lunes, 15 de mayo de 2017

DE LA VIDA REAL.....HISTORIAS POLICIALES....ROLANDO BARBANO

ROLANDO BARBANO
Hay amores que hacen volar.
Había intentado dejarlo todo atrás: el despecho, las mentiras, el dolor y las amenazas.
Sin embargo, la sed de venganza lo ahogaba de tal forma que un día decidió tomársela toda de un trago, con los ojos bien cerrados, para no saber cuándo ni a quién se la cobraría.
Recordó que antes, en otra época, practicaba con su viejo. Ponían dinamita en el cerro y abrían camino para que la hacienda bajara a pastar.
“Yo hago volar a los burros”, se reía frente a todo el pueblo, porque de vez en cuando alguno de esos animales se acercaba a curiosear y terminaba por los aires.
Nadie hubiera imaginado que era un ensayo.
El pueblo está en el interior profundo de Catamarca. Se llama Los Nacimientos, tiene 215 habitantes y a dos familias enfrentadas. Una es la suya, la de César Rodríguez, el hijo de José Erasmo y de Pascuala Segunda.
La otra es la de Justina Flores, la mamá de Erika, de Héctor y de David.
La pelea viene de lejos, nacida en una curiosa costumbre adoptada por varios animales de los Flores: desaparecer de su terreno y migrar hacia el de los Rodríguez.
En Los Nacimientos hay poco más que una posta sanitaria. Cuando la tragedia aún no había estallado, una vez por semana los Rodríguez iban hasta la localidad de Santa María, compraban provisiones y luego las revendían a sus vecinos en un pequeño local, el único que ofrecía alimentos en todo el pueblo.
Los Flores, en cambio, preferían viajar 220 kilómetros para ir a hacer sus compras antes que caer en el negocio de sus rivales.
Podrían haber vivido así por siempre. Pero la muerte los aguardaba.
César Rodríguez consiguió trabajo de muy joven en la actividad minera, primero como camionero y luego como operario de máquinas viales. Pasaba semanas enteras en la mina de Farallón Negro, donde hasta tenía asignado un cuarto.
Cuando bajaba de allí, atendía el comercio familiar. Su rutina se mantuvo casi invariable durante los últimos 10 años. Hasta que en 2012 conoció el amor.
Erika era la hija menor de Justina Flores. Tenía sólo 14 años cuando empezó a salir con César, que entonces tenía 31.
La relación fue imposible desde el primer capítulo: la mamá de la adolescente se oponía a que tuviera novio y, más aún, a que fuera alguien tanto más grande. Y, encima, de la familia Rodríguez.
Pero el noviazgo siguió. César empezó a pedirle a Erika que se fuera a vivir con él, pero la mamá no le permitía siquiera salir del hogar. El conflicto fue creciendo y, tras una pelea, la chica decidió escaparse de su casa.
César alquiló una pieza en la localidad de Belén y allá se fueron. Pero Justina no se quedó tranquila: junto a los hermanos de Erika, la buscó por todos lados.
Hasta que un día de agosto de 2012 se la encontró en una plaza. La mujer fue a la comisaría local, denunció al novio de la chica por abuso sexual de menores y logró que detuvieran a la pareja.
Se inició una causa penal que, insólitamente, no avanzó. Pero al menos logró convencer a Erika de que dejara a César y regresara a casa.
El hombre enloqueció. Se obsesionó con la adolescente y comenzó a perseguirla para que volviera con él. Le ofreció casamiento y una vida nueva, lejos de allí.
Cuando vio que no tenía grandes chances, se acercó a su amiga Estefanía para intentar que ella la convenciera. Como la cosa no funcionaba, la tentó con conseguirle trabajo en la mina si tenía éxito.
La chica intentó ayudarlo, pero todo fue para peor. A mediados de 2013, los reunió en su casa de Los Nacimientos. Como Erika amagó con irse, le quitó el celular y la dejó encerrada en una habitación junto a César. Ahí empezaría a escribirse el final del drama.
Los exnovios tuvieron una discusión. Ella se enojó mucho por la trampa en la que había caído y él le insistió con que regresara a él. “Me voy a vengar de esto”, le gritó Erika.
“Yo me voy a vengar más, porque te voy a quitar a cualquiera de tu familia”, le habría respondido César. “A tu vieja, a tu hermano…”, habría puntualizado, antes de intentar forzarla a tener sexo.
Erika escapó, sin saber lo que vendría.
En la mañana del 26 de septiembre de 2013, Justina Flores (65) se despertó más temprano que de costumbre.
Uno de los hermanos de Erika la llevó en moto hasta la ruta 40 y allí se tomó el colectivo que une Los Nacimientos con Santa María.
Llegó a las 9, pagó unas boletas, compró provisiones para toda la familia y después fue hasta una casa que alquilaba en esa localidad. Tenía que buscar maíz y afrecho para unos animales que tenía en el pueblo.
Su plan era volverse en el micro de las 13, por lo que un rato antes salió de la propiedad para ir a la terminal. Tuvo suerte: justo pasaba un remís por la puerta y logró hacerle señas para que se detuviera.
