lunes, 12 de diciembre de 2016

UNA MIRADA SOBRE MÉXICO

 Esta megaurbe ubicada a 2000 metros sobre el nivel del mar, rodeada de colinas tapizadas por barrios modestos y en la que viven ¡25 millones de personas! es una fragua gigantesca en la que se funden las últimas curiosidades de la tecnología con tradiciones que vienen de tiempos precolombinos. Podemos desconcertarnos con una escena de TV que aparece súbitamente en un rectángulo del espejo del baño y al mismo tiempo enterarnos de que los 21 de marzo una multitud se vuelca a un sitio arqueológico, asciende las escalinatas de antiquísimas pirámides y extiende sus brazos hacia lo alto para "absorber la energía del sol".

En esta colmena gigantesca, los museos, los nombres de las calles y los vendedores ambulantes invitan a remontarse hacia un pasado remoto, cuando un mosaico de comunidades hablaban alrededor de 150 lenguas, elaboraban papel y poseían una de las astronomías más avanzadas de su tiempo.
Bastan un par de horas en Teotihuacán, llamada "la ciudad de los dioses" y ubicada a unos 50 km del DF, para que no queden dudas sobre esas maravillas. Los restos de lo que alguna vez fue una gran metrópoli abruman. Aunque la escena se haya descripto en libros y películas, conmueve caminar por la ancha avenida de dos kilómetros de largo flanqueada por decenas de pirámides truncadas (y con detalles tecnológicos avanzados para su época, como salas de baños y primitivos conductos de agua corriente).
Desde la base, es imposible ver la cima de la "pirámide del Sol", que se construyó para adorar al dios de la lluvia, Tláloc. Es una estructura colosal, construida con 125.000 toneladas de piedra y que supera los 70 metros de alto. Hay que ascender 365 escalones para llegar hasta la cima y observar el conjunto que lo deja a uno sin palabras. Junto con la "pirámide de la Luna", de 42 metros de altura, dominan una plaza que los arqueólogos calculan tenía capacidad para recibir a 90.000 personas.


Ciudad de México se levanta sobre los restos de Tenochtitlán, construida sobre las aguas de un lago. De ella escribió Bernal Díaz del Castillo en los días de la llegada de los conquistadores: "...nos quedamos admirados (...) y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños".
Al parecer, dejando al margen sus atroces rituales de sacrificios humanos, los aztecas distribuían maíz para los pobres, tenían instituciones especiales para la atención de los niños con retraso mental, servicios de salubridad y hospitales. Mantenían letrinas públicas, recogían en forma regular los desperdicios y se bañaban diariamente. Los cirujanos hacían trepanaciones y sangrías, extirpaban cataratas y hasta utilizaban cabello humano para suturar.


George Vaillant cuenta en La civilización azteca que "desde la infancia el individuo seguía una conducta social correcta; el que violaba la ley sufría serias consecuencias. Todo el mundo tenía propiedad personal de alguna clase, pero la mayor parte de la tierra pertenecía a la comunidad y al individuo sólo sus productos". Y destaca: "Un azteca se habría horrorizado ante el desnudo aislamiento de la vida individual de nuestro mundo occidental". Entonces, llegó Cortés, al que confundieron con una deidad largamente esperada. Avanzó con unos cientos de soldados y algunos caballos y conquistó un imperio. Sobrevuelo fascinada ese pasado difícil de comprender mientras preparo el regreso a la realidad de todos los días, que ahora incluye un retroceso en el camino trazado para la ciencia local, algo que no es precisamente fascinante.

N. B. 

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