Mi abuela se quitó el número tatuado en Auschwitz para no acariciar a sus nietos con la marca del horror
Mintió la edad para que la destinaran a la cocina. Al terminar la guerra llegó al país. Su nieto recuerda su obsesión: “Cualquier discriminación puede derivar en algo parecido a lo que viví”.
Legado. Alejandro confiesa que su abuela le decía: "¿Te vas a hacer problema por eso?". Tragedias eran otras cosas.
Todo prisionero sueña con morir en libertad. No importa que su encierro haya sido décadas atrás: las huellas no se borran. Las condiciones de su muerte –ella lo sabía– hablarían de su vida. Un último aliento lejos de los grilletes y los alambres de púa puede resignificar toda una etapa signada por el dolor. Para Judith, elegir dónde morir significó irse de la misma forma en la que vino: libre. Esto cambió su relación con la muerte. Ya no la veía como un final abrupto sino como un último símbolo de su lucha. Solo así pude entender cómo lo presentía y no desesperaba. La última vez que la vi, la comida era la de siempre, también la vajilla y los integrantes de la reunión. La particularidad: su abrazo al saludarme. Fue uno de esos apretones que se guardan para ocasiones especiales: una despedida.
* * *
Judith Reisz tenía quince años y vivía junto a su padre Alejandro y su madre Elena, en un edificio de Budapest. Los nazis ocuparon la ciudad en 1944 . Las banderas con la esvástica se regodeaban con el viento. Los judíos, desde hacía tiempo, eran obligados a caminar llevando un brazalete amarillo con la Estrella de David. Era julio, hacía calor, los pájaros buscaban la sombra. Los vecinos baldeaban los pasillos y secaban la ropa. La tarde aplacaba el miedo bajo el amparo de un celeste perfecto.
Strudel y leche fría. Era una merienda de sábado. Strudel, leche fría y el ruido agudo de un freno sin aceite. Alejandro vio el camión militar a través de la cortina blanca del comedor. Un oficial nazi descendió y apuntó su mirada precisa a la silueta difusa que se veía del otro lado. Demoró en encontrar la ventana lo que una persona hubiera demorado en encontrar el sol aquella tarde de julio. Strudel, leche fría y dos golpes secos a la puerta. Era, una merienda de sábado por la tarde. Se los llevaron. No hubo gritos ni cadenas. La serenidad perversa de los soldados lograba que los judíos se asumieran culpables de ser judíos.
Judith había nacido el 29 de noviembre de 1929, en Kosice, hoy Eslovaquia y tres semanas después sus padres decidieron mudarse a Budapest. Alejandro y Elena manejaban una pensión llamada "Casino Panzio", eran una familia de clase media en un momento donde la burguesía judía prosperaba y estaba vinculada con el régimen aristocrático que manejaba el país.
Su infancia transcurrió entre Budapest y el pueblo de sus tíos y abuelos, Samorín. Ahí todos la conocían. Era la nieta de Simón, el panadero y la nena que venía de la gran ciudad, toda una atracción. Según ella todos sus recuerdos de amor y afecto la remitían a Samorín.
Antes del desastre. Judith con mamá y papá. A él no lo volvió a ver luego de Auschwitz
Los nazis trasladaban a los detenidos en trenes de carga. Mi abuela, presionada contra las paredes del vagón abarrotado miraba entre las hendiduras de la madera. Afuera, la tarde seguía su curso, hacía calor y los pájaros buscaban la sombra. Muchos prisioneros mostraban en su rostro la certeza de saber cuál era su destino. Tenían ojos opacos, inmóviles. Cambiaron la mirada por el recuerdo. Expresaban una nostalgia prematura que no necesitaba remontarse más allá del último desayuno. Judith se refugiaba en los brazos de su padre, un lugar seguro, infranqueable.
