sábado, 13 de mayo de 2017

PENSAMIENTOS ÍNTIMOS; JUJUY



Durante Semana Santa volví a Jujuy después de más de 30 años. Como dice un fotógrafo amigo que vivió en la Quebrada de Humahuaca, esa franja que va de San Salvador a La Quiaca es el único lugar del país en donde aquellos que descendemos de europeos somos extranjeros. Allí, la mayor parte de la población pertenece a una cultura distinta de la nuestra. Ya se sabe: todo cambia, nada se mantiene en estado puro, sobre todo en estos tiempos de globalización virtual. Aún así, tuve la impresión de que en todos estos años lo esencial allí permanecía tal como lo había encontrado tanto tiempo antes. En todo caso, parecía claro que entre el primer viaje y éste quien en verdad había cambiado no era el lugar, sino yo mismo.
Sin saberlo, iba en busca de las dos cosas. Tanto de aquel mundo de montañas y hombres silenciosos que había sido la primera escala de un viaje iniciático, como también de mí mismo. Pero no del que soy ahora, sino del que había sido a los 21 años, sediento de distancias y horizontes. Cuando salí de Jujuy capital por la ruta 9 y empecé a internarme en la Quebrada, con las montañas de polvo y piedra elevándose a ambos lados, me invadió una euforia que se me antojó parecida a aquella que alguna vez sentí allí mismo y que ya ni siquiera es recuerdo. Tal vez se trataba de una simple reacción física ante un paisaje imponente y ante ese aire limpio que nos acerca aquello que está lejos, como los picos de los cerros y las nubes bajas que juegan entre ellos.



La otra vez, la primera, subí la Quebrada en tren. Un tren muy democrático en el que se desplazaban los lugareños con sus paquetes, sus comidas y a veces hasta con sus animales. Un tren que este país impiadoso se encargó de destruir, como tantas otras cosas buenas. Fui el único pasajero que se bajó en la estación Purmamarca. Cuando el tren siguió su camino, se me acercó el encargado de la estación. Confirmó que yo iba al pueblo, me entregó cuatro o cinco cartas atadas con un piolín y me pidió que las llevara a la oficina de Correos, sobre la plaza. Con ese gesto, me hizo uno de ellos. Llegaba a Purmamarca no como un forastero, sino como el portador de un puñado de noticias. Tenía una misión, un motivo para llevar mis pasos por ese camino serpenteante en el que sentí que el mundo era enteramente mío.
Tras recorrer a pie los tres kilómetros hasta el pueblo, llegué a la placita desde donde se veían la iglesia y los cerros de colores. Allí mismo estaba el Correo, hacia donde dirigí mis pasos sin demora. Los dos hombres que conversaban adentro no tuvieron necesidad de interrumpir su charla cuando yo, esperando quizá una recompensa excesiva, les extendí el paquete de cartas. Pero bastó que les preguntara dónde podía pasar la noche. Por entonces no había hospedajes en Purmamarca. Me indicaron que subiera por la calle de la esquina hasta dar con la casa de doña tal, a la que identificaría por esto y aquello, donde había una habitación que podría alquilar.
La señora era muy amable y el cuarto estaba muy bien. Pensaba quedarme sólo por una noche, pero al final me quedé más de una semana. Y si una mañana partí por donde había llegado fue porque advertí que el pueblo había empezado a adoptarme, y yo, a sentirme muy cómodo en él, y eso ponía en riesgo la continuidad de mi viaje casi antes de que hubiera empezado. Además, me había propuesto llegar al Cuzco antes de la fiesta de Inti Raymi, cosa que no logré, por esta y otras distracciones que, ya lo aprendería, eran en sí mismas la razón de ser del viaje.
Me hice una rutina en Purmamarca. Por la mañana ayudaba a las indias a llevar sus telas y artesanías a la plaza, donde las exponían ante los turistas que llegaban en uno o dos ómnibus a media mañana para irse raudos a mediodía. Almorzaba en la casa en la que me hospedaba. La siesta era mi momento de soledad. Caminaba hasta el río que cantaba sobre las piedras y me echaba a leer El arte del ocio, de Hermann Hesse. Por las tardes iba a conversar con el padre del dueño del local de artículos regionales que quedaba en una esquina, frente a la plaza. Al principio, en la calle, donde él sacaba su banco. Después, en la casa, donde tenía una colección de puntas de flecha y de lanza que había recogido en sus peregrinajes por la montaña. Era un viejo indio que me relataba las luchas de Viltipoco contra los conquistadores. Habrá notado mis temores cuando le conté que estaba lanzándome a un viaje sin trayectoria cierta por Sudamérica. "Andá tranquilo -me dijo-. Nada malo te puede ocurrir."



Esas palabras me dieron una confianza que me acompañó durante todo el viaje. Y que, de un modo inexplicable, me dura todavía.
H. M. G. 

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