domingo, 22 de octubre de 2017

LAS MOTOS DE FEDERICO



Al llegar a la casa de Federico Andahazi salen a tu encuentro no los perros, sino las motos. Para atravesar el hall de entrada hay que esquivar siete u ocho piezas de colección que han sido o serán restauradas. En el living, cerca de los cómodos sillones antiguos en que nos sentamos, hay una Zündapp modelo 1938 que parece salida de una película de la Segunda Guerra Mundial. Quieta y muda, se vuelve pronto parte del paisaje, como un perro fiel que espera la orden del amo.


Las motos le enseñaron a Andahazi una versión de la libertad. Ocurrió durante sus primeros años en la Facultad de Psicología, en medio de un amor clandestino con una mujer que vivía en La Plata y viajaba hasta él a bordo de una humilde Zanella. Un día en que se hizo tarde, la dama volvió en tren y le dejó la moto. Deslizarse en dos ruedas por entre los autos en las imposibles calles del centro porteño fue para Andahazi como quitarse de encima un peso hasta entonces inadvertido. Y un amor lo llevó a otro. "Volví a ver a esta chica a las dos semanas, y al despedirnos me costó más separarme de la moto que de ella", dice.



Por entonces, su único capital era una Gibson Les Paul que había sido de Pino Marrone, el gran guitarrista de Crucis. Incapaz de tratar al instrumento como lo hacía su antiguo dueño, no dudó cuando encontró una Douglas 350 de 1947 en poder de un músico que miró su Les Paul con cariño. Fue un trueque mano a mano que le deparó tres años de felicidad y una nueva historia sentimental con todos los condimentos, incluida una traición que impuso distancia pero que acabó redimida por un azaroso reencuentro. Por esta moto, la primera, Andahazi sufrió, y quizá por eso es la que prefiere entre todas las que tiene, que son muchas.
La traición se consumó en el antiguo bar La Academia, de Callao y Corrientes. Mientras tomaba un café con un amigo, se arrimó a su mesa un español que lo había visto dejar el pingo en la vereda. Regresaba a España al día siguiente y quería llevarse la Douglas consigo. Le hizo una oferta generosa. Federico la rechazó. El hombre duplicó la suma. La respuesta fue la misma. Duplicó otra vez, y otra, hasta que Andahazi cedió. "Con lo que me pagó viví un año entero, pero me arrepentí toda mi vida de ese gesto. Me sentía moralmente mal."
Un año después, un amigo le dijo que la moto estaba en una agencia de San Juan y Boedo. Así era. El español no había podido sacarla del país y la había dejado en consignación. Pedía una fortuna que estaba fuera de su alcance y Federico se resignó.


En 2012 descubrió que en MercadoLibre había una Douglas 350 en venta. Supo que era la suya. Ahora era él quien estaba en condiciones de pagar lo que le pidieran y la recuperó. Fue como reencontrar a la novia de la adolescencia: ahí estaba el fileteado que él le había pintado, reconoció su olor, y hasta se enterneció al volver a un viejo defecto: cada tanto, el engranaje de la patada se seguía zafando.
Andahazi disfruta restaurando motos antiguas desahuciadas. Para ponerlas a rodar otra vez bucea en su historia y consulta viejos manuales, algo semejante a lo que ocurre cuando escribe y debe dotar de vida a algún personaje histórico. Es un proceso misterioso, paciente y delicado. "Una falla en la moto te puede costar un accidente. Y si al personaje no lo creás bien, matás la novela."
En las alforjas de la Douglas metía las libretas que llenaba en el bar La Academia con las notas para El anatomista, su primera novela, publicada en 1997. Esa moto, que lo acompañó en momentos cruciales de su vida, es parte de su memoria. Y le dejó, como todo primer amor, algunos tics. "Cada vez que me subo a una moto compruebo que las alforjas estén bien cerradas, para que no se me vuele lo escrito."

H. M. G.

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