Un artículo escrito por la periodista y escritora estadounidense Sally Quinn que relata la dolorosa partida de su marido, el legendario periodista de The Washington Post, Ben Bradlee.
Siempre creí que mi matrimonio era perfecto, que nuestro amor era inmutable y eterno, pero el 8 de enero de 2003, Ben y yo estábamos en la sala de espera del doctor Steven Wolin, un psiquiatra sumamente respetado de Washington. Estábamos pésimo.
Nuestro matrimonio, que había sido una gloria, de pronto era tenso y difícil. Ninguno de los dos entendía lo que pasaba, y recién ahora, casi 15 años después, comprendo cabalmente la razón de todo aquello.
Yo estaba devastada por el cambio de actitud y el comportamiento de Ben hacia mí. Él siempre había tenido una personalidad optimista y luminosa, pero se había vuelto malhumorado, pesimista y en ocasiones hostil. Y nadie más podía verlo, porque esa parte se manifestaba sólo conmigo.
Yo estaba destruida por esos cambios de conducta que, a pesar de haber ido apareciendo gradualmente, quedaba claro que, lejos de desaparecer, se estaban intensificando.
A Ben no lo convencía la idea de “terminar en el diván”. Tampoco le gustaba tener que estar a la defensiva, que era precisamente la actitud que adoptaba cuando le describía la situación desde mi punto de vista. Cuando me escuchaba relatar nuestros problemas, parecía un poco confundido, como si le hablara de otra persona y no de él.
Repetía frases tales como “no puedo creer que yo haya dicho eso o que haya usado ese tono. Yo no soy así”. Y después decía: “Yo la amo, ¿cómo la voy a tratar de esa manera?”.
En el año 2011, cuando Ben todavía mantenía un cargo de vicepresidente en el Post, lo llamó por teléfono un periodista para entrevistarlo acerca de cierto asunto delicado que había ocurrido en el diario. Ben se mostró muy comunicativo.
De hecho, demasiado comunicativo: le contó al periodista mucho más de lo que tendría que haberle contado y más de lo que sabía. Cuando la entrevista se publicó, fui a ver a Don Graham, el presidente del Post, y le sugerí que tal vez era hora de que Ben dejara de ir al diario. Don, que es el ser humano más bueno del planeta.
Ben Bradlee, director ejecutivo de The Washington Post desde 1968 hasta 1991, murió el 14 de octubre de 2014 a los 93 años. Pasó sus últimos años luchando contra la demencia senil, algo poco conocido fuera de su entorno más cercano.
En estas páginas, un fragmento de una nueva biografía escrita por su viuda, Sally Quinn, la experimentada redactora de The Washington Post cuyo libro Finding Magic (“Encontrar la magia”) fue recientemente publicado en los Estados Unidos se negó siquiera a considerar la idea.
En lugar de eso, urdimos un plan: les avisamos a todos los secretarios y asistentes del piso que jamás le pasaran una llamada a Ben sin antes confirmar con su secretaria, Carol, o con Don, o conmigo. Y les pedimos a todos que rechazaran las solicitudes de entrevistas. Ben nunca lo supo.
Pasaron cinco años hasta que le diagnosticaron demencia senil en su fase inicial, pero fuera de la familia eran pocos los que estaban enterados. Día tras día, Ben bajaba a almorzar a la cafetería del diario y rápidamente lo rodeaba un cortejo de reporteros y admiradores, y eso parecía levantarle el ánimo.
Siempre tenía un grupo con el que conversar y, a menos que hiciera un corte de manga o mandara al carajo a alguien, su pérdida de memoria pasaba mayormente inadvertida.
Entonces organicé un grupo de almuerzos en el hotel Madison, enfrente del diario, de donde era habitué. Carol, su secretaria, llevaba una lista de inscripción y podían anotarse hasta cinco personas. Siempre estaba llena. Lo llamábamos “Los martes con Ben”.
Una noche fuimos a una fiesta que dieron en la casa de George Stephanopoulos y Ali Wentworth. Estábamos todos por ahí tomando un trago cuando Ben, que de repente se había puesto pálido y débil, tuvo una especie de ataque y se desmayó en el sofá. Se le pusieron los ojos en blanco, quedó con la boca abierta y perdió el conocimiento.
