miércoles, 25 de octubre de 2017

PROFESORES INOLVIDABLES....JOSÉ LUIS Y LUIS ALBERTO....ROMERO



Cuando se instaló en su casa de Adrogué, el historiador José Luis Romero transformó un viejo gallinero en su taller de carpintería. Allí, rodeado de herramientas, trabajaba sobre un banco de carpintero que había hecho él mismo. Había adoptado el berretín durante sus años en el profesorado del Mariano Moreno, donde aprendió el oficio. Dedicaba dos mañanas por semana al trabajo manual. Su otra pasión era la jardinería. Él mismo cuidaba ese jardín en el que, a principios de los años 50, conversaba con Jorge Luis Borges, cuya hermana vivía a una cuadra. En esas tardes, historiador y poeta empezaron a escribir juntos un cuento policial del que no queda noticia.


Luis Alberto, único hijo varón, era muy apegado a su padre. Le huía a las tareas del jardín, pero desde muy chico amaba pasar el tiempo en la carpintería, donde ejercía de aprendiz en medio de los olores de la cola y el aserrín. Al principio su aporte se limitaba a sentarse sobre la madera que la morsa sujetaba desde el otro extremo, para fijarla mientras su padre serruchaba. Pero pronto desarrolló habilidades con el martillo, el taladro y otras herramientas. Trabajaban juntos a la par. "Para hacer carpintería él se ponía ropa muy vieja -dice Luis Alberto-. Tenía un aspecto deplorable pero feliz, y cantaba. Tango, folclore, arias de ópera."


Allí se producía: la casa tenía siete bibliotecas y todas habían salido de aquel gallinero devenido carpintería. El gran desafío, el emprendimiento mayor, llegó cuando José Luis compró una casa en Pinamar. No le había quedado plata para amoblarla y hubo que hacer los muebles indispensables para poder estrenarla. Era el verano del 58. Con 14 años, Luis Alberto ayudó a su padre a hacer una mesa de comedor, dos bibliotecas y cinco camas para los miembros de la familia. Además, una sexta para huéspedes. Ironías de la historia, ese primer verano la usaría un joven Ernesto Laclau, futuro defensor de los populismos, por entonces discípulo de José Luis.
Su padre compensaba el trabajo intelectual con el manual, dice Luis Alberto. Pero no era sólo eso: por entonces el historiador estudiaba los orígenes de la burguesía, que se remontan al siglo XI, cuando se afirma un mundo empírico en el que el hombre empieza a modificar la naturaleza para adecuarla a sus fines. Con la carpintería, en la que debía resolver problemas prácticos usando tanto las manos como la razón, José Luis se sentía más cerca del período de la historia que buscaba comprender. "Y así fue ese verano en Pinamar. Por la mañana mi padre se ocupaba de convertir un médano en un jardín, y por la tarde, tras un poco de playa y la siesta, se sentaba a leer y pensar. Era expansivo y conversador, pero con la caída del sol le venía una especie de melancolía vespertina que él equilibraba con un whisky."

A los 26 años, Luis Alberto dejó la casa de Adrogué para instalarse en un lugar propio. Como no podía ser de otro modo, padre e hijo, que ya habían escrito a cuatro manos los fascículos de la Gran historia de Latinoamérica, hicieron juntos una nueva biblioteca. A la hora de la despedida, el padre le entregó al hijo dos cosas que acaso creía imprescindibles para todo el que sale a encarar la vida: el Pequeño Larousse Ilustrado y un serrucho. Pensar y hacer. "Los usé a ambos", comenta Luis Alberto.
Unos años más tarde, en febrero de 1977, moría José Luis Romero. La casa de Adrogué se vendió y hubo que vaciarla. "Tuvimos que sacar todas las cosas que habían formado parte de nuestra vida de los lugares recónditos donde habían quedado. Entre ellas, mi colección de revistas El Gráfico." Ese día, Luis Alberto cruzó el jardín y entró en la carpintería. Estaba intacta. Entonces tomó la tenaza negra que ahora pone sobre la mesa y que, cuarenta años después, convoca estos recuerdos.

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