¿Ysi el capitalismo no fuera un fenómeno económico, sino la manifestación de una cuestión filosófica y existencial? Esta posibilidad suena absurda o extemporánea para muchos economistas, pero si analizamos esa posibilidad se abren nuevas perspectivas para entender el consumismo, esa anomalía de la época. Hace tiempo que el belga Christian Arnsperger, doctor en Economía, filósofo y profesor de Ética Económica en la Universidad de Lovaina, explora la cuestión. Su hipótesis, expuesta en conferencias, entrevistas y en libros como Crítica de la existencia capitalista, se resume así: el capitalismo funciona sobre la base de una ilusión imposible. La de superar nuestra condición de mortales, esa fuente de angustia existencial.
Arnsperger se basa en una pregunta: ¿los actos que ejecutamos en nombre de la racionalidad económica ocultan en verdad nuestras angustias ante la finitud existencial? Está convencido de que es así y argumenta para demostrar que la ansiedad consumista se sostiene en la creencia inconsciente de que cuanto más nos quede por consumir más tiempo de vida nos será concedido para que lo hagamos. Cuando nos endeudamos para adquirir más y más bienes y servicios, sin registrar si los necesitamos, se instala en nosotros la idea de que mientras tengamos esas deudas nuestros acreedores impedirán que la muerte nos alcance. Esto se extiende a la cultura de la competencia y el éxito, propias de este sistema económico. El ganador vivirá y el perdedor morirá. Lo mismo ocurrirá con el exitoso y el fracasado. Solo que antes el mismo sistema y esa misma cultura definen qué es ganar y qué es perder, qué es éxito y qué es fracaso.
Para que todo funcione, dice Arnsperger, es necesario que la angustia por la finitud no cese, de modo que el propio sistema se ocupa de alimentar las angustias que le dan fuerza. Quizá por eso haya tanto exitoso angustiado y tanto ganador insatisfecho. Además, si no alcanzan el éxito y el triunfo para todos y si la teoría de la escasez alienta el modelo, no queda tiempo ni espacio para ocuparse del otro, para advertir su presencia, sus necesidades o incluso su importancia para nuestra propia existencia. No hay posibilidad, señala lúcidamente Arnsperger, de "compartir finitudes". Ni de reconocernos mortales y, actuando cooperativa, empática y compasivamente, explorar juntos (cada uno desde su intransferible singularidad) la posibilidad de vivir en un presente con sentido antes que en la silenciosa pero inexorable desesperación por alargar el futuro hasta el infinito a través de estratagemas de falsa racionalidad que sólo esconden el pánico a la finitud. Prueba de ello son las continuas e improbables promesas tecnológicas que nos auguran un futuro en el que ni enfermaremos, ni nos esforzaremos ni trabajaremos ni sufriremos. La carrera está lanzada, sólo se trata de llegar. Quien más consuma más se aproximará a la meta (que siempre se irá corriendo hacia adelante).
Desde esta óptica, la racionalidad de las acciones económicas está paradójicamente inspirada en un miedo irracional de orden existencial. Pero, enfatiza Arnsperger, contra lo que dice la teoría capitalista, no somos ante todo productores y consumidores, sino dadores y receptores (sobre todo de respeto, cuidado, cooperación, escucha, amor). Significa que somos seres relacionales. La carrera por el triunfo, el éxito y el acaparamiento (con la falsa idea de que así nos aseguramos un mañana), desvirtúa esa naturaleza y fomenta la angustia. La economía que iba a liberarnos nos alienó. Frente a eso, propone Arnsperger, lo que importa es ser un emprendedor relacional. Unir lo que fue separado por el sistema, reemplazar paradigmas de competencia por paradigmas de cooperación.
S. S.
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