En cuestión de minutos, ya íbamos camino del Hospital Universitario George Washington. Media hora después, Ben ya estaba despierto y diciéndole a quien tuviese a mano que lo sacaran de ahí de una vez. Estaba bien.
Recién uno o dos días después advertí que el cambio se había profundizado. No parecía tan sagaz. Había perdido algo. Fui la única que lo notó.
Continuamos con nuestras vidas con la mayor normalidad posible. Él siguió yendo al diario todos los días.
Entre episodios, Ben seguía siendo una persona alerta y perspicaz, pero justamente ese grado de conciencia hacía que sus recaídas fuesen todavía más dolorosas. Lo más difícil era no saber nunca cuándo iba a ser el verdadero Ben y cuándo un desconocido.
No obstante, para el otoño del año 2012 supe que había llegado la hora de contar la verdad. Iba a tener que decirle a la gente que Ben sufría de demencia.
Ben estaba en su oficina y pasé a verlo. Sonó el teléfono y atendió Carol. Era nuestro viejo amigo Harry Evans, editor británico casado con la también editora Tina Brown. Tomé la llamada y le dije: “Harry, Ben ya no va a poder recibir más llamadas. Padece de demencia”. Del otro lado se hizo un silencio mortal, y después Harry me dijo con tono apenado: “Querida, tarde o temprano nos va a llegar a todos, ¿o no?”.
Estaba hecho. Y a partir de ese momento, para nosotros empezó otra vida, una vida que me aterraba pero que así y todo iba a ser plena, y de una forma que nunca antes habría imaginado.
Como la palabrita que empieza con “A” mayúscula es matadora, nosotros siempre la llamamos “demencia”, aunque en realidad nunca quedó claro qué fue lo que tuvo Ben. Vaya uno a saber por qué, Alzheimer suena a algo que uno puede contraer.
La demencia, en cambio, parece un poco más domesticable, como si se tratara de una consecuencia natural del envejecimiento. Desde entonces, les pedía a mis amigos que me dejaran sentar al lado de Ben en las cenas para poder cuidarlo. Y me aseguraba de que la persona a la que le tocara sentarse enfrente de él estuviera al tanto de la situación.
Una vez más, volví a sugerir que Ben dejara la oficina. Y de nuevo Don no quiso nada. Estaba decidido. La oficina de Ben iba a estar ahí para él hasta el día de su muerte.
El especialista en psiquiatría geriátrica le recomendó un grupo de apoyo fabuloso llamado The Friends Club (El Club de Amigos), doce hombres en diferentes estadios de demencia que se reunían tres veces por semana en una iglesia de Bethesda, Maryland. Creí que me iba a costar mucho convencerlo de que fuera, que nunca iba a aceptar ir a ese grupo de “blandengues”.
Pero no se lo describí como un club para hombres con demencia. Le dije que era un grupo de periodistas y hombres que habían servido en el ejército o en algún cuerpo diplomático en el exterior (todo lo cual era cierto). Y también que John, el esposo de Sandra Day O’Connors, y Sargent Shriver habían formado parte del grupo.
Por alguna razón que nunca llegaré a entender, Ben accedió a ir al grupo de apoyo. El primer día me quedé toda la sesión sentada junto a él. Había un hombre que estaba callado y no participó para nada. Otros, los más nuevos, parecían bastante normales hasta que después de más o menos una hora empezaron a ponerse reiterativos.
Cada tanto, uno de ellos frenaba en la mitad de lo que estaba diciendo y exclamaba: “¡Carajo, no me acuerdo!”. Los demás se deshacían en muestras de apoyo y solidaridad. Ben también, y de a poco empezó a relajarse.
Terminé entendiéndome con ellos, les organicé la conversación, les conté historias y casi me puse a hacer piruetas. Hice tanto esfuerzo por tratar de entretenerlos a todos para que Ben les cayera en gracia que emocionalmente fue agotador. Me había convertido en una mamá sobreprotectora.
