martes, 31 de octubre de 2017

VOCACIONES


Toda vocación incuba una apuesta. Puede que escuchemos el llamado de la música o de la arquitectura, de los números o de las letras, de la fotografía o de las recetas de una abuela que predica con sus guisos. Pero tales inclinaciones no garantizan que tengamos talento.
Es un juego sin garantías. La vocación suele desperezarse temprano y se siente como una obsesión. Casi todo lo demás pasa a segundo plano. Es dicha pura. Es la más pura de las dichas. Pero, poco a poco, allá adelante se va dibujando el perfil de una cordillera. ¿Tenemos lo que se necesita? No hay modo de saberlo.
Empecé a escribir a los diez años. Mi madre estaba de verdad preocupada. El chiquilín llegaba de la escuela, se quitaba el guardapolvo y se sentaba redactar hasta la hora de comer. Todos los días. La pila de esos primeros cuadernos está hoy siempre a la vista en mi estudio. Porque el deleite sigue intacto, pero también porque desde esos cuadernos hasta estas líneas el viaje fue cualquier cosa menos tranquilo. He aprendido algunas cosas en esta travesía.
Durante la secundaria, mi vocación despertó en la familia una feroz resistencia. Empecé así a investigar todas las mañosas esquinas del desafío. Descubrí, por ejemplo, que muchos de mis compañeros no parecían haber notado que esa carrera que estaban por elegir sellaría todas sus horas futuras. Solía preguntarles qué iban a seguir; recuerdo que un querido amigo me respondió que Ingeniería.
-¿Pero a vos te gusta eso?
-No. A mí me gusta el teatro.
Luego de una larga conversación sobre las presiones familiares y los riesgos de tomar un camino poco convencional, concluí:
-Nos guste o no, estamos obligados a hacer una apuesta.
Al día siguiente le llevé El jugador, de Dostoievsky, y supongo que surtió efecto, porque a la semana siguiente me pidió más libros y con los años se convirtió en director de teatro.
De momento, sin embargo, todavía había demasiadas incógnitas sobre el porvenir. Me faltaba información. Le confié el dilema a uno de mis profesores más admirados, café de por medio, en un localcito que había enfrente del colegio.
-La clave -sentenció, luego de escucharme con atención- está en que logres independizarte económicamente. Cuanto antes, mejor.
Puede sonar extravagante que un profesor le lance semejante reto a un chico de 16 años. Pero esa frase venía a echar luz sobre un asunto central. El problema nunca había sido mi inclinación por las letras, sino que las letras no pagaban bien. Bueno, todavía no tenía idea de cómo iba a resolverlo, pero, con más razón, cuanto antes empezara, mejor.
Al año siguiente, y luego de varios fracasos y bochornos, conseguí mi primer trabajo en una revista.

Tenía 17 años y había logrado producir mi propio dinero. Poco, es cierto. Pero no había salido de la cartera de mi madre. La lección de aquel profesor se mostraba ahora en toda su dimensión. Esos billetes tenían un peso, un valor, una magnitud y una proyección como ninguno de los que había tocado hasta entonces.
Había advertido, pues, una fisura en los interminables sermones que nos prodigaban nuestros familiares. Estaba seguro de que iba a costarme mucho esfuerzo, y así fue. Quizá me aguardaban épocas en las que no comería todos los días. Pero también es cierto que cuando me tocó administrar la escasez bastaba sentarme a escribir para engañar el estómago.
Mi trabajo en aquella revista me convirtió en una celebridad entre mis compañeros y me complicó más las cosas en casa. Todavía no había resuelto por completo la ecuación económica, claro, pero ahora sabía cómo era una redacción, cómo funcionaba, debía trabajar los fines de semana y durante las vacaciones, respetaba una disciplina lo más profesional posible y aprendía el oficio. Pero hay algo más. Ya no era un chico. Con esa apuesta, con ese salto de fe, había iniciado mi propio camino, y de eso se trata la adultez. No al revés.

A. T.

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