domingo, 29 de octubre de 2017

AVENTURAS PATAGÓNICAS

En circunstancias excepcionales, mujeres y hombres llegan a logros que son imposibles de medir. Lejos de victorias o fracasos, en mezquindad o en bondad. No hay -ni nunca habrá- evaluación que alcance para contener aquel hacer para el que sólo queda el silencio, las sonrisas, las lagrimas. Ese elevado sentir que contiene la afonía de palabra, un gemido casi mudo que vive en algún lugar nuestro que desconocemos. Es un rugido medular quizá fundado en la memoria colectiva de sucesos extraordinarios.
Tal vez si logramos salir de nuestra rutina, dejando el cuerpo cómodamente sentado y que los sueños nos observen desde la distancia, podríamos sorprendernos con una nueva forma de vivir, produciendo más circunstancias excepcionales, como nadar en una aguada helada, amamantar a nuestro hijo bajo una nevada, o realizar alguna acción que deje a quienes nos rodean con un pasmo de azoramiento.


Lo logra el poeta con sus palabras, el músico con sus acordes, el estadista con su obrar y el niño con su inocencia. Lo logra el amor con un beso, una caricia, un abrazo.


Pero fue en esta ocasión el más tímido de los rasgos el que me llevó a sentir estar frente a uno de aquellos momentos en el que los hechos exceden a la palabra.

Estaba solo. Era una mañana de pequeño otoño y había salido a caminar en la selva valdiviana a los pies de la cordillera. Reinaba un silencio asombroso, sin viento, con una quietud profética, el cielo estaba muy gris, las nubes oscuras tenían una altura imposible de medir, parecían tan altas y cerradas que dominaban el cielo estrictamente. Por el intenso frío de fin de mayo, los mayines y turberas estaban duros, helados, habían perdido lo mullido del verano, cuando mis botas se enterraban varios centímetros en cada paso.
En un abra del bosque que mostraba al Oeste las enormes montañas de la cordillera, encontré un arroyo pequeño que corría en el llano, tan tímidamente que no producía ruido alguno. Un conjunto de lengas caídas hacía años, quemadas y lustradas por el sol, la nieve y la lluvia, tenían un color plateado y brillante. Me senté sobre una de ellas y extendiendo mis brazos comencé a juntar varillitas secas para encender un fuego.
Al sacarme la mochilla sentí el peso de sus exagerados contenidos, como mi vida, que siempre desconoció la medida. Era tal la quietud que al encender el fósforo para lumbre, la pequeña llama quedo estática, un escenario asombroso para ella, donde siempre en aquella inmensidad presiden vientos y tormentas del oeste.


Al encenderse las astillas crepitaron de forma tal que mi pequeño fuego parecía violentar la calma augusta, mientras llenaba de agua mi vieja pava golpeada. La haría hervir largamente con menta, miel y jengibre.

Dispuse una pequeña lona en el pasto y mi bolsa de dormir sobre ella abierta contra uno de los troncos a modo de sillón y comencé a leer una antigua edición del El profeta, de Jalil Gibran que me regaló mi amiga Nelly Reynal, posiblemente hace 50 años.
Fue en ese momento, cuando ya mi campamento temporal se encontraba en su mejor estar, que a poco menos de 20 metros vi caminar muy lentamente a un puma, una hembra, precedida por dos cachorros seguramente nacidos en la primavera.
Al verme se detuvo a mirarme, midiendo las distancias. Los cachorros se acercaron a ella y durante un tiempo, que pareció muy extenso, quedamos así, estáticos y absortos por el encuentro. En ese momento comenzó muy suavemente a nevar y reconocí las excepcionales circunstancias de los hechos, mientras en mis manos arrugaba las páginas proféticas del maestro. Quedé pasmado y logré dormitar. Aquel encuentro quedaría recostado sobre mis ojos para siempre.
Un singular y hermoso agasajo de la Pata-gonia.
F. M. 

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