Él me tuvo agarrada de la mano durante la mayor parte de la reunión. Pude sentir lo dependiente que se había vuelto de mí. Estaba nervioso y parecía perdido. Nunca lo había visto así. Y eso me mató. Cualquier atisbo de la hostilidad que había estado demostrándome sencillamente había desaparecido. Mientras volvíamos a casa en el auto, puso su mano sobre la mía y me dijo: “Te amo, nena”. Y yo sentí que de alguna manera Dios me lo había devuelto.
En agosto de 2013, Jay Carney, quien luego sería vocero de Barack Obama en la Casa Blanca, me llamó para comunicarme que el presidente le iba a entregar a Ben la Medalla Presidencial de la Libertad, pero que tenía que guardar el secreto hasta que ellos lo anunciaran unas semanas después.
Ben se emocionó mucho, aunque en ese momento yo no estaba muy segura de que realmente entendiera lo que estaba pasando. Esa noche tuvimos gente a cenar, un grupo de periodistas, y Ben les anunció que iba a recibir la Medalla Presidencial de la Libertad. Se había olvidado de que era un secreto.
La ceremonia iba a ser en noviembre y Ben estaba obsesionado. Se levantaba en medio de la noche y trataba de vestirse para el evento. En ese punto, ya había perdido la noción de las fechas. La noche antes de la entrega del premio, invité a todos sus hijos, nietos, hijastros y nietastros, sobrinos y sobrinas a una fiesta familiar. Ben estaba en su salsa.
Me sorprendió lo importante que era para él esa medalla. El reconocimiento público de sus logros era algo a lo que nunca le había prestado atención.
Ben recibía constantes invitaciones a algún evento para homenajearlo, sobre todo los últimos años, y casi siempre rechazaba las invitaciones. Pero ahí estábamos, a punto de recibir el honor cívico más alto al que pueda aspirar un estadounidense, y él estaba entusiasmado e impaciente.
Tal vez sabía que se acercaba al final de su vida. Estaba más nostálgico de lo habitual respecto de su pasado. De algún modo, esa medalla parecía darle un significado a su vida. Ben había peleado en la Segunda Guerra Mundial, defendiendo su país y sus principios.
Se desempeñó como periodista durante casi 60 años, dedicándose a descubrir los hechos y develar la verdad, defendiendo la Constitución, la Primera Enmienda y todo lo que representan. Había dado una buena pelea y había llegado a la meta sin perder nunca la fe.
Mi plan era ir temprano a la Casa Blanca para reemplazar a Ben en el ensayo. Él iba a llegar después, porque no iba a soportar estar ahí con tantas horas de anticipación.
Entre los otros homenajeados ese día se encontraban Bill Clinton, Oprah Winfrey y Gloria Steinem. Y yo participé del simulacro con todos los galardonados. Tenían que recorrer el pasillo que va desde el Salón Este hasta el palco, subir la escalera, esperar a que leyeran su nombre, ir hasta donde estaba el presidente, recibir la medalla, volver a sus asientos y después bajar la escalera otra vez.
Me desesperé. Sabía que Ben no iba a poder hacerlo solo. Mucho menos ese día, porque estaba más perdido que nunca, probablemente a causa de los nervios, la agitación y la falta de sueño. Él tenía sus días buenos y sus días malos. Y ése era un día malo.
En mi desesperación, acudí a Clinton y le pregunté si podía ayudar a Ben a pasar por todo eso. Él lo tomó de la mano, lo guió a través de la alfombra roja hasta el podio y lo ayudó a sentarse, haciéndole una seña cuando tenía que volver a levantarse.
Lo asistió para que llegara a donde estaba el presidente, lo orientó de regreso a su asiento, y finalmente lo tomó del brazo y lo ayudó a salir de la sala cuando terminó la ceremonia. Mi agradecimiento era indescriptible.
Durante la recepción, el ex presidente Clinton se me acercó riendo y me dijo: “¿Sabe lo que me preguntó Ben? ¡Si alguna vez me había mandado al carajo!”. Clinton me contó que le había respondido que no, pero que sólo había sido porque cuando él fue presidente, Ben ya no era editor del diario.
Ben volvió a casa y durmió por el resto de la tarde. De milagro, cuando se despertó era otra vez él mismo, así que pudimos ir a la cena que daba el presidente para los homenajeados del pasado y del presente.
