sábado, 10 de diciembre de 2016
HISTORIA DE VIDA
Me gustaría contarles una historia del tipo "a los 27 años me encontraba en una encrucijada, perdido, sin rumbo, y por eso busqué ayuda en el budismo zen." Pero no fue así. Ni cerca.
Luego de años en la carrera de Filosofía y Letras, seguía con hambre. Esos edificios intelectuales eran imponentes, pero, para mí, inhóspitos. Había pasado de los presocráticos a Heidegger, de Spinoza a Sartre, pero seguía con hambre. Tras interminables debates de café, mi amiga Claudia Hartfiel sentenció:
-Vos tenés que leer sobre el zen.
Devoré entonces los volúmenes de Taisen Deshimaru y los dos de Suzuki. Estaba fascinado. Pero había un problema. Todos los textos sostenían que el zen no se estudia, se practica; la práctica se llama zazén. ¿Y dónde se suponía que iba a encontrar un maestro de zen?
"Llamemos a la embajada de Japón", razoné, y busqué el número en la guía. Les hice una consulta que, ahora que la pronunciaba en voz alta, sonaba por completo delirante.
-Hable con Uchiumi Sensei -me aconsejaron.
Junté coraje y lo llamé. Me dijo que fuera el siguiente sábado, a las 6 de la tarde. En un mundo sin Facebook ni Google, ignoraba que estaba yendo a visitar a Yoshihiko Uchiumi, el celebrado maestro de japonés que en 1978 había abierto un curso pionero en la UBA. Ignoraba asimismo que no iba a contratar a un sensei. Era al revés. Esa tarde el maestro decidiría si admitía un discípulo.
Nos sentamos a la mesa y me preguntó, sin preámbulos, por qué quería practicar zazén. Le respondí con la verdad: porque los libros decían que el zen no se estudia, se practica.
-Entonces practiquemos -propuso.
Visto de afuera, el zazén parece fácil, pero lleva meses lograr que esa postura deje de torturar las piernas y se convierta en meditación. Lleva años subsumir la conciencia y ver el otro lado, observar la mente vacía.
Uchiumi fue magnánimo. Esa primera sesión no duró los 45 minutos usuales, sino 20. Luego de esto, y con mis tobillos amotinados, volvimos a la mesa, me sirvió té y me dijo:
-Yo practico los sábados a las 6 de la tarde. Si quiere, puede acompañarme.
Acudí sin dudarlo, pero la técnica parecía imposible de dominar. Piernas y rodillas dolían como molidas a golpes. La espalda se rebelaba. De pronto me asaltaba un sueño indomable y tenía que aplaudir dos veces para que Uchiumi me aplicara un latigazo entre el cuello y el hombro con el kyosaku, una vara de madera flexible de un metro de largo. No dolía nada; era un despertador del alma. Le pregunté un día:
-Maestro, ¿por qué hay que inclinar la cabeza hacia un costado cuando aplica el kyosaku?
-Para no arrancarle la oreja -respondió, impertérrito.
De a poco empecé a entender por qué los libros insistían en el zazén. Descubrí formas de pensar que ni siquiera había imaginado que podían existir. Logré capturar el presente, como dictó Horacio, y el zazén me inició en aquello que los griegos pregonaban desde el pórtico del Templo de Apolo, en Delfos: "Conócete a ti mismo". Alguien me preguntó hace poco si con la práctica del zen encontraría paz interior.
-No -le contesté-. Pero vas a encontrar tu interior.
Durante casi dos años vi pasar una docena de alumnos que no toleraron los rigores del dojo. Otros, muy pocos, pasaron meses meditando con nosotros. Uchiumi nunca nos cobró un centavo. Cada tanto anunciaba que nos habíamos quedado sin velas o sin incienso. Sólo eso.
Decidí retirarme cuando noté que el zazén estaba empezando a afectar mi escritura. El día que me despedí, Uchiumi me dijo:
-Usted llegó oscuro y se va luminoso.
Hoy tengo más o menos la edad que él tenía entonces. Si todo sale bien, pronto nos reencontraremos. Quiero confesarle que al fin entendí lo que me quiso decir.
A. T.
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