sábado, 3 de diciembre de 2016

TEMA DE REFLEXIÓN


Nunca había tenido demasiada relación con la Panamericana, hasta que me mudé 50 kilómetros al norte del centro de la ciudad autónoma, un año atrás. Desde entonces, recorrer esa mega autopista se volvió una misión cotidiana.
Muy pronto advertí dos cosas que me resultaron muy impresionantes. Primero, que los niveles de energía que se manejan en esa vía me eran por completo ajenos. Con máximas de 130 km/h, mi experiencia anterior en las avenidas porteñas (60 km/h) me servía de bien poco para procesar el nuevo escenario. Cálculos rápidos daban como resultado que un choque bajo esas condiciones debía ser por fuerza catastrófico. Pude confirmarlo en varias ocasiones: autos volcados, con el motor arrancado de cuajo, irreconocibles. Basta mirar Waze para advertir que los días en los que no hay accidentes son rarísimos; es así, naturalizamos situaciones por completo delirantes.


Segundo, que el tristemente célebre desprecio argentino por las regulaciones en general y por la ley de tránsito en particular se aplacaba bastante en esta vasta explanada poblada de bólidos. O sea, somos pícaros, pero no zonzos.
Pero zonzos no faltan, y velocidades de entre 160 y 200 kilómetros por hora no son excepcionales. He observado, durante este año, que muchos de estos mentecatos viajan en vehículos de muy alta gama, algo que, imagino, debe causarles la dulce ilusión de la invulnerabilidad. Es el problema de no impartir las leyes de la física junto con la lectoescritura. También habría que incorporar la ética a la escuela, porque es cierto, los coches de alta gama son mucho más seguros en caso de accidente, pero aún si esos raudos sujetos no sufrieran ni un rasguño (eso no va a pasar, pero supongámoslo), de todos modos podrían lesionar o matar a terceros.
Pero ojo, también están los bólidos vintage, cascajos impresentables que, sin embargo, sus conductores lanzan a velocidades demenciales. Ignoro cómo lo logran, pero he sido testigo de toda clase de grotescos, incluida una cosa totalmente destartalada con ruedas de diferente diámetro, piezas sueltas y sectores de carrocería faltantes. Onda Mad Max, y con más o menos la misma prisa.
Pero, por fortuna, la mayoría maneja a velocidades razonables. Incluso por debajo de la máxima. Lo bien que hacen. En mis pruebas, da exactamente lo mismo ir a 90 que a 130. Ganás 7 u 8 minutos, máximo, pero llegás más estresado y el riesgo de tener un accidente aumenta un 33 por ciento, según un estudio reciente del Centro de Experimentación y Seguridad Vial. Ah, y gastás mucho más combustible (de 90 a 120 km/h hay un aumento del 20% en el consumo).
Crash test en el Salón de París de 2010; los autos de alta gama, como este BMW, son muy seguros en caso de accidente, pero el conducir de modo imprudente conlleva un peligro también para terceros.
Eso sí, está muy claro que los inmensos carteles de la Panamericana en los que se indica la velocidad recomendada para cada carril no están ni los bastante alto ni son los suficientemente visibles. Me debo todavía un estudio estadístico, pero creo que los argentinos sentimos pasión por distribuirnos más o menos uniformemente sobre toda la superficie de las autovías. Por esa razón, si estás en el carril de 100 km/h y te da lástima que en el de 110 no haya nadie, te pasás a ese, pero sin dejar de ir a 100. Gracias a esta generosa costumbre he visto gente a 90 por el carril de 120, a 120 por el carril de 90, a 60 por el de 130, y todas las otras posibles combinaciones, que no son pocas. Esto no sólo estorba el fluir natural del tránsito sino que empuja a los que creen que el límite de 130 no les concierne a serpentear entre los otros vehículos como si la vida fuera una película de Hollywood.


