Por Federico Lorenz
Nunca entendí del todo la expresión “giro copernicano” hasta hace unos días, cuando tuvimos que internar de urgencia a mi padre. No importa por qué. O sí, importa lo que le pasa, porque es lo que le está llevando la vida.
Pero no es esto sobre lo que quiero escribir. En realidad, desde su internación vivo en un largo soliloquio en el que me ha tocado, por fin, vivir aquello que siempre está, pero que lo hemos disfrazado tanto, alejado tanto, extramuros del confort, de las certezas que nos construimos para creernos invencibles, que parecería que no existe. Lo descubro, por ejemplo, cuando me preguntan “¿Pero cuántos años tiene?” “Setenta y ocho”, respondo, y la respuesta es “¡Ah, pero es joven!”. No sé qué significa esa palabra cuando te muerden muchas enfermedades crueles. La Unión Soviética, por ejemplo, duró menos.
Una de las películas de Disney que más me gusta es Up. La historia de Russell, ese boy scout torpe y necesitado de afecto, la de Kevin, ese pájaro exótico y, sobre todo, la del señor Carl Fredricksen, ese viudo cascarrabias y amargado.
Un viejo que cumple el sueño que había sido suyo y de su esposa, Ellie: visitar las Cataratas del Paraíso. Sólo que no llega allí con ella, ya que murió años antes.
El comienzo de Up tiene algunas de las escenas más hermosas que alguien puede ver sobre dos personas que envejecen juntas, y la muerte de una de ellas.
Estos días siento que la gente sólo envejece como Carl y Ellie en la ficción, y por eso me gusta tanto esa película.
Deberíamos tener eso más presente. No en la línea admonitoria del memento mori, recordar que moriremos, sino para saber que un día los hijos deberemos, sin perder esa condición, transformarnos en padres de nuestros padres, ancianos–niños que viven en lugares que sólo conocimos como cuentos de nuestros mayores.
Ancianos–niños que no hacen caso, porque no pueden o porque no quieren, porque siempre fueron ellos los que nos educaron.
Si crecer es recordar, resulta que los ancianos-niños hacen lo contrario. Los hijos padres tenemos que decirles que hay cosas que (ya) no se pueden hacer. Ni siquiera sentarse solos.
Que tienen que pedir ayuda. Que ya no les toca ordenar silencio en la mesa. Que no se puede comer a cualquier hora. Que si levantan algo que es muy pesado les hará mal, aunque hasta ayer pudieran hacerlo.
Hay señales para los hijos padres, y conviene entrenarse para poder verlas. La primera es que el tiempo, como un viejo engranaje, se detiene y corre en sentido contrario.
Como en el reloj de péndulo que mi padre–hijo tiene en casa, y que a mí me encantaba atrasar forzando las manecillas.
Desde que me mudé, mis miles de libros aguardaron en cajas, apilados, o en estantes en quíntuple fila, su momento para cuando la nueva biblioteca estuviera terminada.
Y allí quedaron hasta hace muy poco. Sucede que cosas más importantes están ocurriendo y no pueden esperar. Los libros, sí.
Los estantes vacíos estaban allí para decirme que todo lo que pensaron, prepararon, estudiaron, les sirve de nada o muy poco a los hijos–padres para actuar.
Incluso puede que algunos libros, llevados amorosamente a su nuevo hogar, se transformen en un pensamiento sobre la futilidad de algunas cosas y la escasa importancia que le hemos dado a otras.
A la noche, los ancianos-niños vuelven a tener miedo. Vuelven a ese momento maravilloso en el que los sueños son reales, pero las pesadillas también. Mi padre-hijo me contó que había soñado que una ballena blanca lo perseguía.
Y un poco así es él, un Ahab que navegó hacia su perdición. Pero eso no importa ahora, porque lo que yo pensé cuando me lo dijo es que siempre le iba a deber el amor por los libros.
Y cuando se durmió, lo besé, porque esas señales también hay que saber verlas, y si la Ballena Blanca se había molestado hasta la habitación de un sanatorio de Avellaneda era también para decirme algo a mí.
