sábado, 7 de julio de 2018

HISTORIA DE VIDA

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Frecuentemente las personas me preguntan por mis viajes y por los parajes que más me gustan. ¿Cuál es el lugar que te ilusionaría conocer?
La verdad es que ninguno. ¿Apático o blasé?
Luego de viajar y vivir en diferentes destinos, desde muy chico siento que lo único que quiero es abrazar los países y lugares que ya aprendí a querer y que tienen un espacio marcado dentro de mis sentimientos. Mis lugares amados me hacen sentir que estoy en una larga casa llena de puertas que voy abriendo, y que con el correr de las semanas los meses y los años me conducen a recintos nuevos donde con el conocimiento y el amor ya existente llego a la certera profundidad de sus contenidos. La belleza reside en que nunca conoceremos el verdadero misterio de un país. Es tan hermosamente complejo que una vida no alcanza para abarcarlo. Su cultura e idiosincrasia se va entretejiendo con su geografía y sus gentes, creando siempre un nuevo signo de interrogación sobre lo que ya nos parecía establecido.
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Ya ejercí demasiado el acto de estar sentado dentro de un auto mirando los más bellos paisajes, arrozales, montañas, monumentos, edificios exóticos en países remotos. Esa forma de viajar me deja un vacío, es como si toda aquella belleza que en el momento me exalta, con el correr de los días pasa a ser un recuerdo efímero, casi vano.
El valor verdadero de viajar es permanecer, pasar tiempo en un lugar para poder conocer en profundidad y aprender las razones y raíces de sus culturas, tradiciones, arquitecturas, comidas, vestimentas, religiones.
Recuerdo de niño visitar la casa de un amigo, su padre tenía en una pared un enorme mapa del mundo y se ocupaba de poner una banderita roja en cada lugar que había visitado; siempre que me invitaba yo quedaba como petrificado mirando la inmensidad del mundo, sus comarcas y fronteras y sobre todo lo que recuerdo son los cientos de banderitas que lo ocupaban.
Nunca conocí a su padre, pero siempre sentí una profunda admiración por aquel hombre que parecía haber puesto sus pies en cada rincón del planeta.
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Hoy comprendí, luego de viajar incansablemente, que aquellas banderas no son más que eso y que, al menos para mí, de poco sirve el paso frugal de viajero veloz que el tiempo rápidamente se ocupa de borrar. Pero aquellos lazos que construye el tiempo con la profundidad de la convivencia parecen ser nudos imborrables.
Hoy es solo el trabajo el que me lleva a viajar. De lo contrario, prefiero estar en casa. De las ciudades del mundo que conozco, la única que quiero seguir abrazando es París, ya que ella puso dentro de mí una semilla que nutrió y fortificó mi vida espléndidamente. París me abrazó con generosidad y rigor, y por eso la amo. Cada vez que vuelvo a ella debo necesariamente primero recorrer cada lugar que conozco y luego ir en busca de nuevas aventuras y percepciones. Los años que pasé allí y la innumerable cantidad de veces que la visité hace que forme parte de mi alma geográfica y esencia.
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Debe de haber también un respeto por las culturas; hace no mucho un famoso cocinero nórdico le dijo a un periodista que su nuevo sueño era reinventar la cocina de México, que gracias a sus vacaciones en aquel país sentía ese llamado. El mundo debe arrodillarse frente a la cocina milenaria de México, sus tradiciones y complejas recetas atadas a sus tierras y productos nativos. Se necesita algo más que un galardonado, inventivo y joven cocinero extranjero para hacer mella en aquel embate heroico de sabores y técnicas ancestrales.
A través de una querencia extendida en un país podemos lentamente comenzar a vislumbrar los rasgos de su cultura y sabores, pero siendo siempre respetuosos forasteros. Sí: me siento un purista y defiendo las culturas regionales.

F. M.

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