sábado, 14 de julio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


Viajamos desde el aeropuerto de Orly a Sevilla. Estoy invitado a un coloquio que se llama simplemente “España”. Comparto panel con Arturo Pérez-Reverte. Me piden que hable acerca de lo que significó España para América latina, y en especial para mi país. Significó tantas cosas. ¿Por dónde empezar?
Fernández Díaz y Pérez-Reverte: Falcó y Remil

Empecemos por un hecho truculento pero inaugural. Asediados por los nativos, los primeros españoles que fundaron la ciudad de Buenos Aires acabaron devorándose entre ellos.
Ese primer gesto no debe ser ignorado, puesto que contiene una carga simbólica de múltiples lecturas. Todavía hoy existen y están muy activos algunos movimientos nacionalistas de América latina que buscan sancionar la figura de Cristóbal Colón.
La vinculan erróneamente con los despojos y carnicerías de la Conquista, que sin duda les corresponden a otros personajes, y nunca lo relacionan con la vocación real que tenía el marino genovés.
El monumento a Colón no es un homenaje a la explotación, sino al espíritu explorador del hombre. España llevó al Nuevo Mundo lengua, cultura, religión, ciencia, modernidad, y a cambio extrajo oro, plata, especias y toda una gama de riquezas que implicaban el ejercicio del severo y cruel imperialismo de entonces: sembró miedo, hambre y dolor.
Y desató, por consiguiente, la larga y dura guerra de la independencia, que tuvo algo muy curioso, puesto que no fue encabezada por los pueblos originarios sino por los españoles americanos.
Militares y abogados nacidos en la América colonial o en la propia España, pero formados muchos de ellos en las escuelas y cuarteles españoles, y forjados luego en la revolución francesa y en la masonería, como Bolívar y San Martín. Estos dos Napoleones decidieron darse vuelta y levantarse contra la España que los había parido.
San Martín, que era mucho más español que americano, tuvo un papel decisivo en la batalla de Bailén, bajo el estandarte peninsular.
Cuatro años después, combatía contra ese mismo estandarte en el combate de San Lorenzo, que fue el prefacio de su gran campaña emancipadora.
La guerra de la independencia americana fue conducida entonces por españoles de las colonias, y en cierto modo fue una guerra civil a gran escala.
Al principio, España estaba ocupada por los franceses, pero luego la convicción americana se hizo tan fuerte e irrevocable que la conflagración se tornó masiva y encarnizada.
Esas guerras contra España formaron, a su vez, el carácter de América latina. España era el enemigo, y lo fue durante unas cuantas décadas más.
Después de haber derrotado a los españoles, sin embargo, los americanos se dedicaron con ahínco a asesinarse entre ellos en diferentes guerras intestinas.
La salvaje batalla entre nacionalistas y liberales no fue ajena a la sombra española. Y no solo por su carácter cainista.
Es que los nacionalistas defendieron siempre la llamada Nación católica, bajo la indudable inspiración hispánica. Los liberales, en cambio, eran más prescindentes de la religión y más abiertos y cosmopolitas.
Algunas de esas tendencias, por increíble que parezca, continúan en el presente. Lo cierto es que al final del siglo XIX España ya no era la gran antagonista.
En 1910 la Argentina, que por entonces era una super potencia económica, emprendió las celebraciones de su Centenario, y la gran agasajada por la clase política y por el pueblo fue La Chata, prima querida del rey de España. A pesar de que un anarquista armado con un puñal intentó asesinarla en la Catedral de Buenos Aires.
Ya América latina era un amplio refugio de inmigrantes europeos. A nuestro país llegaron principalmente italianos y españoles.
Distintas generaciones de inmigrantes, a lo largo de no menos de setenta años, fueron cambiando así sustancialmente el disco duro de la sociedad. Llegaban también polacos, rusos, libaneses y alemanes, expulsados de sus países por guerras de exterminio, debacles económicas y hambrunas.
Las corrientes fueron tantas y tan variadas, trajeron modos tan diferentes de pensar y llegaron de modo tan aluvional cuando todavía no existía una identidad nacional articulada y sólida, que ese fenómeno fue creando una cultura zigzagueante, eternamente inmadura y fatalmente caótica. Esto explica bastante bien nuestros actuales padecimientos.
Lo cierto es que los inmigrantes generaron a su vez una fuerte cultura del trabajo. Algunos fueron, se hicieron ricos y regresaron a España. Pero la mayoría se afincó y pasó al principio penurias de toda clase.
Trabajaban de sol a sol, sin días libres ni prerrogativas, bajo la consigna que mi padre asturiano me repetía de niño: “Hijo, el sacrificio es lo más grande que hay”.
Al comienzo de los años 40, no obstante, en varios países comenzó una reforma laboral progresista y modernizadora. En la Argentina ya estaba en marcha, pero Perón la profundizó desde el poder.
Aquellos españoles que ya estaban un poco mejor y que luego de tanto esfuerzo tenían locales gastronómicos de pronto veían que sus empleados, por lo general recientes migrantes internos o de países limítrofes, gozaban por ley de beneficios que ellos ni siquiera imaginaban para sí mismo: días libres, aguinaldos, seguro social, vacaciones.
Esto produjo un resentimiento larvado, una especie de guerra entre pobres. Vagos de mierda, les decían los españoles entre dientes. Gallegos de mierda, les devolvían sus empleados.