El chofer era Neri Ángel Santos, un muchacho de 26 años, hijo de una familia pobre y único sostén de sus padres.
Justina le pidió que metiera su coche -un Volkswagen Polo- en la entrada de autos y que la esperara allí, mientras ella buscaba adentro todas las bolsas que tenía que cargar hasta la terminal.
El remisero no se quedó ahí: bajó y se dispuso a ayudarla.
Sería lo último que haría antes de volar por los aires.
La explosión sacudió a medio Santa María. Lo primero que se encontraron los rescatistas que llegaron a la casa fue a Neri tirado entre su auto y otro coche que había dentro del garage, un Ford Fiesta.
Estaba boca arriba, muerto y mutilado: había perdido hasta los ojos. A sólo 80 centímetros de él estaba el cuerpo de Justina, boca abajo y con el cuerpo desgarrado.
El cielorraso del garage había caído, parte de una ventana había estallado y las paredes lucían daños. Dentro y fuera de los cadáveres había trozos de hierro de 6 milímetros de diámetro y entre 1 y 2 centímetros de largo.
Una bomba tipo vietnamita, de las que arrojan pedazos de metal como proyectiles al estallar, había explotado entre ellos.
La Policía tardó apenas unas horas en ir a detener a César Rodríguez. Se lo llevaron preso y al día siguiente allanaron su casa, donde encontraron tres cartuchos de gelignita -un explosivo gelatinoso- marca Gelamón 65%, manufacturado por la Fábrica Militar de Explosivos de Villa María; distintas herramientas y un cuaderno “Éxito” de espiral en cuyas páginas cuadriculadas había dibujado el diagrama de un circuito electrónico.
El material explosivo hallado en la casa de César, se comprobaría luego, era el mismo que se utilizaba en la mina de Farallón Negro.
Para los investigadores no hacía falta más pruebas, pero el acusado interpuso una coartada sólida: había estado trabajando en la mina toda la semana previa y recién había salido de allí a las 9 de la mañana del día de la explosión.
Luego había estado atendiendo el negocio familiar hasta el mediodía -donde lo habían visto varios testigos- y había almorzado con sus padres, siempre en Los Nacimientos. Es decir, a 110 kilómetros del lugar del doble crimen.
Sin embargo, pronto los peritos lo pusieron en aprietos.
Los especialistas indicaron que lo que había matado a Justina y a Neri había sido una trampa explosiva: una bomba colocada dentro de una caja de herramientas de plástico, dejada por alguien sobre el capó del Ford Fiesta estacionado en el lugar, que se había activado al ser tocada por Justina.
El testimonio de la novia de uno de los hijos de la víctima lo terminó de complicar.
La joven contó que había pasado por la casa del estallido siete días antes y que había visto la caja depositada sobre el capó del Ford Fiesta.
El detalle le había llamado la atención, pero había olvidado comentarlo con el resto de la familia.
Para la Justicia, César Rodríguez había ido el 19 de septiembre a esa casa, había dejado el explosivo y luego había ingresado a trabajar a la mina. Sabía que iba a matar a algún Flores, pero no cuándo ni a quién.
Cuando lo indagaron, César contó una historia de fábula. Aseguró que en diciembre de 2012 un curandero peruano llamado Richard había ido a verlo y le había pedido que le vendiera explosivos y varillas de hierro.
Explicó que en la mina él operaba una pala mecánica con la que solía ir a tapar desechos -entre los que había gelamón, cables y cobre- que los camiones sacaban del lugar y arrojaban a la basura.
Por eso, indicó, para él era fácil obtener esos elementos. “Antes de tapar la basura revolvía y sacaba los cartuchos de gelamón para vender”, afirmó.
¿Por qué el tal Richard habría querido matar a Justina?
César juró que el curandero vivía en casa de los Flores y sugirió que quería vengarse de la muerte de un joven llamado Javier, a quien la señora habría ahorcado -y enterrado- al descubrir que le robaba hacienda.
Jamás surgieron indicios de que Richard y Javier siquiera hayan existido. Igual, César repitió la versión esta semana, cuando declaró en el juicio que le está haciendo el Tribunal Oral Federal de Catamarca por el robo de los explosivos -es imposible que los haya encontrado en la basura, como dijo- y por el “doble homicidio calificado por haber sido cometido por un medio idóneo para crear un peligro común”. Arriesga una condena a perpetua.
El juicio terminaría la semana próxima. Luego empezará la demanda civil que Gabriela Carrizo, abogada de la familia del remisero, planea contra César y contra la mina.
Espera conseguir algún resarcimiento para la humilde madre de Neri Ángel Santos, el joven al que no tanto el amor como el destino hizo volar.

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