El presidente Obama insistió en ir pasando alrededor de la mesa para saludar a cada uno de los invitados. Y se detuvo un buen rato con Ben, quien durante la conversasación se las arregló muy bien por su cuenta, riéndose y haciendo bromas. Fue como si un gran rayo de energía le hubiese caído del cielo para devolverle su antigua personalidad. Nunca lo quise tanto ni estuve más orgullosa de él.
Eso fue el jueves 11 de septiembre de 2014. Apenas un mes después, Ben ya había muerto, pero nunca lo hubiese imaginado. Nosotros seguimos viviendo como de costumbre, según nuestra nueva normalidad. Ben solía estar cansado, pero de buen humor.
Siempre lo ponía feliz ver a su médico, Michael Newman, con quien mantuvimos una conversación muy jovial acerca del estado de salud general de Ben. Decía que estaba volviéndose más lento, pero que se sentía bien. Michael le pidió a la enfermera que le hiciera un análisis de sangre, cerró la puerta y se sentó.
“Voy a poner a Ben en cuidados paliativos”, dijo.
“¿Cómo?”, le pregunté, creyendo que no había escuchado bien.
“Voy a ponerlo en cuidados paliativos”, repitió.
“¿Qué quiere decir? –le pregunté–. No está muriéndose. Está más sano que un potro. No hay nada mal desde el punto de vista médico. Duerme mucho y está confundido, pero el psiquiatra dice que puede vivir así otros cinco años.”
“Ya sé”, dijo Michael tranquilamente. Él siempre había sido sincero conmigo, además de empático. Y también quería mucho a Ben.
“¿Cuánto tiempo le queda?”, le pregunté por fin.
“Cuatro meses, quizás, pero lo dudo –me dijo–. Probablemente dos.”
Vallerie, la enfermera de cuidados paliativos, empezó a venir más seguido. Ben todavía no tenía ni la menor idea de que era especializada en enfermos terminales. O tal vez sí. No hizo ni una sola pregunta con respecto a su salud.
Me aboqué por entero a la planificación del funeral. Era una distracción rara, pero aun así bienvenida, una manera de mantener la cabeza y las manos ocupadas. Llamé a la Catedral Nacional para pedir una cita.
Ya tenía el coro, un tenor, una banda, el catering y un gazebo para la recepción, los programas y las flores para la iglesia. No había llorado. Tenía demasiado que hacer y no había tiempo suficiente, ni siquiera lo había aceptado todavía. En mi cabeza, simplemente estaba preparando todo por si acaso…
Más o menos una semana antes de la muerte de Ben, mientras Vallerie le practicaba un chequeo de “rutina”, de pronto él se puso serio. “¿Cuándo me voy?”, preguntó. “¿Qué quieres decir, Ben?”, le respondí. “¿Cuándo me tengo que ir?” Miré a Vallerie.
¿Estaba diciendo lo que yo pensaba que estaba diciendo? “¿Ir adónde, Ben?”, le pregunté. Él parecía frustrado e impaciente. “¿Cuándo me voy a casa?” “Estás en casa, Ben –le dije, tomándolo de la mano–. Estás en casa.” Él cerró los ojos y apoyó la cabeza en el sofá.
Vallerie me hizo señas para que saliéramos de la habitación. “¿Me está preguntando cuándo se va a morir, no es cierto?”, le pregunté, casi sin atreverme a articularlo. “Sí.” Supe que ese “ir a casa” era lo más cerca que íbamos a llegar de hablar de su muerte. Su espíritu estaba en mí y el mío en él.
No necesitábamos decirnos nada. Él sabía y yo sabía. Sabíamos los dos. ¿Qué significó para mí la muerte de Ben? Tengo una especie de religión o algún sentido de espiritualidad que surgen de la idea del amor, de la abnegación, del misterio y de la magia. A partir de ese momento, esa idea hasta entonces vaga se hizo transparente e iluminó la historia de mi vida.
Estar enamorada de un hombre en su lecho de muerte no es romántico en un sentido convencional, pero estuve más enamorada de Ben en ese momento que en cualquier otra época. Estuve enamorada de él cada minuto de cada día, hasta el día que murió. Y el día que murió estuve más enamorada de él de lo que había estado jamás.