Los hijos-padres también duermen con miedo. No pegan un ojo, como cuando dejaba prendido el velador, como si al hacerlo pudiera evitar que el teléfono sonara con una mala noticia.
Muchas antiguas lecturas regresaron estos días. Recuerdo Por un bistec, de Jack London, que leí cuando aún era sólo hijo.
La lucha de Tom King, el boxeador veterano que tiene que pelear para comer, pero que a la vez está tan débil que probablemente toda su experiencia no le valdrá para derrotar al joven que derrocha energía que tiene ante sí.
La pelea entre la vejez y la juventud, entre la fuerza y la inteligencia; pero también, las diferentes formas en las que una vida se apaga, y cómo se resiste a eso.
La pelea entre lo que creía que sabía y lo que me doy cuenta que no sé.
Un cuento sobre la confrontación con los propios límites, y con el límite de los límites, esa pelea con resultado cantado que ni el hijo-padre ni el anciano-niño pueden dejar de librar, y que es mejor si la pelean juntos.
Durante las internaciones uno aprende muchas palabras y cosas nuevas, las tareas del hijo-padre. Términos médicos, caras, apellidos, procedimientos burocráticos.
Pero lo cierto es que lo que queda es la belleza que puede haber en la reciprocidad. Nuestros padres, hace años, nos guiaron y acompañaron. Ahora que son ancianos–niños, los hijos padres tenemos que hacer lo mismo con ellos.
Hoy visitamos a papá con mi hermano y mi mamá. No quiere comer mucho. Está cansado. Le cortamos la compota bien chiquita para que pudiera pasarla, y le dimos agua con pajita. Es que el oxígeno le seca la garganta.
El cuarto del sanatorio es chico y compartido. No entramos los tres cerca de su cama. Desde un rincón, pude ver a mi hermano y a mi madre inclinados sobre él, haciéndole masajes en la espalda, tranquilizándolo.
Como sé que hicieron conmigo cuando sólo era hijo, aunque no lo recuerde, y yo alzaba mis brazos con ganas de salir al mundo.
Pero no es esto sobre lo que quiero escribir. En realidad, desde su internación vivo en un largo soliloquio en el que me ha tocado, por fin, vivir aquello que siempre está, pero que lo hemos disfrazado tanto, alejado tanto, extramuros del confort, de las certezas que nos construimos para creernos invencibles, que parecería que no existe. Lo descubro, por ejemplo, cuando me preguntan “¿Pero cuántos años tiene?” “Setenta y ocho”, respondo, y la respuesta es “¡Ah, pero es joven!”. No sé qué significa esa palabra cuando te muerden muchas enfermedades crueles. La Unión Soviética, por ejemplo, duró menos.
Una de las películas de Disney que más me gusta es Up. La historia de Russell, ese boy scout torpe y necesitado de afecto, la de Kevin, ese pájaro exótico y, sobre todo, la del señor Carl Fredricksen, ese viudo cascarrabias y amargado.
Un viejo que cumple el sueño que había sido suyo y de su esposa, Ellie: visitar las Cataratas del Paraíso. Sólo que no llega allí con ella, ya que murió años antes.
El comienzo de Up tiene algunas de las escenas más hermosas que alguien puede ver sobre dos personas que envejecen juntas, y la muerte de una de ellas.
Estos días siento que la gente sólo envejece como Carl y Ellie en la ficción, y por eso me gusta tanto esa película.
Deberíamos tener eso más presente. No en la línea admonitoria del memento mori, recordar que moriremos, sino para saber que un día los hijos deberemos, sin perder esa condición, transformarnos en padres de nuestros padres, ancianos–niños que viven en lugares que sólo conocimos como cuentos de nuestros mayores.
Ancianos–niños que no hacen caso, porque no pueden o porque no quieren, porque siempre fueron ellos los que nos educaron.
