La ciudad de París es como un plano de muertes y deportaciones. Hay placas por todas partes que homenajean a los que dieron la vida por la France; también a los que fueron arrancados de sus casas por los nazis. Había dos destinos posibles: el exilio o los campos de concentración.
En una galería techada de la Plaza de Vosges, específicamente en la fachada de un jardín de infantes, una placa consigna que entre 1942 y 1944 fueron deportados miles de alumnos judíos.
A pocos metros, pero cien años antes, vivió el titán literario que pergeñó “Los Miserables”: el escritor Víctor Hugo. En 1832 alquiló la segunda planta, donde se pueden ver cincuenta pinturas que acumuló a lo largo de su extensa y apasionante carrera. Triunfó como poeta, como novelista y como dramaturgo.
El poder político, económico y artístico lo visitaba. Los pintores solían agasajarlo regalándole cuadros que reproducirían escenas vívidas de sus obras teatrales.
La casa, que en verdad resulta una reconstrucción de varias, es un viaje fantástico a la intimidad de aquel mito. En 1833, Víctor Hugo conoció a una joven y bella actriz llamada Juliette.
Se enamoró de ella, la hizo su amante permanente y tuvo una extensa vida paralela sin abandonar nunca a su esposa ni a sus hijos. Sería raro que la esposa del susodicho no hubiera sabido, al cabo de tantos años, que Juliette existía: el escritor inmortal hasta le diseñaba los muebles que la amante tenía en cada departamento que le ponía.
Supongo que la esposa sabía pero miraba para otro lado, como tantas mujeres hicieron a lo largo de los siglos. El oficio de actriz estaba, en aquellos tiempos, apenas por encima del oficio más viejo del mundo.
Tal vez este caso no distaba de lo que el psicoanálisis definía como la dama y la prostituta, categorías del hombre escindido, que en un lugar colocaba a la familia y la virtud, y en otra el erotismo y la sexualidad.
Tardó bastante la mujer en alcanzar esa duplicidad (encarnar a un mismo tiempo el hogar y la pasión), y ese primer gran avance trastocó todas las relaciones humanas, como más tarde haría al ingresar en el mundo del trabajo y demostrar que podía ser tan eficiente o más que el hombre.
Sin embargo, hay hombres y mujeres que en la actualidad viven todavía en el siglo XIX: gente escindida de ambos sexos, que mantienen largas relaciones pasionales paralelas sin tocar el nido original.
Como sea, la deliciosa Juliette siguió a Víctor Hugo hasta su muerte. Cuando el escritor debió mudarse a otra ciudad o a otro país por miedo, exilio, necesidad o capricho, Víctor Hugo no solo buscaba vivienda para su esposa e hijos; también lo hacía para su amante, a quien como he dicho le decoraba personalmente su casa despuntado esa segunda vocación secreta que era la de diseñador de muebles.
Se había convertido en un personaje tan célebre que podía permitirse esos gastos y esos gustos. Primero fue monárquico, pero en 1848 se alineó con la República.
Dos dramas sacudieron su vida. En 1843 abandonó el teatro y redujo su actividad literaria a raíz de su honda tristeza: acaba de morir su hija Leopoldine. Luego en 1851, Luis Napoleón Bonaparte da un golpe de Estado y Víctor Hugo emigra con su doble vida a Bruselas.
En esta casa de París quedaron algunas evidencias gastronómicas de los vaivenes de la Historia. Hay un pan parcialmente comido por Víctor Hugo el 26 de enero de 1871, durante el sitio de París: es un mendrugo metido dentro de una caja de madera y cristal, y simboliza aquella penuria alimentaria que sufría hasta la alta burguesía francesa.
Al lado, como contraste, sobrevive el menú de una espléndida cena que dio el 29 de febrero de 1880, cuando el sitio y los apremios habían acabado hacía mucho tiempo, y Víctor Hugo cumplía 78 años.
Esa noche se sirvió consomé de pollo, camarones, salmón con salsa, filet de carne, jamón con guarnición de arvejas y un timbal de foie gras. La vida es eso, subidas y bajadas, aun para los grandes personajes.
