lunes, 2 de julio de 2018

HABÍA UNA VEZ....

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En ese teatro del modesto pueblo de provincias, el Candilejas, había conocido las primeras ilusiones. Estaba montado sobre un terreno que hacía algunos años había sido una cancha de pelota paleta, y poco después del atardecer, una vez que concluía la jornada de trabajo, hombres y mujeres de los más variados oficios -el dependiente de una farmacia, el almacenero, el odontólogo o la dueña de la mercería, su memoria no ha retenido esos detalles- dedicaban las últimas horas del día a ser otros y tal vez huir por un momento de vidas que a menudo eran algo grises.
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El padre de E. era actor aficionado, de modo que la familia entera pasaba muchas horas entre camarines y bambalinas. Desde esas sombras, en la última frontera del escenario, el niño miraba a su padre y disfrutaba de ese histrionismo encantador con que también solía animar las reuniones familiares. A veces, el pequeño E. jugaba un personaje breve o murmuraba el parlamento de un actor que se sabía de memoria. Cada vez que lo encuentro en reuniones sociales, ahora que han pasado casi cincuenta años, me sonrío para mis adentros. De aspecto atildado, el gesto discreto y la seriedad inconmovible de quien parece estar sumido en una larga meditación, cuando menos lo espera su interlocutor asoman un brillo en los ojos o una breve torcedura de la boca que mueven a la risa. Es un comediante de rostro imperturbable. Esa discreción suele recordarme a Buster Keaton, aquel bufón de gestualidad elegante que en films como El maquinista de la General, la genial pieza de 1926, era capaz de hacer desternillarse de risa a los espectadores sin mover un solo músculo de la cara.
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El Candilejas ofrecía también películas. En un pueblo modesto, el cine es aventura y cobijo, fábrica de ilusiones y punto de encuentro. Durante las tardes los chicos solían escabullirse allí de las miradas de los adultos. Miraban fragmentos de películas desde la cabina del proyectorista o apuraban el paso en la escalera de madera que conducía al piso superior, turnándose para subirse a un banquito y espiar escenas siempre inconclusas por los dos ventanucos situados junto a los dos proyectores. La felicidad más intensa era la que traían las películas vedadas. Eran films de una sexualidad inocente, pero la efervescencia de los diez o doce años convertían esas candorosas provocaciones -un muslo al desnudo, los vaivenes de un torso descubierto, la boca falsamente insinuante llena de palabras que encendían el brusco deseo adolescente y a veces la risa culposa del que sabe que está "pecando" a escondidas- en un placer indecible. Llegaban a ese Edén clandestino y en penumbras, apenas iluminado por la luz vacilante de la proyección, rodeando las primeras filas de butacas. La pantalla de cine estaba colocada un metro por delante del telón que cubría el escenario, de manera que los chicos lo levantaban apenas y se escabullían por debajo para tenderse boca arriba en el piso, los ojos fijos en los cuerpos femeninos escorzados de modesta desnudez. Esas imágenes, que enfebrecían la imaginación infantil, los acompañaban obsesivamente durante el resto de la tarde, hasta que a última hora desataban en la intimidad de sus dormitorios, los labios fríos y húmedos sellados para que ningún ruido los delatara, una tormenta de poluciones nocturnas. Todavía hoy, cuando han pasado tantos años, recuerdan con una sonrisa esas deliciosas tempestades y el golpe electrizante y aliviador de su ansiado desenlace.
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Es en la sala, resguardándose en la media sombra de una proyección, donde los chicos disfrutan de esos placeres furtivos en Cinema Paradiso, el film de Giuseppe Tornatore de 1988. El protagonista es Totó, un chico que establece una relación entrañable con Alfredo, el proyectorista del cine del pueblo, en tiempos en que el cura del pueblo censuraba las escenas en que hombres y mujeres se besan; esos breves trozos de película eran cortados y las cintas del negativo arrumbadas en un canasto de la cabina de proyección. Totó se irá del pueblo, pero jamás olvidará esas tardes de ensueño en el Candilejas. Al cabo de más de treinta años, regresa para despedir a su amigo, quien antes de morir le ha dejado una cinta. Es la película que Alfredo le dejó como legado: una larga sucesión de besos robados, los besos prohibidos impresos en los trozos de celuloide que se habían acumulado en el cesto durante años. Totó mira esas imágenes con lágrimas en los ojos. Son lágrimas de dolor y de dicha, el llanto con que se mira desde lejos el principio de la vida.

V. H. G.

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