Nuestro matrimonio, que había sido una gloria, de pronto era tenso y difícil. Ninguno de los dos entendía lo que pasaba, y recién ahora, casi 15 años después, comprendo cabalmente la razón de todo aquello.
Yo estaba devastada por el cambio de actitud y el comportamiento de Ben hacia mí. Él siempre había tenido una personalidad optimista y luminosa, pero se había vuelto malhumorado, pesimista y en ocasiones hostil. Y nadie más podía verlo, porque esa parte se manifestaba sólo conmigo.
Yo estaba destruida por esos cambios de conducta que, a pesar de haber ido apareciendo gradualmente, quedaba claro que, lejos de desaparecer, se estaban intensificando.
A Ben no lo convencía la idea de “terminar en el diván”. Tampoco le gustaba tener que estar a la defensiva, que era precisamente la actitud que adoptaba cuando le describía la situación desde mi punto de vista. Cuando me escuchaba relatar nuestros problemas, parecía un poco confundido, como si le hablara de otra persona y no de él.
Repetía frases tales como “no puedo creer que yo haya dicho eso o que haya usado ese tono. Yo no soy así”. Y después decía: “Yo la amo, ¿cómo la voy a tratar de esa manera?”.
En el año 2011, cuando Ben todavía mantenía un cargo de vicepresidente en el Post, lo llamó por teléfono un periodista para entrevistarlo acerca de cierto asunto delicado que había ocurrido en el diario. Ben se mostró muy comunicativo.
De hecho, demasiado comunicativo: le contó al periodista mucho más de lo que tendría que haberle contado y más de lo que sabía. Cuando la entrevista se publicó, fui a ver a Don Graham, el presidente del Post, y le sugerí que tal vez era hora de que Ben dejara de ir al diario. Don, que es el ser humano más bueno del planeta.
Ben Bradlee, director ejecutivo de The Washington Post desde 1968 hasta 1991, murió el 14 de octubre de 2014 a los 93 años. Pasó sus últimos años luchando contra la demencia senil, algo poco conocido fuera de su entorno más cercano.
En estas páginas, un fragmento de una nueva biografía escrita por su viuda, Sally Quinn, la experimentada redactora de The Washington Post cuyo libro Finding Magic (“Encontrar la magia”) fue recientemente publicado en los Estados Unidos se negó siquiera a considerar la idea.
En lugar de eso, urdimos un plan: les avisamos a todos los secretarios y asistentes del piso que jamás le pasaran una llamada a Ben sin antes confirmar con su secretaria, Carol, o con Don, o conmigo. Y les pedimos a todos que rechazaran las solicitudes de entrevistas. Ben nunca lo supo.
Pasaron cinco años hasta que le diagnosticaron demencia senil en su fase inicial, pero fuera de la familia eran pocos los que estaban enterados. Día tras día, Ben bajaba a almorzar a la cafetería del diario y rápidamente lo rodeaba un cortejo de reporteros y admiradores, y eso parecía levantarle el ánimo.
Siempre tenía un grupo con el que conversar y, a menos que hiciera un corte de manga o mandara al carajo a alguien, su pérdida de memoria pasaba mayormente inadvertida.
Entonces organicé un grupo de almuerzos en el hotel Madison, enfrente del diario, de donde era habitué. Carol, su secretaria, llevaba una lista de inscripción y podían anotarse hasta cinco personas. Siempre estaba llena. Lo llamábamos “Los martes con Ben”.
Una noche fuimos a una fiesta que dieron en la casa de George Stephanopoulos y Ali Wentworth. Estábamos todos por ahí tomando un trago cuando Ben, que de repente se había puesto pálido y débil, tuvo una especie de ataque y se desmayó en el sofá. Se le pusieron los ojos en blanco, quedó con la boca abierta y perdió el conocimiento.
En cuestión de minutos, ya íbamos camino del Hospital Universitario George Washington. Media hora después, Ben ya estaba despierto y diciéndole a quien tuviese a mano que lo sacaran de ahí de una vez. Estaba bien.