El ruido que provocaba el roce del tren contra los durmientes se repetía con menor frecuencia. Soldados alemanes comenzaron a escoltar el tren hasta que se detuvo y pudieron abrir las puertas. Auschwitz era un lugar oscuro. El campo estaba bajo una sombra constante por el humo de las chimeneas que tapaba el sol. Los gritos aturdían y los abrazos idealizados se convertían en murallas de papel. Un hombre le tendió una mano a mi abuela para ayudarla a bajar. La miró fijo, tembloroso. De forma cálida y urgente le ordenó con su voz quebrada: “Decí que tenés 18 años”. El grupo fue separado como un rebaño en hombres por un lado y mujeres del otro. La figura de su padre se desvaneció para siempre entre los empujones y el apuro de los nazis por ordenar las filas y comenzar la selección. Judith avanzaba junto a su madre. Adelante de todo: el doctor Josef Mengele preguntaba el nombre y la edad. Sentado detrás de un pequeño escritorio se atribuyó un poder divino.
-Judith, 18 años.
-No tenés 18, pero sería una lástima.
* * *
Ir a lo de mi abuela ya era motivo para festejar. La comida llevaba todo lo que mi madre quería que evitemos: mucha crema, quesos pesados, panceta y cortes de carne que dejaban sabor a grasa en la salsa. Era comida de la campiña, pensada para sobrevivir al invierno europeo. La manteca, el pan, todo era parte de un ritual hipercalórico. A mi hermana y a mí nos encantaba. La mesa era redonda y no había cabeceras, todos éramos iguales. Los temas de charla, los de siempre: política, chismes y tragedias de la vida cotidiana. Sobre la primera, descreía, lo segundo no le interesaba y lo tercero se desvanecía por su propia esencia. ¿Te vas a hacer problema por eso? Solía preguntar mientras levantaba la mano y las cejas. Tragedias eran otras cosas.
* * *
En Auschwitz los prisioneros tenían tres opciones y no podían elegir ninguna. La construcción, los hornos crematorios y la cocina. Los primeros dos eran sentencia de muerte y la última un lugar de privilegio. Mi abuela y su madre pelaban papas en la cocina. En cada bocado extra que se llevaban a la boca, salvaban y arriesgaban su vida. Solían cortar pedazos de cáscara gruesa y tirarlos por la ventana para que otros pudieran comer. Una cáscara, un terrón de azúcar, un día más en el mundo.
Los nazis trasladaban a los detenidos en trenes de carga. Mi abuela, presionada contra las paredes del vagón abarrotado miraba entre las hendiduras de la madera. Afuera, la tarde seguía su curso, hacía calor y los pájaros buscaban la sombra. Muchos prisioneros mostraban en su rostro la certeza de saber cuál era su destino. Tenían ojos opacos, inmóviles. Cambiaron la mirada por el recuerdo. Expresaban una nostalgia prematura que no necesitaba remontarse más allá del último desayuno. Judith se refugiaba en los brazos de su padre, un lugar seguro, infranqueable.
El ruido que provocaba el roce del tren contra los durmientes se repetía con menor frecuencia. Soldados alemanes comenzaron a escoltar el tren hasta que se detuvo y pudieron abrir las puertas. Auschwitz era un lugar oscuro. El campo estaba bajo una sombra constante por el humo de las chimeneas que tapaba el sol. Los gritos aturdían y los abrazos idealizados se convertían en murallas de papel. Un hombre le tendió una mano a mi abuela para ayudarla a bajar. La miró fijo, tembloroso. De forma cálida y urgente le ordenó con su voz quebrada: “Decí que tenés 18 años”. El grupo fue separado como un rebaño en hombres por un lado y mujeres del otro. La figura de su padre se desvaneció para siempre entre los empujones y el apuro de los nazis por ordenar las filas y comenzar la selección. Judith avanzaba junto a su madre. Adelante de todo: el doctor Josef Mengele preguntaba el nombre y la edad. Sentado detrás de un pequeño escritorio se atribuyó un poder divino.
-Judith, 18 años.
