martes, 31 de octubre de 2017

PARA PENSAR


¿Por qué nos atormenta la verdad? ¿Qué tiene algo cierto que no tengan las declaraciones encendidas de la posverdad? Lo pregunto en serio. Lo pregunto en serio porque, al compararlas, tendemos a colocar la verdad y la posverdad en igualdad de condiciones. Creemos que se pueden contrastar. Una, la primera, se ajusta a los hechos. La otra, en cambio, no. Esto es un error.



Hay verdades que pueden ser proferidas como posverdades. Hay, como sabe la ciencia, verdades que son cuestión de fechas. Durante gran parte de la historia de la física, el tiempo fue tenido por una magnitud inmutable. Hasta que en 1905 Albert Einstein propuso -y luego se probó cierto- que era relativo. Lo que no significa que todos sus antecesores hayan estado mintiendo.

La política -y dicen, en un punto, que todo es política- está repleta de estos axiomas engañosos. Nos encanta confrontar. Porque es obvio que lo contrario de algo malo ha de ser algo bueno. Pero no. Lo contrario de algo malo es otra cosa mala, pero de signo opuesto. Por eso la historia está infestada de regímenes de ideología irreconciliable y métodos idénticos.



Así que hacemos mal en llamarla posverdad, porque de verdad no tiene ni un pelo. ¿Qué es la verdad? La verdad es la intención de la verdad. Luego vendrá la trabajosa búsqueda del científico o del periodista, del lógico, del filósofo o del médico en una sala de guardia.
El lenguaje delata estos matices. A nadie se le ocurriría acuñar el término posmentira, por ejemplo. Si anhelamos la verdad es porque nada puede construirse sobre la base del engaño. El engaño es la intención del engaño, un instrumento descartable para un fin oculto.
Anhelamos la verdad, incluso cuando esa verdad pueda no llegar a saberse nunca. Pensaba estos días en el saxofonista, flautista y clarinetista de jazz estadounidense Eric Dolphy, cuya causa de muerte, el 29 de junio de 1964, nunca fue del todo aclarada.


La música de Dolphy me llegó, hace muchos años, por medio de un colega. Venía en un casete con el nombre del artista garrapateado en la etiqueta y, en el envoltorio de cartón, una minuciosa enumeración de las canciones. "Éstas son palabras mayores -me anticipó aquel periodista-. No es fácil, pero son palabras mayores."
Me fui con el desafío a casa y, como había ocurrido antes con Bill Evans, Charlie Parker, Thelonius Monk, Charles Mingus, Dizzy Gillespie y, por supuesto, Miles Davis, el casete rodó y rodó muchas veces, hasta que poco a poco empecé a comprender lo que me estaba diciendo.
Luego intenté comprar otros discos de Dolphy, y descubrí que o eran pocos o no estaban por ningún lado. Antes de Internet, de Wikipedia y de Spotify, el asunto fue pasando a segundo plano, el casete se sumó a una vasta y desordenada colección, y otras obras lo fueron eclipsando. Pero por algo me había costaba encontrar discos de Dolphy.


La historia oficial asegura que, durante una gira en Berlín, Eric Dolphy se desvaneció en su habitación, a causa de una diabetes no diagnosticada; se lo trató con insulina, pero falleció de un ataque cardíaco.
Sin embargo, en el documental de 1991 Eric Dolphy: The Last Date, varias personas -entre otras, su prometida de entonces, Joyce Mordecai- refutan tal relato. Según colegas, amigos y asistentes, Dolphy estaba a punto de iniciar un concierto cuando se desplomó sobre su instrumento. Fue trasladado al hospital de Achenbach, donde, por ser un músico negro de jazz, dieron por sentado que sufría una sobredosis. Le suministraron medicación para ese cuadro y Dolphy falleció de un coma diabético. Tenía 36 años y era "tan abstemio como un puritano", según el crítico de jazz Brian Morton.
Uno puede decidir con qué versión de esta historia quedarse. Especular. Debatir. Pero la verdad -lo que ocurrió realmente esa noche- es una sola. Aunque nunca la sepamos.

A. T. 

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