El Gobierno necesita ajustar su discurso y aportar más volumen político al nuevo escenario económico; el sector energético es clave
Las dos mejores noticias al cabo de un "semestre negro" para la política económica (y hasta el fútbol), provinieron del exterior y se resumen en dos siglas: FMI y MSCI. Tanto el crédito récord del Fondo Monetario cuanto la recategorización de la Argentina como mercado emergente, ofrecen una oportunidad para asentar el nuevo escenario económico durante la segunda mitad del año. Que esta vez sea aprovechada o no depende del manejo político, ya que la previsible estabilización del mercado cambiario es una condición necesaria pero no suficiente para asegurar buenas noticias en los próximos meses.
El choque de las expectativas económicas contra la realidad fue tan duro como el de la selección argentina en el Mundial de Rusia. Tras la abrupta suba del dólar (casi 50% en seis meses), ahora está por delante la perspectiva de mayor inflación, altas tasas de interés, menor consumo y actividad, nuevas correcciones de precios relativos y aumento de la conflictividad social y sindical, cuya primera evidencia es el paro dispuesto para mañana por la CGT con el acople de movilizaciones de sectores radicalizados.
Este cuadro obliga al gobierno de Mauricio Macri a jugar al menos dos partidos clave: la comunicación con la sociedad y el manejo político dentro y fuera del oficialismo. Después del vértigo de la crisis cambiaria, aún está lejos de haber instalado que el "modelo" cambió, es más restrictivo y el problema pasó a ser la necesidad de corregir los abultados déficits de las cuentas fiscales y externas, sin otra fuente de financiación por un buen tiempo que los dólares que desembolsen el FMI y los organismos multilaterales de crédito, condicionados al cumplimiento de metas cuantitativas en ambos frentes.
Aún con el alivio de los espaldarazos externos de la última semana, la Casa Rosada necesita ajustar su discurso a la cruda realidad de los números en rojo. Ya perdió la oportunidad de describir -a fin de 2015- la insostenible herencia macroeconómica del kirchnerismo, al edulcorar su diagnóstico con la fuerte dosis de optimismo por el cambio de rumbo y el abundante endeudamiento externo para financiarlo con un dólar barato, que también avaló la oposición en el Congreso. Para no repetir el error, ahora debería predicar con números qué significó "vivir de prestado" y por qué el cierre del crédito externo voluntario conducía a una crisis como la que evitó hace dos años y medio. En otras palabras, explicar sin tecnicismos cuánto y en qué el Estado gasta más de lo que recauda y la economía consume más dólares que los que genera genuinamente.
Esto implica una necesaria autocrítica, más allá de la sequía histórica del último verano y del contexto externo menos favorable. El economista Ramiro Castiñeira aportó esos números en el último informe de la consultora Econométrica. Allí explica que "el gradualismo de pizarrón pretendía tomar deuda por US$30.000 millones por año, es decir 120.000 millones en cuatro años", una cifra 50% superior a los casi US$ 80.000 millones que la Argentina dejó impaga en 2001 cuando declaró el default. Y concluye que la crisis cambiaria puso en evidencia que el país tiene menos crédito externo que el pretendido y la necesidad de recurrir al FMI como prestamista de última instancia. Las condiciones clave son tipo de cambio libre y emisión cero del Banco Central para no financiar al Tesoro ni comprar reservas.
La adaptación del discurso oficial ya se puso en marcha, pero con altibajos. Nicolás Dujovne se hizo cargo del nuevo escenario de mayor inflación y menos crecimiento, además de reconocer que tanto la devaluación como su contracara de tasas en pesos de 47% anual, son el mal menor y temporario para evitar una crisis de mayores proporciones. Con un matiz diferente, Luis Caputo se inclinó desde el BCRA por la clásica fórmula de transformar problemas en buenas noticias al señalar que, pese a su alto costo de corto plazo, la corrida cambiaria "fue lo mejor que nos pudo haber pasado" para recurrir al Fondo, asegurar el financiamiento externo necesario y comenzar "a desarmar la pelota de las Lebac".
Claramente, lo mejor era que no hubiera ocurrido. Macri, a su vez, afirmó que ahora "vamos por menos gradualismo" (fiscal), pero dejó pasar la oportunidad de reducir el número de ministerios tras los relevos en Energía y Producción para calmar a su frente político interno.