-No tenés 18, pero sería una lástima.
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Ir a lo de mi abuela ya era motivo para festejar. La comida llevaba todo lo que mi madre quería que evitemos: mucha crema, quesos pesados, panceta y cortes de carne que dejaban sabor a grasa en la salsa. Era comida de la campiña, pensada para sobrevivir al invierno europeo. La manteca, el pan, todo era parte de un ritual hipercalórico. A mi hermana y a mí nos encantaba. La mesa era redonda y no había cabeceras, todos éramos iguales. Los temas de charla, los de siempre: política, chismes y tragedias de la vida cotidiana. Sobre la primera, descreía, lo segundo no le interesaba y lo tercero se desvanecía por su propia esencia. ¿Te vas a hacer problema por eso? Solía preguntar mientras levantaba la mano y las cejas. Tragedias eran otras cosas.
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En Auschwitz los prisioneros tenían tres opciones y no podían elegir ninguna. La construcción, los hornos crematorios y la cocina. Los primeros dos eran sentencia de muerte y la última un lugar de privilegio. Mi abuela y su madre pelaban papas en la cocina. En cada bocado extra que se llevaban a la boca, salvaban y arriesgaban su vida. Solían cortar pedazos de cáscara gruesa y tirarlos por la ventana para que otros pudieran comer. Una cáscara, un terrón de azúcar, un día más en el mundo.
Ya abuela. Judith, muchas décadas después, con su nieto, el autor de la nota.
Los Aliados y el Ejército Rojo avanzaban sobre las tropas alemanas. El campo tenía cada vez menos custodia. Algunos alemanes se iban al frente de batalla, y otros, simplemente desaparecían. Los nazis ostentaban un poder que se escurría entre las balas enemigas y el invierno crudo de Stalingrado. Acorralados, trasladaron los prisioneros a pie, en la que luego fue llamada “La marcha de la muerte”. Con temperaturas bajo cero, caminaban desnutridos y casi desnudos, hacia otro campo de concentración. Judith y su madre se hicieron de una bolsa de azúcar y un par de botas que les regaló una oficial nazi que fue posteriormente asesinada por ayudar a otros judíos.
Piel y hueso. Nadie conservaba su rostro, nadie conservaba su nombre. Todo era piel y hueso. Un ejército inmóvil, estéril. Esqueletos en pijama. Los rusos liberaron el campo pero nadie se movía. No reconocían la libertad. Allí no había más que piel y hueso.
Una vez terminada la guerra, Judith y Elena regresaron a Budapest. La ciudad estaba devastada y su casa transformada en oficinas gubernamentales. Recordaron que en Samorín su tía había ocultado dinero en un galpón alejado de la casa. Llegaron al pueblo y todos evitaban tener contacto con ellas. La casa de su abuelo había sido ocupada, no las dejaban entrar. A pesar de todo, encontraron el dinero escondido y esto les permitió planear su salida de Europa.
Antes de la guerra, su padre tenía la intención de venir a vivir a la Argentina. Elena tenía parientes viviendo en el país. Uno de ellos, Guillermo, conocía gente que se encargaba de traer personas indocumentadas de Europa a la Argentina. Les escribió para que trataran de llegar a Génova y tomaran un barco llamado Campana. Partió en dos una tarjeta personal. Una mitad se las envío por correo y la otra parte se la dio al contacto que debía encontrarse con ellas en Génova. Los puertos estaban llenos de estafadores que vendían la falsa ilusión de poder darles un pasaje hacia una nueva vida. Era necesario tener la certeza de quién era la persona con la que se tenían que encontrar.
Viajaron en tren a Viena y de ahí a Salzburgo. Para ir de Budapest a Salzburgo había que atravesar la zona rusa, norteamericana e inglesa, todo, sin documentos. Por razones que responden al destino pudieron pasar los puestos de control.
