martes, 6 de diciembre de 2016
EL TIEMPO QUE NOS MATA.....SIEMPRE
Si uno presta fina atención verá que todos pronunciamos sin darnos cuenta alguna palabra singular que se nos pega y nos define.
La dejamos caer o la utilizamos inconscientemente en el correr de cualquier conversación acerca de nuestros propósitos o sentimientos; también cuando trazamos breves balances sobre nuestro trabajo y nuestra vida.
Conozco una mujer que hace malabarismos entre su oficio y la crianza de sus cinco pequeños vástagos: tiene la muletilla desborde pegada en los labios. Un compañero que anda habitualmente prendado de damas esquivas mezcla en sus soliloquios, aun en aquellos que en nada se relacionan con el mal de amores, el vocablo sufriente.
Y hay un ingeniero que hace abuso irreflexivo y automático del sustantivo cansancio, en sus múltiples variantes y sinónimos. El ingeniero siempre está cansado.
Es bastante conocido, así que recurro una vez más a cambiarle el nombre (Santiago) y a borronearle un poco los contornos para que sus vecinos y socios no puedan identificar sus desventuras y por lo tanto compadecerlo; también para evitarme una querella por daño moral e invasión de la privacidad.
Santiago, que tiene sus necesidades básicas más que cumplidas, forma parte de esa legión de hombres y mujeres cuyo mayor drama es la falta de tiempo.
Se levanta a las 6 de la mañana para leer los diarios y escuchar la radio; sabe que estar informado es un imperativo de la época.
También para participar de la dulce ceremonia de despertar, vestir y prepararles el desayuno a sus dos hijos, a quienes lleva al colegio mientras les sonsaca información, les levanta el espíritu y les otorga promesas y consejos.
Ya solo, camino a su oficina o a un edificio en plena construcción, habla mediante el manos libres con sus jefes, subordinados, proveedores y clientes. Son diálogos frenéticos que buscan suplir extenuantes reuniones.
Después vienen los encuentros inevitables, hasta que cerca del mediodía sale al gimnasio y se exige a fondo con un personal trainer que parece no estar en sus cabales.
Exhausto y recién duchado, el ingeniero devora una ensalada y un yogur en diez minutos, mientras chatea amorosamente con su esposa y consuela por celular a sus padres. Luego retorna al yugo.
Tres veces por semana hace de gustoso chofer de los chicos, que tras la doble escolaridad tienen cursos diversos y meriendas con compañeros.
Los otros dos días Santiago destina esas horas anteriores a la cena para jugar un partido de fútbol con sus amigos de la secundaria y para asistir a un seminario sobre nuevas tecnologías.
La cena familiar es un rito afectuoso y didáctico, pero los jueves se interrumpe para una salida romántica y los sábados, para el cine o el teatro con amigos de su mujer, que son cultos y entusiastas de los libros y la ficción.
El propio Santiago lucha con el sueño nocturno para saborear alguna novela recomendada e intenta combinar esas pocas lecturas con su capacitación profesional permanente.
Los fines de semana no hay tiempo ni para la siesta: cunden las maratones infantiles y, domingo por medio, los largos asados con padres, hermanos y sobrinos, o con suegros y cuñados.
A esta peripecia semanal, el ingeniero agrega lapsos para la medicina, puesto que se somete a chequeos y estudios profundos y continuos, y también para cumplir su ambicioso objetivo mental: hacerle el amor al menos tres noches a su mujer. Ya se sabe que la salud y la sexualidad forman una sola religión.
Comienza a preocuparse, sin embargo, justo a raíz de esas áreas vitales. Al notar que en ocasiones se queda sin energía por la tarde (le baja la palma y su médico le receta vitaminas) y al descubrir que la exigencia de ser un gran amante no le permite gozar, sino en perspectiva, cuando ya todo terminó y su esposa le ha confirmado sin frases, pero con la cara transpirada y rozagante, que todo salió extraordinariamente bien.
Detecta que algo similar ocurre con los partidos de cancha rápida y con las veladas culturales sabatinas. Para que el duelo futbolero salga redondo, el ingeniero se preocupa anticipadamente por la reserva, por la pelota y las camisetas, por la puntualidad de los jugadores, por la estrategia, y durante el cotejo, porque el equipo no pase vergüenza.