El otro desafío para el Gobierno, donde también comenzó a dar informalmente sus primeros pasos, es aportar mayor volumen político a la necesaria negociación con el propio oficialismo, los gobernadores, la oposición dialoguista, empresarios y sindicalistas, para repartir los costos del ajuste fiscal y de precios relativos en sectores sensibles como alimentos y energía. No será fácil, porque en todos los casos deberá optarse por el mal menor, mientras se busca reparar el daño en las expectativas económicas con la auditoría externa del FMI. Pero no avanzar en el terreno de los acuerdos políticos y sectoriales implicaría dejar piedra libre a los dirigentes opositores que rechazan de plano el programa con el Fondo, sin ofrecer otra alternativa que el retorno al populismo, los controles y la "maquinita".
Por ahora sólo está claro que el acuerdo con el organismo ya es un hecho y que las decisiones para cumplirlo dependerán de la Casa Rosada. No se trata de la "economía de guerra" que proclamó Raúl Alfonsín en 1985 al lanzar el inicialmente exitoso Plan Austral, frustrado tres años después por el desborde fiscal. En lo inmediato, el objetivo oficial es más modesto: que la inflación cierre este año con un número 2 y no un 3 por delante y que el PBI no abandone el signo positivo de los últimos 15 meses, aunque sea por efecto arrastre, para retomar el crecimiento en 2019 y atenuar el impacto del recorte del déficit primario equivalente a 0,9% del PBI (unos $120.000 millones).
El otro desafío para el Gobierno, donde también comenzó a dar informalmente sus primeros pasos, es aportar mayor volumen político a la necesaria negociación con el propio oficialismo, los gobernadores, la oposición dialoguista, empresarios y sindicalistas, para repartir los costos del ajuste fiscal y de precios relativos en sectores sensibles como alimentos y energía. No será fácil, porque en todos los casos deberá optarse por el mal menor, mientras se busca reparar el daño en las expectativas económicas con la auditoría externa del FMI. Pero no avanzar en el terreno de los acuerdos políticos y sectoriales implicaría dejar piedra libre a los dirigentes opositores que rechazan de plano el programa con el Fondo, sin ofrecer otra alternativa que el retorno al populismo, los controles y la "maquinita".
Por ahora sólo está claro que el acuerdo con el organismo ya es un hecho y que las decisiones para cumplirlo dependerán de la Casa Rosada. No se trata de la "economía de guerra" que proclamó Raúl Alfonsín en 1985 al lanzar el inicialmente exitoso Plan Austral, frustrado tres años después por el desborde fiscal. En lo inmediato, el objetivo oficial es más modesto: que la inflación cierre este año con un número 2 y no un 3 por delante y que el PBI no abandone el signo positivo de los últimos 15 meses, aunque sea por efecto arrastre, para retomar el crecimiento en 2019 y atenuar el impacto del recorte del déficit primario equivalente a 0,9% del PBI (unos $120.000 millones).
Aunque nadie lo diga con todas las letras, una parte del ajuste previsto para 2018 ya está hecho con la devaluación que licuó pasivos en pesos del BCRA y permitirá atenuar progresivamente el rojo de las cuentas externas. Y también con el recorte de obras públicas para bajar el gasto (también en dólares), mientras sube la recaudación en pesos de los impuestos al comercio exterior como los ligados a la alta inflación futura, que reducen el déficit primario. El problema son los ajustes extra de los salarios estatales y, principalmente, el aumento de los subsidios a las tarifas debido a la suba en dólares de los precios mayoristas de la energía y los combustibles.
En el sector energético la clave pasaría por negociar precios por plazos de contratos, sin alterar la política de fondo. Ya Juan José Aranguren había acordado con la cadena de valor del petróleo un precio teórico hasta fin de julio para atenuar el traslado a los surtidores de las subas del dólar y el crudo, con una recuperación gradual posterior. Y ahora se supone que su sucesor, Javier Iguacel, negociará una baja del precio en dólares del gas natural en boca de pozo sólo para uso residencial, a fin de no abultar facturas y extender el sendero de recorte de subsidios hasta 2021 acordado con el Fondo. A cambio, se mantendrían los incentivos para la explotación en Vaca Muerta.
Sin embargo, la negociación política más importante serán los números del Presupuesto para 2019, después de que Buenos Aires y las demás provincias recuperaran ingresos con el pacto fiscal a costa del déficit del Tesoro nacional. La Casa Rosada apuesta a que tendrá del lado de la gobernabilidad a los gobernadores que buscan su propia reelección. Pero entonces habrá comenzado la cuenta regresiva para la elección presidencial y la economía difícilmente abandone su primer plano.
Hace poco se citó una frase del economista Orlando Ferreres, según la cual "en la Argentina festejamos los créditos y lloramos las deudas". Ahora cabe mencionar otra de su colega Miguel Kiguel para quien, a la inversa del proverbio chino, el país "tiene la extraña particularidad de transformar las oportunidades en crisis".
N. O. S.
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