jueves, 15 de diciembre de 2016
HISTORIAS DE VIDA; JUAN VELLAVSKY
Hacé de cuenta de que te dan las únicas vacaciones de tu vida", dice Juan. Y sigue: "Sabés que no podés elegir mucho. Sólo serán unos 15 o 20 días. Estás ahí, en las únicas vacaciones que vas a tener, y en la playa hay vidrios, el agua está fría, en el hotel hay pulgas. Entonces, parás y te preguntás: "¿Así estoy malgastando las únicas vacaciones de mi vida?". Suspende unos segundos el relato; toma aire. Concluye: "Sacale la palabra vacaciones, y eso es lo que nos pasa. Tenemos una única vida. Una sola. Habría que tratar de pasarla lindo todos los días. Decir: voy a por más".
Juan Vellavsky es arquitecto, artista, joyero. Las tres cosas al mismo tiempo, aunque la etiqueta "joyería de autor" suele definirlo más rápidamente. Visito su taller: un atiborrado espacio en el barrio de Saavedra, rebosante de materiales, estantes con anillos y colgantes, pequeñas esculturas, paredes cubiertas de inscripciones y dibujos. Pura huella Vellavsky, el artista que, acodado tras un té y una modesta mesa de madera, sigue filosofando: "¿Cuánto vamos a vivir? ¿50, 120 años? ¿Todo el tiempo detrás de lo que te hacen creer que es importante?".
Cuenta que, desde chico, lo que más le fascinaban eran las manos de su padre. Manos ajadas, de hombre curtido, jamás relucientes, siempre impregnadas del trabajo con los metales, las piedras, el cincel, las soldaduras. Pero su padre era joyero y Juan quería ser otra cosa. Fue maestro mayor de obras, se recibió y trabajó como arquitecto, transitó un promisorio camino como escultor. Hasta que, en una vuelta del camino, encontró en la joyería un lenguaje propio. El pasaporte a la vida que quería vivir. Sus propias manos fuertes, endurecidas por el continuo roce con los materiales. Orgullosas de, al fin, haberse hecho a sí mismas.
Observo las piezas que, desde hace años, lo hicieron conocido en el mundillo de la joyería de autor. Colgantes, aros y anillos trabajados con engarces delicados; composiciones abigarradas, casi microesculturas; formas abstractas, contemporáneas, únicas.
El hacedor de tanta maravilla confiesa, rotundo: "Me inmolo si tengo un local". Y eso que tener, tuvo. Dos puntos de venta al público -uno en San Telmo, otro en Palermo- en los que tan mal no le iba, donde siempre entraba gente tentada por lo que se exhibía en vidriera, incluido algún que otro extranjero en busca de objetos locales e irrepetibles. Pero no: jamás de los más innegociables jamases, asegura, volverá a lidiar con planillas, burocracia, cuentas, registros. "Terminé de entender que no soy un comerciante.", dice Vellavsky, hombre de estética innegablemente actual y nostalgias por momentos premodernos.
Suena el timbre. Una clienta fiel -el colgante que destaca en su cuello lo atestigua- vino desde San Fernando con el único objetivo de hacerse con un anillito y, tal vez, un par de aros. Pasa, se prueba varios modelos, intermitentemente se suma a la charla. Me cuenta, con el tono de quien habla de un familiar extraño y querido, que una vez, en una edición de Puro Diseño, quiso comprar una de las piezas de Vellavsky. No tenía efectivo y algo andaba mal con el sistema del pago con tarjeta. "Llevátelo y me pagás más adelante", le dijo Juan a esa perfecta desconocida en camino de convertirse en su fan. "Lo tuve que perseguir un mes para pagarle", insiste ella, ante la sonrisa divertida de él. "Me encantaría tener una estructura grande -dice Juan, como disculpándose-. Pero no soy eso."
Hace cuatro años -la edad de su hijo- volvió a las lides arquitectónicas y construyó una casa en Maschwitz. Su hogar. Pero lo urbano le tira: por eso su taller sigue estando de este lado de la General Paz. "Yo tenía acá mi estructura, mi obra -explica-. Amo lo que hago, y cuando amás algo, estás atado a eso. Es lo peor que te puede pasar." Y se ríe con la risa de los que se saben en camino.
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