Si crecer es recordar, resulta que los ancianos-niños hacen lo contrario. Los hijos padres tenemos que decirles que hay cosas que (ya) no se pueden hacer. Ni siquiera sentarse solos.
Que tienen que pedir ayuda. Que ya no les toca ordenar silencio en la mesa. Que no se puede comer a cualquier hora. Que si levantan algo que es muy pesado les hará mal, aunque hasta ayer pudieran hacerlo.
Hay señales para los hijos padres, y conviene entrenarse para poder verlas. La primera es que el tiempo, como un viejo engranaje, se detiene y corre en sentido contrario.
Como en el reloj de péndulo que mi padre–hijo tiene en casa, y que a mí me encantaba atrasar forzando las manecillas.
Desde que me mudé, mis miles de libros aguardaron en cajas, apilados, o en estantes en quíntuple fila, su momento para cuando la nueva biblioteca estuviera terminada.
Y allí quedaron hasta hace muy poco. Sucede que cosas más importantes están ocurriendo y no pueden esperar. Los libros, sí.
Los estantes vacíos estaban allí para decirme que todo lo que pensaron, prepararon, estudiaron, les sirve de nada o muy poco a los hijos–padres para actuar.
Incluso puede que algunos libros, llevados amorosamente a su nuevo hogar, se transformen en un pensamiento sobre la futilidad de algunas cosas y la escasa importancia que le hemos dado a otras.
A la noche, los ancianos-niños vuelven a tener miedo. Vuelven a ese momento maravilloso en el que los sueños son reales, pero las pesadillas también. Mi padre-hijo me contó que había soñado que una ballena blanca lo perseguía.
Y un poco así es él, un Ahab que navegó hacia su perdición. Pero eso no importa ahora, porque lo que yo pensé cuando me lo dijo es que siempre le iba a deber el amor por los libros.
Y cuando se durmió, lo besé, porque esas señales también hay que saber verlas, y si la Ballena Blanca se había molestado hasta la habitación de un sanatorio de Avellaneda era también para decirme algo a mí.
Los hijos-padres también duermen con miedo. No pegan un ojo, como cuando dejaba prendido el velador, como si al hacerlo pudiera evitar que el teléfono sonara con una mala noticia.
Muchas antiguas lecturas regresaron estos días. Recuerdo Por un bistec, de Jack London, que leí cuando aún era sólo hijo.
La lucha de Tom King, el boxeador veterano que tiene que pelear para comer, pero que a la vez está tan débil que probablemente toda su experiencia no le valdrá para derrotar al joven que derrocha energía que tiene ante sí.
La pelea entre la vejez y la juventud, entre la fuerza y la inteligencia; pero también, las diferentes formas en las que una vida se apaga, y cómo se resiste a eso.
La pelea entre lo que creía que sabía y lo que me doy cuenta que no sé.
Un cuento sobre la confrontación con los propios límites, y con el límite de los límites, esa pelea con resultado cantado que ni el hijo-padre ni el anciano-niño pueden dejar de librar, y que es mejor si la pelean juntos.
Durante las internaciones uno aprende muchas palabras y cosas nuevas, las tareas del hijo-padre. Términos médicos, caras, apellidos, procedimientos burocráticos.
Pero lo cierto es que lo que queda es la belleza que puede haber en la reciprocidad. Nuestros padres, hace años, nos guiaron y acompañaron. Ahora que son ancianos–niños, los hijos padres tenemos que hacer lo mismo con ellos.
Hoy visitamos a papá con mi hermano y mi mamá. No quiere comer mucho. Está cansado. Le cortamos la compota bien chiquita para que pudiera pasarla, y le dimos agua con pajita. Es que el oxígeno le seca la garganta.
El cuarto del sanatorio es chico y compartido. No entramos los tres cerca de su cama. Desde un rincón, pude ver a mi hermano y a mi madre inclinados sobre él, haciéndole masajes en la espalda, tranquilizándolo.
Como sé que hicieron conmigo cuando sólo era hijo, aunque no lo recuerde, y yo alzaba mis brazos con ganas de salir al mundo.
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