miércoles, 14 de diciembre de 2016

EN EL "ESPACIO MENTE ABIERTA"; FAMILIAS



La opción no debería estar entre lo novedoso y lo viejo, sino entre lo genuino y lo inauténtico

Miguel Espeche

Las familias ensambladas, esas que surgen de la unión de "los tuyos, los míos y los nuestros", parecen ya ser parte de una añeja tradición, sobre todo si las comparamos con las nuevas formas de familia que aparecen en el paisaje, como el recientemente aprobado matrimonio igualitario, los adoptantes solteros, el alquiler de vientres o, como es la novedad más reciente en este rubro, las madrastras que se casan con hijastras (episodio que se conoció hace algunos días en Rosario), entre otros.
Independientemente de su magnitud cuantitativa en la sociedad, esas nuevas formas de concebir lo familiar, aun con la polémica del caso, significan un cimbronazo al universo conceptual acerca de lo que llamamos "familia".


Sabemos que el cambio no es un valor en sí mismo y, por tal causa, es muy importante pensar con hondura éste tipo de cuestiones , no generando una nueva "grieta", sino aportando a una genuina intención de progreso, que incluya variables que antes no eran tenidas en cuenta a la hora de definir lo que es una familia.
La opción no está entre lo nuevo y lo viejo, sino entre lo genuino y lo inauténtico dentro de lo que llamamos familia, opción que marca la eficacia trascendental que la familia tiene como matriz a partir de la cual la especie puede continuar su camino como tal.


No sabemos con exactitud en que terminarán algunos de los nuevos formatos de familia que se hacen visibles en los nuevos tiempos. Si bien hay ejemplos de familias de homosexuales que han llevado adelante y de buena forma los procesos de crianza de sus hijos, igualmente existe un gran territorio inexplorado sobre los alcances de varias de las propuestas de familia que surgen en la actualidad. Un ejemplo de ello es la sorpresa que significó el hecho de que jóvenes nacidos de fecundaciones en las que se había usado esperma donado o vendido a través de bancos de semen, una vez arribados a cierta edad, pedían saber quiénes eran sus padres biológicos. No lo hacían para renegar de su familia o del amor que recibían de ella, sino para, de alguna manera, completar la noción de identidad imprescindible para transitar su propia vida, algo que no pudieron saber de antemano los padres, los legisladores que legislaron sobre el tema, y menos aún aquellos donantes que creían poder desligar su aporte biológico de su humanidad.



Psicólogos, antropólogos, filósofos y la sociedad en general, apuntan a encontrar dentro de los nuevos esquemas familiares aquellos elementos en común imprescindibles para que una familia sea vista como tal. Se buscan las claves que habilitan a que un grupo humano sea considerado como una organización afectiva y funcional que logre, entre otras cosas, ofrecer un eje mínimamente adecuado para que los hijos se desarrollen de la mejor manera.
La palabra clave que atraviesa aquellos grupos y los transforma en "familia" podría ser "amor", pero, convengamos, dicha palabra (la palabra, no el amor) puede ser malversada con excesiva facilidad. Existen aquellos que ven al amor solamente como un sentimiento que aparece como un torrente vital, sin cauce ni forma y lleno de energía pasional e imperativa. Otros, en cambio, agregan a esa pasión un elemento que la hace sustentable en el tiempo y habilita a una acción que, como la de crianza de los hijos, requiere algo más que emoción. Ese elemento es el orden, a través del cual, y en sus diferentes dimensiones, las cosas se distinguen, se disciernen y cobran sentido, impidiendo que la fluctuación emocional, a veces caótica y tiránica, se adueñe de todo.
El amor humano es esencialmente vincular, y necesita un orden y un ritmo para poder manifestarse y saber qué se vincula con qué. Si todo es lo mismo, nada se vincula con nada ya que todo es una masa informe. Se sabe, por sentido común y por investigaciones científicas, que los chicos crecen mejor en ambientes previsibles, confiables, amorosos y sostenidos, en los que las palabras nombren las personas, las funciones, y las cosas, distinguiéndolas en su diferencia e integrando lo mejor posible a la familia con su comunidad. A su vez, los chicos se angustian en ambientes excesivamente volátiles, desordenados, indiferenciados, imprevisibles y lejanos de su medio cultural-social. Es verdad que los antedichos requerimientos no están en su totalidad garantizados por el mero respeto a un formato "tradicional" de familia, algo que se comprueba cuando de muchas de las familias con ese formato surgen situaciones críticas y nocivas, sobre todo, cuando el orden tradicional es un fin en sí mismo o un mero medio de control social.


A la vez, cuando se pone el foco en las formas novedosas de las familias, lo pintoresco y transgresor puede inhibir la percepción de la esencia de la cuestión, transformando la modificación "revolucionaria" de la forma familiar en un fin en sí mismo, una suerte de reacción adolescente contra el "viejo orden".
El debilitamiento de la red social (la real, no la que está en las pantallas), la brecha entre las generaciones, el cinismo, la economía inhumana, entre tantas otras razones que escapan quizás a nuestra conciencia, son parte del territorio sobre el cual valdría hacer foco para sanar la familia, evitando distraernos en demasía con la puja de las formas, nuevas y viejas, que sin savia vital son, ambas, la nada misma.
Sabemos que el amor no "circula" sin algún orden, algo que es hoy difícil de decir en forma pública sin recibir las agresiones correspondientes, por la idea de que es algo represor y autoritario. Pero más allá de eso vale encontrar un orden que sea vivo, fecundo y sustentable, que permita que el amor familiar se exprese y se transforme en espacio para una vida afectiva plena y lo más armónica posible.
Lo que está ocurriendo en algunos sectores de las nuevas corrientes que piensan la familia es que se confunde la modificación o evolución del orden tradicional con la abolición de cualquier orden, el que sea, porque lo "malo" es el orden como valor, no su uso distorsionado. Eso es, sin dudas, algo grave, que atenta contra el ADN de los vínculos humanos.
Es notable también que algunos pensamientos que llaman a respetar "lo diferente", paradojalmente en muchos casos reniegan de la diferencia, forzando igualdades allí donde no las hay. Hombres y mujeres no son lo mismo, hijos y padres tampoco, y los asuntos que hacen a la administración justa y amorosa de esas diferencias no se solucionan aboliendo las mismas con un "igualismo" facilista.


Los deseos no son necesariamente derechos. Es dentro de la familia que es posible entender la anterior afirmación, ya que en la familia hay una interacción permanente que debe necesariamente regularse para que puedan coexistir sus integrantes. Son los padres quienes deben asumir esa función, más allá del formato que tenga la familia.
En su mejor versión, la familia es un lugar para educar el respeto y coexistencia de lo diferente, dentro de la cual hay una diversidad de funciones distinguibles (materna, paterna, filial) no un paisaje homogéneo, sin matices, masificado por aquello de que abolir los contornos es signo de amplitud o libertad.
Por eso, a la hora de pensar las cuestiones de familia, habrá que despojar de ideologismo la temática, honrar, valorar y ejercer las diferencias, y actuar con ponderación y sobriedad, porque la mera militancia atolondrada atenta contra la intimidad de los afectos, esa intimidad sagrada que es la esencia y el corazón de lo que consideramos familia.at.
Psicólogo y psicoterapeuta

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