Al llegar a Italia un hombre las ayudó a cruzar la frontera a cambio de dinero. Finalmente llegaron a Génova. Era la primera vez que mi abuela veía el mar. Fueron al puerto el día indicado y esperaron que el Campana estuviera amarrado en algún muelle. Y ahí estaba. Negro y blanco. Con sus chimeneas humeantes y un mar de gente a su alrededor que subía decidida a dejar atrás un mundo, para ellos, perdido. El Mediterráneo abrazaba al Campana. Azul, intermitente. Solo faltaba encontrar la única pieza en el mundo que completaba el nombre de Guillermo en la tarjeta.
Judith llegó al puerto de Buenos Aires el 6 de diciembre de 1946 luego de tres semanas de viaje escondida en un camarote. Elena se quedó en Europa por si algo salía mal. Se reencontraron en Argentina tiempo después. Conoció a Andrés en reuniones organizadas por la comunidad húngara en el país. Se casaron y tuvieron dos hijos: Pedro (65) y Marta (63). Acá se formó para ser docente de counseling psicológico y fue campeona de bridge. Dedicó gran parte de su vida a dar conferencias sobre el Holocausto. Contaba su historia sin dramatismo. Buscaba la reflexión, no el impacto. Al terminar las charlas su frase de cabecera: “Cualquier tipo de discriminación abre un camino hacia un nuevo Auschwitz”.
Antes del campo la vida era lineal. Se iban gestando los primeros rituales y costumbres. La confitería New York es una de las más refinadas de Europa. El lugar quedó congelado en el tiempo. La sala guarda más de 120 años de recuerdos, incluyendo los de mi abuela y su padre. Ellos Iban todos los domingos, pedían un café y torta Sacher. La espera transcurría en el suntuoso salón de techos altos con frescos maravillosos, pintados por los más destacados artistas húngaros del siglo XIX. Barandas y columnas bañadas en oro, sillas de terciopelo rojo, pisos y escaleras de mármol, todo, iluminado por arañas venecianas de cristal. Ahí, nada cambió. La torta Sacher mantiene su receta a base de huevos, manteca, harina, chocolate amargo y mermelada. Junto con mi padre, recibimos la venia del mozo cuando pedimos dos porciones. Era lo clásico. Lo que fue y será siempre bueno. El hombre de smoking blanco y moño negro nos trajo la orden. Setenta años después, su hijo y su nieto, continuaron el ritual: café y torta Sacher.
Recuerdo su cicatriz en la muñeca. Ella se tapó el tatuaje que le hicieron los alemanes cuando ingresó al campo. Para quitarse un tatuaje se utiliza un láser que quema la piel. Reemplaza la tinta por una quemadura. La cicatriz significa que ahí hubo algo y que ahora, hay otra cosa. Nadie en la familia recuerda el número que llevaba tatuado. Una capa arrugada de piel se interponía entre el pasado y el presente, entre el número y su verdadera identidad. Esos centímetros de piel rugosa, marcaron el final de una etapa y el comienzo de otra. No significaba olvidar sino avanzar. Ana, su primera nieta había nacido. Mi abuela la sostuvo entre sus brazos. En ellos ya no había nada que ocultar. Con orgullo la miró a los ojos y le dijo: “Hola preciosa. Soy Judith, tu abuela”.
Recuerdo aquel último abrazo. Firme, sostenido, inusual. Mi abuela se despedía y yo la saludé con la frialdad de lo cotidiano. Judith murió el 3 de diciembre de 2014 a los 85 años. En su cama, rodeada de sus libros y las fotos que mostraban el mundo que ella pudo construir. Tal vez se fue pensando en su papá, ese hombre que hace tanto no veía pero cuyo último abrazo de protección en el tren a Auschwitz aún recordaba.