Una batalla sorda que tuvo implicancias políticas, a favor y en contra del peronismo, que a su vez es fruto de dos viajes de Perón: uno iniciático a la Italia de Mussolini, y uno crepuscular, a la España de Franco.
La Argentina fue generosa y abierta a la inmigración. Pero a la vez, existían disputas y pulsiones subterráneas entre argentinos y españoles. Mi familia y yo mismo somos testigos de esa tirantez.
A mi padre, que era camarero, lo trataban de “gallego bruto”, y algunas veces tuvo que salvar el honor en la calle y con los puños: había aprendido a boxear sirviendo en el Crucero Galicia durante dos años de la mili.
Todo español era en la Argentina un “gallego”. Y todo gallego era considerado un pobretón y un ignorante.
Mi tío abuelo, Marcelino, que era asturiano, vestía como un caballero argentino y para no ser confundido con un español pauperizado había aprendido a modificar su acento y su vocabulario.
Su hermano Mino, que era músico, tenía prohibido tocar jotas en el patio, puesto que nuestros vecinos podían escucharlo y darse cuenta de que eran españoles.
Mino levantaba la trampa del sótano, que estaba en un dormitorio, cerraba herméticamente tras de sí, bajaba unos escalones y tocaba la gaita en esa clandestinidad oscura.
Como en la cocina de mi casa se hablaba bable, y yo no distinguía muy bien qué vocablo era español y cuál era argentino, cometí algunos errores en voz alta durante las clases que nos daban en el colegio salesiano al que mi madre me envió. Comenzaron entonces a acosarme en los recreos y a golpearme en el patio.
Por entonces no le llamaban bulling, ni se solucionaba con las técnicas buenistas y pedagógicas de hoy. Informada mi madre sobre el asunto, y puesto que nunca había leído a Piaget, me envió a clases de yudo.
Propiné algunos golpes y ejecuté algunas tomas, y fui entonces respetado. Pero esta anécdota risueña resultó un gran trauma para mí.
Esconder mi ascendencia española se había vuelto fundamental para ser recibido como un “argentino normal” en el colegio. A los 19 años, para ser rápidamente argentino, adhería a la izquierda nacionalista.
Hice y dije muchas estupideces en su nombre. Comprendo ahora que el nacionalismo otorgaba entonces un certificado de identidad en un país de identidades mezcladas y precarias.
España era, en los años 60, todavía menos que la Argentina. Pero cuando murió Franco y se firmó el Pacto de la Moncloa todo cambió de repente.
Ser español ya era, en nuestra primavera democrática de los años 80, una condecoración. La percepción de España en América latina era la de una hermana mayor que iba a la vanguardia de los nuevos tiempos, dejando atrás una dictadura y construyendo una democracia republicana.
La Transición y ese acuerdo político legendario, que ahora algunos españoles tanto critican, era un modelo virtuoso para nuestras naciones.
Y de hecho sentó las bases para una prosperidad económica envidiable, que siempre fue para nosotros un faro. La bonanza de esas décadas de oro, el igualitarismo que se había conseguido sobre esos acuerdos centristas, estaban mostrándonos un camino.
Que algunos países latinoamericanos, con marchas y contramarchas, fueron poniendo en práctica. Los argentinos, tal vez por imperio del peronismo hegemónico que pretendió ser el partido único, el gran movimiento patriótico, no alcanzamos nunca esas mínimas bases para despegar.
La crisis de 2001, que fue la peor de la historia, resultó el paroxismo de esa imposibilidad y el resultado de esas equivocaciones.
Muchos inmigrantes españoles, que durante cincuenta años se habían asimilado a la Argentina, debieron vender lo poco que tenían y regresar a sus ciudades y aldeas. Un hecho inédito y lacerante.
Por primera vez en la historia una generación de emigrantes que habían huido en su juventud de la miseria del país de origen, volvían a emigrar de regreso al final de sus vidas, expulsados esta vez por la miseria del país de adopción.
La nación próspera de los años 40 se había transformado en un páramo. El páramo español de los años 40 se había convertido en un edén.
Durante aquellos apogeos de España los americanos nos quedábamos embobados por su progreso y por su confirmación de gran potencia europea.
A los españoles se los consultaba como oráculos en la televisión y en los periódicos; su opinión tenía resonancia y producía sana envidia.
Pero quienes viajábamos por trabajo a esa España maravillosa notábamos algunos signos inquietantes. Los taxistas, por dar un solo ejemplo, nos trataban con autosuficiencia, como a quinquis descarriados que precisaban un correctivo.
No es que no lo necesitáramos, pero junto con un consumismo feroz, frívolo y desaprensivo, una cierta soberbia flotaba en el aire.
Cuando publiqué aquí por primera vez mi libro “Mamá”, que trataba precisamente sobre la emigración de mi familia, hubo gente joven algo perpleja: ¿de verdad los españoles pasamos hambre alguna vez o este americano listillo se lo está inventando? Ebrios de prosperidad, habían borrado su propia memoria.
Para nosotros, que somos expertos en crisis y sabemos que la economía no se escribe sobre renglones rectos, los problemas de los últimos años que sufrieron los españoles no lograron refutar el éxito español.
Dicen que España ya no es lo que era, pero el mundo tampoco lo es. Para los americanos, España sigue siendo, sin embargo, la Madre Patria.
Un ejemplo y una sonrisa. Lamento profundamente que los españoles no puedan acompañarnos en ese sentimiento admirativo y entrañable

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.