domingo, 16 de abril de 2017

HABÍA UNA VEZ....

El tren se hundió en el paisaje del suburbio -la hilera de casas bajas, las fábricas con sus chimeneas humeantes- y yo me hundí en el pasado. El tren -lo supe después, cuando empezaron a agolparse los recuerdos- iba a llevarme a la infancia. Me subí a uno de los vagones con aire despreocupado para ir a las afueras de la ciudad, y sólo cuando el traqueteo del vagón había empezado a acunarme -el movimiento como una marea que induce el sueño, tan solo amenazado por la estridencia inoportuna de la bocina, el chirrido de los frenos en cada estación o el voceo de los vendedores de chucherías- comprendí que no estaba allí: todo era memoria, con sus inevitables deformaciones y sus olvidos.
En la infancia, los fines de semana el tren solía llevarme a la casa de mis abuelos en Don Torcuato. Mi abuelo: de baja estatura y espaldas anchas, cierta aspereza en la voz, fuerte como un toro, o eso me parecía. Había construido la casa, sencilla y muy amplia, con sus propias manos, ladrillo sobre ladrillo, y en honor a ese esfuerzo (y a lo que había dejado en ella) le había impuesto un nombre que refulgía en una placa junto a la puerta de entrada: mi pulmón. Era un terreno extenso en cuyos fondos andaban los animales (las gallinas y los patos, algún chancho) y donde mi abuela trabajaba en su huerta; la veo ahuecando con las manos el delantal para llevar allí los huevos frescos. Veo la amplia galería al aire libre cuya bóveda estaba hecha de los manojos de uvas, el mate circulando debajo de la parra en las tardes sofocantes del verano, las partidas interminables de truco en las que yo intervenía y en las que -un placer infantil- lejos de castigarse la mentira ésta era celebrada como muestra de astucia; escucho la risa de mi abuelo mientras seguía los monólogos de Tato Bores y vuelvo a escucharla, socarrona y desafiante, cuando estrella el ancho de espadas en la vieja mesa para cerrar una partida.
Pero lo que más recuerdo son los viajes con mi abuelo: era el vidriero de la ciudad. Llevaba los vidrios y los espejos en un carro que empujaba él mismo, y junto a los láminas (algunas de ellas, altísimas y con sus puntas amenazantes, se empinaban por sobre mi cabeza) viajaba yo disfrutando del paisaje y del encuentro, cada tanto, de caballos y vacas que pastaban en los terrenos baldíos. No había casa ni institución del vecindario en la que no hubiese colocado un vidrio. Yo lo observaba trabajar con las manos, y admiraba su oficio de vidriero como otro niño admiraría la precisión de su abuelo neurocirujano. Mis ojos de niño se dejaban asombrar por su fortaleza. Quizás en esos días remotos aprendí la honradez del trabajo. La fiesta se completaba al regreso: la áspera mano abierta de mi abuelo ofreciéndome caramelos. Tenía unas manchitas casi invisibles color café junto a los ojos. Algunas mañanas, cuando me miro en el espejo, las reconozco en mi rostro y sonrío. Han pasado más de cuarenta años, y sin embargo aun hoy, cuando en el invierno ahumo el vidrio de una ventana con el vapor del aliento, vuelvo a aquella escena que ahora se me antoja tan parecida a una aventura.
Mi abuelo era un misterio. No hablaba jamás de sí mismo, y menos acerca de cómo había sido su vida antes de desembarcar en el puerto de Buenos Aires, adonde había llegado desde Uruguay.
 Durante muchos años mi madre y mi tía procuraron en vano recoger indicios de ese pasado. En algún descuido, él había soltado que creció en una estancia del interior junto a quince hermanos, y apenas murió su padre decidió dejar a su madre en Durazno para probar suerte en Montevideo. Llegó aquí una tarde en el Vapor de la Carrera, y un día se unió con una jovencita que trabajaba en casas de familia después de haber venido sola en barco desde Galicia. Apenas habían podido estudiar. Escribían y leían con dificultad, y recuerdo a mi abuelo anotando las medidas de las piezas de vidrio que debía cortar con trazos desmañados y escandalosos errores de ortografía. Quizá se amaron. Tuvieron dos hijas y dos nietos.

Cuando el tren llega a destino abro los ojos. Desciendo, miro la ciudad transformada, tan distinta y, sin embargo, tan familiar, y percibo -la memoria es tantas veces deseo- el aire de campo. Mis abuelos: se han ido hace tanto, y, sin embargo, están ahora aquí conmigo, han venido a mi encuentro, me abrazan.
Un pitido anuncia la partida del tren, que avanza lento y perezoso hasta perderse.
V. H. G.

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