Sólo que no lo es. Ni cerca.
Fantasías sobre ruedas
Para el que nunca experimentó un accidente -o para el que no tiene seres queridos que han sido víctimas de esta tragedia cotidiana-, existen dos fantasías peligrosamente instaladas. La primera proviene del cine y nos hace creer que los choques ocurren en cámara lenta. Que tenés tiempo de algo. No. En absoluto. Cero. A 100 km/h (normal, ¿no?) estás recorriendo 28 metros por segundo. Para que te des una idea, eso es más o menos el largo promedio de un lote en la ciudad de Buenos Aires. Si hicieras ese trayecto caminando, que es la perspectiva a la que está habituado el cerebro humano, tardarías 22 veces más. Dicho simple: en un accidente las cosas van a ocurrir 20 veces más rápido de lo que creemos, no como en el cine.
La otra fantasía es el resultado de que nuestras consciencias necesitan preservar esa ensoñación llamada control. Es verdad, dentro de cierto límites muy delgados (digamos, del grosor de una hojita de afeitar), y sólo cuando vamos a velocidades muy prudentes, conservamos algo de control sobre el vehículo. Pero a 130, lo siento, muchachos, pero la que está al mando es la Mecánica Clásica. Por ahí pueden negociar con ella. Su número es 0800-47222-639866.
Una fugaz mancha amarilla
El 5 de octubre de 1995, diez minutos después de salir, a eso de las 8 de la noche, en la intersección de Alicia Moreau de Justo e Ingeniero Huergo, ahí donde nace la Avenida Juan de Garay, un colectivo que venía cortando semáforos embistió de costado mi valiente Dodge 1500. Calculo que a unos 75 u 80 km/h. Se trata de uno de los choques más letales que existen, y si todavía estoy aquí es porque Dios me ayudó. El impacto de la bestia de 7 toneladas fue justo en la resistente zona donde el parante del parabrisas se une a la carrocería (la base del pilar A), que absorbió gran parte de la energía.
Ahora, ¿cómo fue la experiencia para mí? Duró un pestañeo. Sólo vi una fugaz mancha amarilla, me sacudió un golpe como nunca antes había sentido y perdí el conocimiento durante unos instantes. El coche había rotado 90 grados, por fortuna sin volcarse, y siguió rodando lentamente hasta detenerse contra un paredón que hay sobre Huergo. El resto es una anécdota que tal vez deje para la sección Manuscrito. El hecho es que no fue en cámara lenta y no tuve ni la más mínima oportunidad de controlar nada.