Sólo disfruta mucho más tarde, en la cama, a punto de quedarse dormido, cuando decreta con alivio que la misión fue cumplida. Hace exactamente lo mismo con el cine y el teatro: Santiago se encarga de las entradas y de conseguir lugar en un restaurante de la zona con estacionamiento incluido, y durante la función se esfuerza en mirar los detalles y en comprender todo en un nivel profundo para no hacer un mal papel frente a sus exigentes camaradas, que convierten las sobremesas en un campeonato de críticas e interpretaciones.
Siente un enorme regocijo cuando se da cuenta, ya en el baño de casa, que la movida resultó perfecta. Aunque percibe, a su vez, algo alarmante: para él, mejor que comer es haber comido.
Y ese concepto, como un traje a medida, les cabe a sus obras y proyectos, a sus relaciones filiales, paternales y amistosas, al estudio y al entrenamiento físico. En el colmo de los colmos, mejor que leer una novela es haberla leído.
Resulta tan monstruosa su autoexigencia, está siempre tan tenso para que los desafíos cotidianos puedan alcanzarse, que nada le parece verdaderamente placentero, salvo satisfacer las demandas.
Que son irreprochables y sanadoras, pero también infinitas. Y como necesita ser siempre el mejor alumno, no porque se lo exijan los demás, sino porque se lo impone su propio fantasma, todo se desliza bajo un temperamento nervioso y contenido.
Los nervios cansan más que las carreras de veinte kilómetros. “Te lo tomás muy a pecho, capitán -bromea su arquero, que lo conoce desde el jardín de infantes-. Pará un poco, porque de tanto pecho te va a dar un bobazo.”
El ingeniero se ha hecho exámenes cardíacos de alta complejidad y sabe que el infarto o la muerte súbita son improbables. Pero todas estas señales lo hacen pensar.
Tampoco mucho, porque conectarse con uno mismo lleva tiempo y esfuerzo, y no encaja en la bicicleta de la vida feliz y apurada.
“Reconozco el placer sólo a posteriori porque estoy muy ocupado tratando de que el tren marche sobre rieles -dice a modo de autoexculpación frente a su clínico de cabecera-. Es raro, pero soy así y tengo que aceptarlo.”
El médico le receta un ansiolítico y le recomienda el yoga. No entra un alfiler más en su apretada existencia. A la semana vuelca con su camioneta en el Acceso Oeste. Tres vueltas completas; politraumatismo de cráneo y rotura de tibia y peroné.
No le quedan secuelas neurológicas, pero la situación naturalmente lo aísla, lo saca de circulación, le baja la velocidad y lo sumerge en el desconcierto.
Durante un mes entero no puede trabajar, ni llevar a sus hijos a la escuela, ni asistir al gimnasio, ni a la Universidad, ni al teatro, ni al cine, ni al fútbol. Tampoco puede lucirse como un amante maratónico.
Está por primera vez desprovisto de las presiones. Duerme mucho y llora bastante, aunque para adentro. Y llega a esta simple conclusión: tiene que aprender a renunciar.
Un hombre debería ser juzgado no sólo por las cosas que encara, sino por las veces que dice no, por las tentaciones que deja pasar de largo, y por el oficio que desarrolla para elegir, desistir y abdicar. Toda opción implica una pérdida.
Son incontables las chances, pero son limitados el tiempo y la energía humana. Santiago debe ejercitar estas reglas de juego si no quiere seguir volcando, y entonces acepta la sugerencia de su esposa: “Vos solo no vas a poder, no seas omnipotente”.
El ingeniero siempre fue remiso al diván, pero las circunstancias lo empujan. A los seis meses recupera totalmente la movilidad y la pesada rutina; sólo ha bajado un poco la frecuencia del personal trainer para encajar dos sesiones semanales con un psicoanalista.
Al año ya logró que el profesional pase de ser un abogado del diablo y un agente de cambio a ser un mero y simpático asesor.
Cada vez que se levanta del diván y le paga, siente una suerte de júbilo interno: mejor que hablar es haber hablado. Aprieta el acelerador y pone el manos libres. La vida es una larga sucesión de cansancios.
J. F. D.
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