Su gabinete de trabajo estaba tapizado de verde. El escritor mandó alzar el escritorio para escribir de pie. En Cuba, también Hemingway haría lo mismo. La maledicencia, no lejos sin embargo de cierto sentido común, aseguraba que se debía a las dolorosas hemorroides de sus últimos años.
No obstante, acaparado por los honores, Víctor Hugo empezó a escribir cada vez menos. Y debió marcharse de París para encontrar la calma y retornar a la literatura. Tuvo más tarde un derrame cerebral, pero logró superarlo.
Hay en el fondo de ese departamento parisino que da a la Plaza de Vosges un busto esculpido por Rodin, donde el escritor aparece inclinado, tal vez reconcentrado en los renglones y en las letras que su portentosa imaginación producía. Un genio retratando a otro.
Luego encontraríamos camino a Montparnasse una estatua de Rodin donde aparece envuelto en su capa el gran rival de Víctor Hugo: Balzac, que alguna vez conoció a José de San Martín y que confesaba su deseo de ser el Napoleón de la literatura europea.
En el dormitorio de Víctor Hugo está la cama donde éste murió. A su lado, atesoran lo que su nieto describió alguna vez como “un majestuoso mueble de dos cuerpos en el que mi abuelo guardaba bajo llave sus manuscritos”.
La casa de Víctor Hugo queda en la rivera derecha del Sena. Hablando de Juliette, que aportó muchos objetos a ese hogar reconstruido del que nunca formó parte, cruzamos un puente, y el largo paseo nos condujo a Saint Germain des Pres.
Una esquina en particular ha quedado también en la historia de la literatura universal, en este caso del siglo XX: allí se levantan dos cafés y un restaurante que fueron escenario de las grandes tertulias narrativas, poéticas, filosóficas y políticas.
Está la brasserie Lip, el bar Deux Magot y finalmente el Café de Flor, donde nos sentamos a almorzar y a terminar de leer “París era una fiesta”. Tiene un sabor especial repasar las páginas finales de esa memoria en el escenario donde escribían y charlaban Apollinaire, André Breton, Picasso, Simone de Beauvoir, Sartre, Margarite Duras, Orson Welles y hasta Francis Ford Coppola.
Veníamos hablando de Juliette y los amores paralelos, cuando Hemingway mágicamente confiesa en el final de sus memorias un episodio que teníamos olvidado.
En la página 201 se cuenta que una joven mujer rica se hace íntima amiga de su esposa, y que empieza a convivir con ellos. Al terminar la jornada de trabajo, dice Hemingway, se encontraba a su alrededor con dos muchachas atractivas.
Y en tercera persona, agrega: “Una es nueva y desconocida, y con un poco de mala suerte el marido se encuentra enamorado de ambas a la vez…Al principio es divertido y estimulante, y sigue siéndolo por largo tiempo. Todas las verdaderas maldades -apunta- nacen en estado de inocencia. Uno vive al día, y goza de lo que tiene y no se apura. Uno empieza a decir mentiras, y no quisiera decirlas, y empieza el desmoronamiento y cada día crece el peligro, pero uno va viviendo al día, como en la guerra”.
Es una descripción justa y lúcida de ese drama paradójico y dilemático, casi siempre desesperante. Cuando Hemingway, después de un viaje de negocios y de unos días de pasión clandestina, regresa en tren, ve a su mujer de pie junto a las vías, y piensa: “Antes hubiera querido haberme muerto que haberme enamorado de otra”.
Y describe: “Ella sonreía, el sol daba en su hermosa cara morena por la nieve y el sol, y su cuerpo era hermoso”. A continuación, su esposa le dice, abrazándolo: “Oh, Tatie mío. Qué suerte que estés de vuelta y que te hayan salido tan bien los negocios con los editores. Te quiero tanto y te eché tanto de menos”. Entonces Ernest Hemingway, a punto de acabar su libro, impactado en el recuerdo de aquel dolor y de aquel remordimiento, declara: en ese momento “yo la quería a ella y no quería a nadie más”.
Estamos leyendo esos párrafos finales de “París era una fiesta” en el Café de la Flor. El fantasma de Juliette nos ronda, mientras una pareja de franceses llega y pide un vino rosado.
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