miércoles, 14 de diciembre de 2016
HABÍA UNA VEZ....
Era pálida, de un blanco azulado-rosa. Sólo en la espalda y los muslos tenía unas sombras más oscuras; como si fueran heroicos y arraigados rasgos mestizos andinos. Bella, transgredía la pureza de trazos y simetría femenina, como un correr de aguas, como un adagio lejano que sonaba en las cumbres desiertas de mi memoria.
La noche anterior, sus manos elongadas parecían no tener nudillos, se extendían sobre el mantel blanco lleno de migas, finas y frágiles, como las de un grillo de verano. Pensé en Rodin y en el bronce de las manos de Camille Claudel.
Habíamos tomado una sopa de habas con menta, un pollo al horno, festejado con ajillo y romero, y una compota de ciruelas ácidas cocidas por horas en vino Tannat.
Esa misma mañana, al despertarme, la había observado desnuda en la cama, dormía con la paz irreverente que cobija la juventud. Sus clavículas eran bellísimas, como su cuello, que en prolongado estar daba lugar a un mentón geométricamente incorrecto, que sostenía los más agraciados y jugosos labios que haya besado jamás.
Bajé a la cocina y con mi hacha pequeña hice astillitas de lenga del tamaño de lápices, con unos pedazos de cartones deshilachados encendí la vieja cocina de hierro que, como siempre, estalló cordialmente con una llama franca y chasquidos de leña seca. La pava al calor, para mi café de colador de media y alambre, del Brasil nordestino, comprados en los pueblitos de playa.
Sentado en mi silla enana de cuero a centímetros de la cocina, observaba todo, extasiado, como cada mañana; la luz del amanecer, el ir y venir de golondrinas, pero mis pensamientos no podían dejar de recorrer su cuerpo, estampado en mi memoria.
Comencé a preparar la bandeja del desayuno. La cocina de hierro, ya muy caliente, hizo que me quitara el chaleco de oveja. Dispuse una inmaculada servilleta blanca de damasco, dulces de pelones y grosellas, manteca y finísimas tajadas de queso Lincoln cortado con mi cuchillo de dos mangos. Media docena de tostadas envueltas en una servilleta con piedras calientes redondas, que las conservarían. Al desayuno soy soldado: servicial, complaciente, obsequioso, me encanta despachar desayunos de cama; pulcros, simples y deliciosos. Empezar el día con esta hermosa palidez sólo merece un comienzo como el dispuesto: una corona de gloria sin palabras, untadas con manteca, dulzor y café amargo.
Antes de dormir, mientras hacíamos el amor, sus pechos elevados se mecían con reflejos de impudicia y pequeñas venas azules, su abdomen se juntaba de una vez con el pubis y sus íntimos intersticios. Carecía de pudor, la desnudez era un abrazo esencial y cálido entre su existencia de libros, pinceles y una docena de camisas blancas idénticas que había dispuesto prolijamente en un estante.
Su ardor tenía elegancia vertical. Al llegar parecía bailar con sus brazos en alto, como una bailaora sevillana de la feria de abril. Sus ojos negros, sus largas pestañas, sus susurros en espasmos, sus caderas en contorneos interminables como los estuarios del Río de la Plata.
No podía enamorarme de ella, debía ser tomada con libertad; la de un búho blanco en la nieve, o como el más delicioso Negroni, bebido en las veredas sombreadas de Roma en verano. Sus pies eran lánguidos, de dedos rosados y uñas acicaladas en perfección de convento, un empeine fino, un talón extenso y los tobillos angulosos, afilados por vivir descalza.
Cuando la desperté con la enorme bandeja, con los tesoros del desayuno, sonrió levemente, ella los amaba, sabía que se extendían por horas entre libros, almanaques y los deseos irrestrictos de roces apalabrados y abrazos. Al final, no hay nada más bello que el deseo lujurioso del amor. Pasan los años, pero él siempre está.
F. M.
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