Recién uno o dos días después advertí que el cambio se había profundizado. No parecía tan sagaz. Había perdido algo. Fui la única que lo notó.
Continuamos con nuestras vidas con la mayor normalidad posible. Él siguió yendo al diario todos los días.
Entre episodios, Ben seguía siendo una persona alerta y perspicaz, pero justamente ese grado de conciencia hacía que sus recaídas fuesen todavía más dolorosas. Lo más difícil era no saber nunca cuándo iba a ser el verdadero Ben y cuándo un desconocido.
No obstante, para el otoño del año 2012 supe que había llegado la hora de contar la verdad. Iba a tener que decirle a la gente que Ben sufría de demencia.
Ben estaba en su oficina y pasé a verlo. Sonó el teléfono y atendió Carol. Era nuestro viejo amigo Harry Evans, editor británico casado con la también editora Tina Brown. Tomé la llamada y le dije: “Harry, Ben ya no va a poder recibir más llamadas. Padece de demencia”. Del otro lado se hizo un silencio mortal, y después Harry me dijo con tono apenado: “Querida, tarde o temprano nos va a llegar a todos, ¿o no?”.
Estaba hecho. Y a partir de ese momento, para nosotros empezó otra vida, una vida que me aterraba pero que así y todo iba a ser plena, y de una forma que nunca antes habría imaginado.
Como la palabrita que empieza con “A” mayúscula es matadora, nosotros siempre la llamamos “demencia”, aunque en realidad nunca quedó claro qué fue lo que tuvo Ben. Vaya uno a saber por qué, Alzheimer suena a algo que uno puede contraer.
La demencia, en cambio, parece un poco más domesticable, como si se tratara de una consecuencia natural del envejecimiento. Desde entonces, les pedía a mis amigos que me dejaran sentar al lado de Ben en las cenas para poder cuidarlo. Y me aseguraba de que la persona a la que le tocara sentarse enfrente de él estuviera al tanto de la situación.
Una vez más, volví a sugerir que Ben dejara la oficina. Y de nuevo Don no quiso nada. Estaba decidido. La oficina de Ben iba a estar ahí para él hasta el día de su muerte.
El especialista en psiquiatría geriátrica le recomendó un grupo de apoyo fabuloso llamado The Friends Club (El Club de Amigos), doce hombres en diferentes estadios de demencia que se reunían tres veces por semana en una iglesia de Bethesda, Maryland. Creí que me iba a costar mucho convencerlo de que fuera, que nunca iba a aceptar ir a ese grupo de “blandengues”.
Pero no se lo describí como un club para hombres con demencia. Le dije que era un grupo de periodistas y hombres que habían servido en el ejército o en algún cuerpo diplomático en el exterior (todo lo cual era cierto). Y también que John, el esposo de Sandra Day O’Connors, y Sargent Shriver habían formado parte del grupo.
Por alguna razón que nunca llegaré a entender, Ben accedió a ir al grupo de apoyo. El primer día me quedé toda la sesión sentada junto a él. Había un hombre que estaba callado y no participó para nada. Otros, los más nuevos, parecían bastante normales hasta que después de más o menos una hora empezaron a ponerse reiterativos.
Cada tanto, uno de ellos frenaba en la mitad de lo que estaba diciendo y exclamaba: “¡Carajo, no me acuerdo!”. Los demás se deshacían en muestras de apoyo y solidaridad. Ben también, y de a poco empezó a relajarse.
Terminé entendiéndome con ellos, les organicé la conversación, les conté historias y casi me puse a hacer piruetas. Hice tanto esfuerzo por tratar de entretenerlos a todos para que Ben les cayera en gracia que emocionalmente fue agotador. Me había convertido en una mamá sobreprotectora.
Él me tuvo agarrada de la mano durante la mayor parte de la reunión. Pude sentir lo dependiente que se había vuelto de mí. Estaba nervioso y parecía perdido. Nunca lo había visto así. Y eso me mató. Cualquier atisbo de la hostilidad que había estado demostrándome sencillamente había desaparecido. Mientras volvíamos a casa en el auto, puso su mano sobre la mía y me dijo: “Te amo, nena”. Y yo sentí que de alguna manera Dios me lo había devuelto.
