión va perdiendo su autoridad.
El propósito de esta obra es observar la religiosidad desde ambas perspectivas. Ante las creencias en entidades inverifica¬bles como Dios, el “más allá” o el espíritu, experimento solo in-certidumbre y perplejidad. En cuanto a la religión vista a la luz de las ciencias históricas y sociales, utilizaré el método del rea¬lismo crítico. La ciencia debe a su vez ser sometida a la crítica sobre todo cuando deviene cientificista, actitud en la cual han caído el positivismo o el materialismo metafísico. Ambos han afirmado lo que no pueden demostrar, recayendo en un modelo tan dogmático como la religión que intentan desmitificar.
Distante de todas las religiones, soy respetuoso de su diver¬sidad y de la libertad de expresión de los creyentes, siempre y cuando no pretendan inmiscuirse en la vida de los que no com¬parten su credo ni presionar en las instituciones públicas para lograr el objetivo de imponer un estilo de vida único. Defiendo los principios de la libertad de conciencia y la laicidad, y soy contrario a las teocracias o los Estados confesionales así como también al poco frecuente ateísmo de Estado.
Algunos posmodernos que se han volcado hacia la religio¬sidad reprochan a la tradición moderna, ilustrada, humanista y racionalista el haber olvidado o censurado el tema religioso. He destinado trabajos anteriores a la defensa del racionalismo y a la crítica de los posmodernos, y aunque me he referido con frecuencia a los vínculos entre religión y política, en especial en los sistemas populistas, considero necesario dedicar mayor atención al contenido intrínseco del significado de la religión y de lo sagrado, y ese es el objetivo de este libro.
Esta predisposición a la errancia ideológica entre las religio¬nes, las políticas y las filosofías, un afán nunca saciado de cono¬cerlo todo y una indecisión inicial por la forma y el fondo que adoptaría mi vocación de escritor tal vez me impulsó a buscar una concepción del mundo y de la vida abarcadora de todo, con el riesgo de ser juzgado como un diletante, un generaliza¬dor. Sin embargo, hoy las ciencias humanas han dado estatus académico a lo interdisciplinario y lo multicultural. Reivindico el género del ensayo que me permite transitar libremente por todos esos campos, aunque hoy ese género ambiguo, menos¬preciado por los hiperespecialistas, ha adquirido jerarquía aca¬démica bajo el nombre más ostentoso de “relaciones interdisci¬plinarias”.


Se me enrostrará que ante la complejidad de los conocimien¬tos actuales, es ingenuo y anacrónico tener como modelos el saber renacentista o el enciclopedismo ilustrado. Adelanto la respuesta a las críticas de los hiperespecialistas con las palabras de alguien más autorizado que yo: Erwin Schrödinger, fundador de la mecánica cuántica ondulatoria y premio Nobel en física (1933), vio como única salida de una visión universal “que alguno de nosotros se arriesgue a contemplar conjuntamente he¬chos y teorías, aun cuando sus conocimientos sean en parte de segunda mano y se revelen incompletos, lo que los expondrá al peligro de hacer el ridículo”.
Me expongo pues a quedar en ridículo, aunque es mejor ese riesgo que la cautela temerosa que no lleva a ninguna parte. Me alientan en ese camino algunos de los autores que más he ad-mirado, muchos de ellos autodidactas de genio que no fueron ajenos a nada de lo humano.
Las críticas muy habituales a esta forma de pensar suelen provenir de los partidarios del hiperespecialismo académico que reducen la investigación a una sola disciplina e incluso dentro de esta, a un solo tema, más aún a una pequeña par¬te de este, llegando así a la deformación de saber cada vez más sobre cada vez menos, al extremo de llegar a saber todo de nada. A esta altura de las investigaciones, los trabajos de primera mano suelen ser monografías limitadas a temas muy especializados. Los posestructuralistas creyeron demoler las síntesis totalizadoras, los “grandes relatos”, pero convirtieron al “fragmento” en un todo y crearon el relato de “la muerte del relato”. La justificación de los “sintetizadores” reside en que las partes no existen aisladamente sino en relación con otras partes, de ahí la limitación, unilateralidad y reduccionis-mo de la especialización absoluta.
Si bien existen compartimentos estancos, se mezclan cada vez más los géneros altos y bajos, los extremos tienden a acer¬carse. Según George Steiner, la “conversación de académicos y periodistas” es el formato dominante en la actualidad. Más allá de las relaciones interdisciplinarias se trata de una perspectiva transdisciplinaria. Entre la filosofía “académica” y la filosofía “mundana”, según términos de Kant, me encuentro a gusto con esta indefinición, un delicado equilibrio que mantiene las virtu¬des de ambos extremos y elude la trivialidad de una y la jerga iniciática de la otra. Acaso el género híbrido del ensayo que ele¬gí para expresarme contemple estas interrelaciones.
No se trata tampoco de la actitud megalómana y egocéntrica de mirar por encima a los limitados especialismos sino, por el contrario, me justifico con la gastada metáfora del enano que subido al gigante ve más lejos que este. Esta posición debe estar siempre vigilada por la conciencia de todo lo que no se conoce. Mi abundancia de citas expresa mi agradecimiento y respeto por todos aquellos que brindaron saberes a los que no hubiera llegado por mi cuenta. Al terminar este libro, como otros míos, descubro que sé mucho más de lo que sabía al comenzarlo. Su escritura ha enriquecido tanto mi conocimiento como espero acreciente el de los lectores.

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