Existe todavía otra fantasía, posiblemente la más nefasta. Estamos convencidos de que somos buenísimos manejando, que eso de ir a 190 por la autopista es pan comido. Tampoco esto es cierto. No somos pilotos profesionales. De hecho, si lo fuéramos, seguramente no manejaríamos con tal osadía. Para peor, le otorgamos el crédito de la bravura a lo que en realidad es una completa estupidez.
Mi espacio vital
¿Dónde entran las tecnologías digitales y de telecomunicaciones en este asunto? Simple. Al segundo o tercer día de la experiencia Panamericana, decidí estudiar el inusual fenómeno más de cerca. Primero busqué videos de accidentes en esta autopista o equivalentes. No había mucho, porque hay pocas cámaras de seguridad, pero descubrí algo muy interesante. Los carriles rápidos son los más riesgosos no sólo por sus niveles de energía, sino también por otro motivo. Si el auto falla y hay que parar, no existe casi ninguna posibilidad de llegar a la mano opuesta. Teóricamente, la inercia alcanzaría, pero cruzar cinco carriles de coches a alta velocidad lleva un buen rato incluso con el motor encendido. Por obvias razones, quedar detenido en medio de la autopista es extremadamente peligroso. El que viene a 130 km/h va a necesitar -entre que se da cuenta de que algo pasa, reacciona y pisa el freno- 120 metros para frenar. Como mínimo. Eso es más de una cuadra.
Por lo tanto, la primera decisión que tomé, después de analizar estos videos, fue la de manejar por los dos carriles de la derecha.
La segunda decisión fue usar el espejo retrovisor tanto como fuera posible. Es increíble la cantidad de accidentes que causan los que vienen zigzagueando a muy alta velocidad, porque aparecen de la nada. Esto es particularmente cierto con las motos, porque son más pequeñas, pero también me ha salvado de varios genios del volante que de ninguna manera habrían podido frenar si yo cambiaba de carril (con luz de viraje y movimientos suaves).
Mirar para atrás es importante por otra razón. Hasta ahora no he visto que un camión se quede sin frenos. Pero si ocurre, es realmente catastrófico, por lo que, además de mantenerme a una distancia prudencial, voy mirando que ninguno se haya desbocado.
Cuantos más videos veía, más me convencía de que la velocidad es -como aseguran los expertos- el principal factor de riesgo, dejando de lado el alcohol y otros agentes externos. No sólo porque la energía cinética del vehículo es mayor, no sólo porque necesita más tiempo para frenar, sino también porque cualquier variación en la trayectoria, por pequeña que sea (morder el cordón de la vereda, pegar un volantazo), resulta en una pérdida inmediata del control del vehículo, que se transforma en juguete de la física. Ese auto que creíamos conducir con mano firme es lanzado en todas direcciones como un arma de destrucción masiva. El resultado es letal y prácticamente siempre involucra a varios otros coches.
Algo más: ¿les suena la frase "hay que respetar la distancia de frenado"? Bueno, en las autopistas esto no es optativo. Por supuesto, la producción de tarambanas nunca se detiene, y cada tanto uno se te filtra por la derecha (¡por la derecha!) y se pone entre tu coche y ese con el que vos mantenías una separación prudencial. Pero hay que tenerles paciencia; el que tengan auto -e, incluso, licencia para conducir- de ninguna manera garantiza que su conteo de neuronas se encuentre en los valores normales. Tener paciencia, digo, y volver a ganar distancia de frenado. Los choques en cadena se producen porque muchos conductores creen que no hay mayor diferencia entre ir a 130 km/h por una autopista arriba de un vehículo que pesa más de una tonelada y el trencito de las fiestas de casamiento.
Fuera de broma. En las vías rápidas el espacio vital es exactamente eso, de vida o muerte.
Eso suena a ruso
Estaba en esta búsqueda de datos cuando empecé a notar un patrón extraño. La mayoría de las cuentas de Instagram dedicadas a crear consciencia sobre los horribles riesgos de manejar de forma imprudente estaban en ruso. Cada tanto aparecía alguna en otro idioma, pero si activaba el audio solía encontrarme con exclamaciones eslavas. Investigué un poco y descubrí que en Rusia las cámaras frontales son prácticamente una norma. No porque haya una ley que obligue a llevarlas, sino para dar testimonio de quién causó realmente un accidente. Según esta nota de Wired, la corrupción policial y un sistema legal que no toma en consideración el alegato de los testigos han llevado a esta extravagante situación.


Extravagante y útil. Aunque no es recomendable para espíritus sensibles y aunque definitivamente aconsejo discreción y mantener a los niños lejos de este material, tales videos de accidentes de verdad crean consciencia. El que cree que la doble raya amarilla está de adorno podrá ver lo horroroso que es un choque frontal. Todavía más, advertirá que no hay tiempo para nada. Para nada en absoluto.
El sesudo que manda mensajes de WhatsApp en una autopista verá las consecuencias espeluznantes de distraerse tan sólo 3 segundos del camino. Los motociclistas notarán cuán fácilmente sus cuerpos son despedidos como marionetas, a varios metros de altura, sin que tengan la más mínima chance de evitarlo. Los que sostienen que el cinturón de seguridad es incómodo presenciarán horrorizados cómo las personas salen disparadas del coche, incluso en impactos a velocidad media. Observarán además, cosa que tendemos a no tomar en consideración, que si el auto va a 100 km/h, nosotros también nos estamos moviendo a esa velocidad. Y la lista sigue, porque la ignorancia y la imprudencia, que siempre son malas consejeras, cuando toman el volante se convierten en una combinación mortífera.

A. T. 

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