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Mi nombre es Alejandro Andrés Horvat. Alejandro por mi bisabuelo y Andrés por mi abuelo. Nací en Buenos Aires el 22 de julio de 1991; mi padre, argentino hijo de inmigrantes húngaros y mi madre egipcia, nacida en El Cairo. La historia de mi familia siempre estuvo signada por la inmigración forzada vinculada a su condición de judíos. Mis abuelos paternos fueron sobrevivientes de distintos campos de concentración. Por su parte, mi madre llegó de Egipto a los tres años escapando del régimen de Gamal Abdel Nasser en los 50. Encontré en el periodismo y en el periodismo narrativo en particular, la posibilidad de darle vida a las escenas que marcaron mi historia familiar. En diciembre tendré mi título de periodista por la escuela TEA, aunque hace años me siento parte de este oficio. Trabajé cuatro años en FM Radio Cultura, conducía un programa los sábados a la noche. Actualmente manejo el área comercial de una agencia de marketing.
Los Aliados y el Ejército Rojo avanzaban sobre las tropas alemanas. El campo tenía cada vez menos custodia. Algunos alemanes se iban al frente de batalla, y otros, simplemente desaparecían. Los nazis ostentaban un poder que se escurría entre las balas enemigas y el invierno crudo de Stalingrado. Acorralados, trasladaron los prisioneros a pie, en la que luego fue llamada “La marcha de la muerte”. Con temperaturas bajo cero, caminaban desnutridos y casi desnudos, hacia otro campo de concentración. Judith y su madre se hicieron de una bolsa de azúcar y un par de botas que les regaló una oficial nazi que fue posteriormente asesinada por ayudar a otros judíos.
Piel y hueso. Nadie conservaba su rostro, nadie conservaba su nombre. Todo era piel y hueso. Un ejército inmóvil, estéril. Esqueletos en pijama. Los rusos liberaron el campo pero nadie se movía. No reconocían la libertad. Allí no había más que piel y hueso.
Una vez terminada la guerra, Judith y Elena regresaron a Budapest. La ciudad estaba devastada y su casa transformada en oficinas gubernamentales. Recordaron que en Samorín su tía había ocultado dinero en un galpón alejado de la casa. Llegaron al pueblo y todos evitaban tener contacto con ellas. La casa de su abuelo había sido ocupada, no las dejaban entrar. A pesar de todo, encontraron el dinero escondido y esto les permitió planear su salida de Europa.
Antes de la guerra, su padre tenía la intención de venir a vivir a la Argentina. Elena tenía parientes viviendo en el país. Uno de ellos, Guillermo, conocía gente que se encargaba de traer personas indocumentadas de Europa a la Argentina. Les escribió para que trataran de llegar a Génova y tomaran un barco llamado Campana. Partió en dos una tarjeta personal. Una mitad se las envío por correo y la otra parte se la dio al contacto que debía encontrarse con ellas en Génova. Los puertos estaban llenos de estafadores que vendían la falsa ilusión de poder darles un pasaje hacia una nueva vida. Era necesario tener la certeza de quién era la persona con la que se tenían que encontrar.
Viajaron en tren a Viena y de ahí a Salzburgo. Para ir de Budapest a Salzburgo había que atravesar la zona rusa, norteamericana e inglesa, todo, sin documentos. Por razones que responden al destino pudieron pasar los puestos de control.
Al llegar a Italia un hombre las ayudó a cruzar la frontera a cambio de dinero. Finalmente llegaron a Génova. Era la primera vez que mi abuela veía el mar. Fueron al puerto el día indicado y esperaron que el Campana estuviera amarrado en algún muelle. Y ahí estaba. Negro y blanco. Con sus chimeneas humeantes y un mar de gente a su alrededor que subía decidida a dejar atrás un mundo, para ellos, perdido. El Mediterráneo abrazaba al Campana. Azul, intermitente. Solo faltaba encontrar la única pieza en el mundo que completaba el nombre de Guillermo en la tarjeta.
