jueves, 26 de octubre de 2017

INTIMIDADES

Es tarde ya cuando nos sentamos a mirar el cielo como se miran las cosas nuevas, los ojos llenos de asombro y la respiración palpitante, conmovidos por el dibujo caprichoso de las estrellas, la falsa cercanía de la Luna y la posibilidad remota de que haya una vida espiándonos desde lejos, en alguna parte, disimulada en la niebla espesa de otra galaxia. Luciano toca en la guitarra un blues lánguido y perezoso.
Lo imagino entonces en la quietud de la nave, flotando en la asepsia de la burbuja espacial, el cuerpo detenido en el tiempo, leve e inmóvil, inmerso en un silencio indecible como el del fondo del mar, interrumpido apenas por el pulso acelerado del corazón que retumba en su pecho, con el rumor que produce el agua refrigerante que circula por el interior del traje espacial y los ojos moviéndose detrás de la esfera iridiscente de la escafandra, atento a los indicadores del panel de control y a los movimientos imperceptibles que suceden afuera, en el espacio exterior, en ese polvo cósmico que desde la niñez ha observado con curiosidad infinita desde lejos, tan sólo a 384.000 kilómetros de distancia, y que ahora tiene ante sus ojos no como una promesa inalcanzable o un sueño, sino como algo real y palpable, el cielo y las estrellas y la luna al alcance de la mano.
Miramos las estrellas como lo hicieron durante siglos los hombres antiguos: buscando explicarnos el mundo y descifrar sus misterios.
Estamos tendidos en la hierba fresca del campo; cada tanto, el silencio es interrumpido por el rumor de las hojas que se mecen en las copas de los árboles y el sonido ligero del cauce de un arroyo breve. Una brisa muy tibia aligera apenas el bochorno del calor en el que titilan las luciérnagas. Acostado de cara al cielo, entrecierro los ojos y recuerdo la entrañable película muda con que Méliès inauguró el cine fantástico en 1902, con sus astrónomos de largas barbas de hombres sabios y sus aristocráticas galeras subiéndose a una cápsula diminuta que los llevaría tan lejos como pudiera transportarlos su encendida imaginación.
Con sus deliciosas imágenes oníricas, con la inocencia del cartón pintado y sus máscaras de maquillaje estridente, El viaje a la Luna es la inauguración de dos lenguajes -el de ese ensueño que es el cine, pero sobre todo el del cine fantástico- y la afirmación de una ilusión que persiguió a los hombres desde tiempos remotos y que se multiplicó en las grandes obras de la literatura y el cine. El hombre desentrañó sólo en parte ese enigma cuando Neil Armstrong pisó ese espejo en 1969, ante la mirada entre atónita y conmovida de los millones de personas que asistieron a su caminata lunar por medio de las lentas imágenes en blanco y negro que entregó la televisión. Pero ni aun desde entonces, afortunadamente, aunque hoy busquemos alcanzar otros espejismos en el vasto universo, la Luna dejó de ser un enigma indescifrable para los científicos y los poetas.
O marino, me gustaría ser marino para viajar por el mundo en barco, dice ahora mi hijo. Todos sus sueños son impulsados por el ansia de viajar, el interés de acercarse a culturas distintas de la suya o de aventurarse a lo desconocido; quizá perviva en ese sentimiento cierta fascinación que produce a edad temprana el peligro frente a aquello que ignoramos.
Cuando lleguemos a Buenos Aires te voy a regalar unos cuentos de Ray Bradbury, le prometo. Yo era desde hacía tiempo ya un adulto cuando leí tardíamente Crónicas marcianas, pero el soplo metafísico y los destellos poéticos que reverberan en esa fantasía extraordinaria, que cautivó a generaciones enteras de jóvenes y seguirá haciéndolo mientras los hombres existan, me conmovieron hasta los huesos. Durante los años en que me formé como lector encontré en la literatura pocas cosas más bellas que ese viaje de juventud.
Nos quedamos en silencio observando la Luna, cada uno con sus preguntas sin respuesta y sus sueños. No hay ninguna razón para que seamos los únicos en el universo, ¿no?, se interroga él de pronto, y es su deseo el que habla, la sed de vivir experiencias tan nuevas e intensas como su curiosidad inagotable. Conversamos sin mirarnos a los ojos, como se conversa sentados en un banco de plaza o al borde de un acantilado frente al mar, en apariencia sumidos en pensamientos muy íntimos y ajenos al mundo, y sin embargo tan unidos el uno con el otro. No, no la hay, respondo con alguna vaga ilusión de que tenga razón. Mientras tanto nos quedan los libros, le digo. Y las estrellas. Se ríe, la risa fresca en medio de la noche, y vuelve a su guitarra.
Suena un rasguido lento y melancólico.
V. H. G.

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