sábado, 7 de julio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


RELATO DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
El Visir es un caballo gris tirando a blanco que vive dentro de una vitrina. Tiene marcado a fuego en su anca izquierda una N. De Napoleón. El sultán de Turquía se lo regaló a Bonaparte, que lo montó en 1805, lo utilizó en doce batallas y se lo llevó al exilio de Santa Elena.
El corcel murió en Francia, en 1826, cinco años después que su amo. Cuenta la leyenda que los ingleses lo acogieron, lo rellenaron, y que fue recuperado posteriormente por Francia.
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Le hicieron una restauración integral en 2016 y ahora duerme embalsamado en el Museo del Ejército, a pocos metros de donde Napoleón descansa, dentro de su monumental cripta que se encuentra bajo la cúpula de la Iglesia San Luis de París.
Los restos del Petit Cabrón, como llamaban a Bonaparte los españoles, fueron trasladados desde Santa Elena en 1840. Está enterrado dentro de seis ataúdes: el primero de hierro, el segundo de caoba, el tercero y el cuarto de plomo, el quinto de madera de ébano y el sexto de encina.
Todo dentro de un sarcófago de pórfido que cientos de turistas de todo el mundo visitan cada día en respetuoso silencio. Tanto el famoso caballo como su célebre jinete comparten un complejo que incluye el Hotel de los Inválidos, el Domo y la Iglesia de San Luis, que fue construida bajo las órdenes de Luis XIV en 1671.
Detrás está el Museo del Ejército, que tiene una colección acorde con las múltiples campañas guerreras e imperiales de la France. El hotel es, en verdad, una especie de asilo u hospital, y estuvo desde el principio destinado a dar cobijo a los viejos soldados inválidos que volvían del frente y que se veían obligados a mendigar.
Para ingresar en todo este complejo hay que trasponer unas puertas y unos jardines, donde como en todo París te revisan las mochilas y las carteras, te hacen pasar por el detector de metales o directamente te cachean.
La amenaza del terrorismo islámico mantiene en alerta máxima a todas las fuerzas de seguridad. Leo que en el jardín alinearon cañones de bronce de los siglos XVII y XVIII, casi veinte piezas de la llamada Batería Triunfal, que se disparan sólo en grandes celebraciones.
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A ambos lados de la entrada, hay dos tanques alemanes capturados en 1944. Todo eso nos recuerda, naturalmente, el espíritu conquistador que tuvo esta nación a lo largo de varios siglos, y luego el arrollador avance napoleónico; también la ocupación nazi y la resistencia (París está llena de placas que conmemoran la deportación y muerte de franceses judíos), y mucho más cerca, las intervenciones que Francia mantiene actualmente en los distintos conflictos de Medio Oriente.
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Algunas de esas imágenes guardan todavía en los ojos cansados esos dos soldados en silla de ruedas que desde una galería del Hospital miran con filosofía el incesante desfile del turismo. Tal vez su dolor pueda mitigarse al saber cada día que forman parte de una pléyade de guerreros y que están inscriptos a fuego en ese linaje.
La cripta, dentro de la Iglesia, muestra hasta qué punto el ex emperador, pese a las controversias y odios de su tiempo y a pesar de que luego perdió lo conquistado, fue y es en nuestros días una figura venerada por los franceses.
Parte del esplendor cultural y arquitectónico de París se debe a su impulso. Y además, se trata de una celebridad seguida y estudiada con curiosidad y devoción en todo el planeta. José de San Martín, que lo conoció brevemente en un barco anclado, y que combatió contra sus ejércitos en la famosa batalla de Bailén, no podía sin embargo dejar de admirar al Petit Cabrón.
En el final de sus días, cuando callejeaba por Boulogne Sur Mer, el viejo general argentino lo imaginaba durante una breve visita que Bonaparte había hecho a ese pueblo, y los historiadores sanmartinianos afirman que en su austero dormitorio tenía una imagen del emperador. Que además fue un gran aforista.
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Detrás de esa tumba famosa, se abre el museo militar. A margen izquierda, vemos una colección gigantesca de lanzas, corazas, armaduras, escudos, arcabuces y pistolas. Subiendo las escaleras, hay un piso entero dedicado a los soldaditos de plomo. Granaderos, húsares, cazadores, dragones.
Recuerdo en ese momento a Oscar Conde, poeta y ensayista, con quien compartí la niñez: coleccionábamos soldados de plástico; vaqueros e indios, y también efectivos de las Segunda Guerra Mundial, pero sin olvidar nunca a los granaderos de San Martín, que para nuestra generación todavía era el mayor de todos los superhéroes.
Luego veremos en la librería del complejo una edición en francés de “El capitán Alatriste”, de Arturo Pérez-Reverte, a quien le encanta también ese mundo épico y ha escrito largamente sobre él.
Cuando concebí “La logia de Cádiz”, mi novela de aventuras sobre San Martín, lo hice pensando en “El húsar”, y él la presentó en la Casa de América de Madrid y yo le llevé de regalo soldaditos de plomo fabricados en Buenos Aires: un batallón de granaderos a caballo del glorioso regimiento de Cabral. Arturo lo tiene en la planta baja de su casa. Los dos somos niños grandes que queremos seguir jugando. Jugar es crear y es vivir.
Hace poco paseábamos juntos por Sevilla, nos metíamos en callejuelas y callejones, y nos dábamos cuenta de que allí donde otros aprecian la arquitectura, los detalles, evocan incluso la historia, nosotros imaginamos duelos a espada o a cuchillo, persecuciones, escenas de suspenso, disparos en la noche. Todo este museo que ahora visito es un canto a la novela de aventuras con la que nos criamos.
En otros pisos está el Napoleón de Ingres, un clásico de la pintura, donde Bonaparte viste como emperador del mundo entero. Esa misma pintura inolvidable la habíamos visto en Madrid, hace unos años, cuando Ingres deslumbró a los españoles con una muestra especial.
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El cuadro es tan impresionante que uno lo imaginaría en el Louvre, no en un mero museo militar. Pero está aquí, certificando la importancia que este lugar tiene para el imaginario francés.
Lo acompañan pintores de batallas menos ilustres: artistas que sin ser prestigiosos han logrado capturar para siempre reyertas y combates que están en los libros. Y que han alcanzado la posteridad, no por sus virtudes artísticas sino precisamente por su valioso registro histórico.
En otra vitrina encontramos algunos sables. Uno llama mucho la atención, porque es un calco del sable morisco que San Martín compró en una tienda de segunda mano de Londres, antes de embarcarse para el Río de la Plata y antes de iniciar la revolución emancipadora.
Ese sable es más bien discreto, y acompañó al general en su cruce de los Andes, en todas sus batallas y en su exilio, hasta que por influjo de su yerno Balcarce decidió regalárselo a Rosas.
Ese sable está hoy en el pequeño museo que Granaderos a Caballo tiene sobre la avenida Luis María Campos, junto al gran retrato de San Martín que Guillermo Roux, el gran pintor argentino, realizó para la portada de mi novela. Luego Roux se los donó a los granaderos, que lo guardan con orgullo.
Ya ven cómo una visita a los monumentos históricos de Francia puede a uno trasladarlo a la infancia y a la patria, donde su corazón permanece.

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