Judith llegó al puerto de Buenos Aires el 6 de diciembre de 1946 luego de tres semanas de viaje escondida en un camarote. Elena se quedó en Europa por si algo salía mal. Se reencontraron en Argentina tiempo después. Conoció a Andrés en reuniones organizadas por la comunidad húngara en el país. Se casaron y tuvieron dos hijos: Pedro (65) y Marta (63). Acá se formó para ser docente de counseling psicológico y fue campeona de bridge. Dedicó gran parte de su vida a dar conferencias sobre el Holocausto. Contaba su historia sin dramatismo. Buscaba la reflexión, no el impacto. Al terminar las charlas su frase de cabecera: “Cualquier tipo de discriminación abre un camino hacia un nuevo Auschwitz”.
Antes del campo la vida era lineal. Se iban gestando los primeros rituales y costumbres. La confitería New York es una de las más refinadas de Europa. El lugar quedó congelado en el tiempo. La sala guarda más de 120 años de recuerdos, incluyendo los de mi abuela y su padre. Ellos Iban todos los domingos, pedían un café y torta Sacher. La espera transcurría en el suntuoso salón de techos altos con frescos maravillosos, pintados por los más destacados artistas húngaros del siglo XIX. Barandas y columnas bañadas en oro, sillas de terciopelo rojo, pisos y escaleras de mármol, todo, iluminado por arañas venecianas de cristal. Ahí, nada cambió. La torta Sacher mantiene su receta a base de huevos, manteca, harina, chocolate amargo y mermelada. Junto con mi padre, recibimos la venia del mozo cuando pedimos dos porciones. Era lo clásico. Lo que fue y será siempre bueno. El hombre de smoking blanco y moño negro nos trajo la orden. Setenta años después, su hijo y su nieto, continuaron el ritual: café y torta Sacher.
Recuerdo su cicatriz en la muñeca. Ella se tapó el tatuaje que le hicieron los alemanes cuando ingresó al campo. Para quitarse un tatuaje se utiliza un láser que quema la piel. Reemplaza la tinta por una quemadura. La cicatriz significa que ahí hubo algo y que ahora, hay otra cosa. Nadie en la familia recuerda el número que llevaba tatuado. Una capa arrugada de piel se interponía entre el pasado y el presente, entre el número y su verdadera identidad. Esos centímetros de piel rugosa, marcaron el final de una etapa y el comienzo de otra. No significaba olvidar sino avanzar. Ana, su primera nieta había nacido. Mi abuela la sostuvo entre sus brazos. En ellos ya no había nada que ocultar. Con orgullo la miró a los ojos y le dijo: “Hola preciosa. Soy Judith, tu abuela”.
Recuerdo aquel último abrazo. Firme, sostenido, inusual. Mi abuela se despedía y yo la saludé con la frialdad de lo cotidiano. Judith murió el 3 de diciembre de 2014 a los 85 años. En su cama, rodeada de sus libros y las fotos que mostraban el mundo que ella pudo construir. Tal vez se fue pensando en su papá, ese hombre que hace tanto no veía pero cuyo último abrazo de protección en el tren a Auschwitz aún recordaba.
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Mi nombre es Alejandro Andrés Horvat. Alejandro por mi bisabuelo y Andrés por mi abuelo. Nací en Buenos Aires el 22 de julio de 1991; mi padre, argentino hijo de inmigrantes húngaros y mi madre egipcia, nacida en El Cairo. La historia de mi familia siempre estuvo signada por la inmigración forzada vinculada a su condición de judíos. Mis abuelos paternos fueron sobrevivientes de distintos campos de concentración. Por su parte, mi madre llegó de Egipto a los tres años escapando del régimen de Gamal Abdel Nasser en los 50. Encontré en el periodismo y en el periodismo narrativo en particular, la posibilidad de darle vida a las escenas que marcaron mi historia familiar. En diciembre tendré mi título de periodista por la escuela TEA, aunque hace años me siento parte de este oficio. Trabajé cuatro años en FM Radio Cultura, conducía un programa los sábados a la noche. Actualmente manejo el área comercial de una agencia de marketing.
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