En agosto de 2013, Jay Carney, quien luego sería vocero de Barack Obama en la Casa Blanca, me llamó para comunicarme que el presidente le iba a entregar a Ben la Medalla Presidencial de la Libertad, pero que tenía que guardar el secreto hasta que ellos lo anunciaran unas semanas después.
Ben se emocionó mucho, aunque en ese momento yo no estaba muy segura de que realmente entendiera lo que estaba pasando. Esa noche tuvimos gente a cenar, un grupo de periodistas, y Ben les anunció que iba a recibir la Medalla Presidencial de la Libertad. Se había olvidado de que era un secreto.
La ceremonia iba a ser en noviembre y Ben estaba obsesionado. Se levantaba en medio de la noche y trataba de vestirse para el evento. En ese punto, ya había perdido la noción de las fechas. La noche antes de la entrega del premio, invité a todos sus hijos, nietos, hijastros y nietastros, sobrinos y sobrinas a una fiesta familiar. Ben estaba en su salsa.
Me sorprendió lo importante que era para él esa medalla. El reconocimiento público de sus logros era algo a lo que nunca le había prestado atención.
Ben recibía constantes invitaciones a algún evento para homenajearlo, sobre todo los últimos años, y casi siempre rechazaba las invitaciones. Pero ahí estábamos, a punto de recibir el honor cívico más alto al que pueda aspirar un estadounidense, y él estaba entusiasmado e impaciente.
Tal vez sabía que se acercaba al final de su vida. Estaba más nostálgico de lo habitual respecto de su pasado. De algún modo, esa medalla parecía darle un significado a su vida. Ben había peleado en la Segunda Guerra Mundial, defendiendo su país y sus principios.
Se desempeñó como periodista durante casi 60 años, dedicándose a descubrir los hechos y develar la verdad, defendiendo la Constitución, la Primera Enmienda y todo lo que representan. Había dado una buena pelea y había llegado a la meta sin perder nunca la fe.
Mi plan era ir temprano a la Casa Blanca para reemplazar a Ben en el ensayo. Él iba a llegar después, porque no iba a soportar estar ahí con tantas horas de anticipación.
Entre los otros homenajeados ese día se encontraban Bill Clinton, Oprah Winfrey y Gloria Steinem. Y yo participé del simulacro con todos los galardonados. Tenían que recorrer el pasillo que va desde el Salón Este hasta el palco, subir la escalera, esperar a que leyeran su nombre, ir hasta donde estaba el presidente, recibir la medalla, volver a sus asientos y después bajar la escalera otra vez.
Me desesperé. Sabía que Ben no iba a poder hacerlo solo. Mucho menos ese día, porque estaba más perdido que nunca, probablemente a causa de los nervios, la agitación y la falta de sueño. Él tenía sus días buenos y sus días malos. Y ése era un día malo.
En mi desesperación, acudí a Clinton y le pregunté si podía ayudar a Ben a pasar por todo eso. Él lo tomó de la mano, lo guió a través de la alfombra roja hasta el podio y lo ayudó a sentarse, haciéndole una seña cuando tenía que volver a levantarse.
Lo asistió para que llegara a donde estaba el presidente, lo orientó de regreso a su asiento, y finalmente lo tomó del brazo y lo ayudó a salir de la sala cuando terminó la ceremonia. Mi agradecimiento era indescriptible.
Durante la recepción, el ex presidente Clinton se me acercó riendo y me dijo: “¿Sabe lo que me preguntó Ben? ¡Si alguna vez me había mandado al carajo!”. Clinton me contó que le había respondido que no, pero que sólo había sido porque cuando él fue presidente, Ben ya no era editor del diario.
Ben volvió a casa y durmió por el resto de la tarde. De milagro, cuando se despertó era otra vez él mismo, así que pudimos ir a la cena que daba el presidente para los homenajeados del pasado y del presente.
El presidente Obama insistió en ir pasando alrededor de la mesa para saludar a cada uno de los invitados. Y se detuvo un buen rato con Ben, quien durante la conversasación se las arregló muy bien por su cuenta, riéndose y haciendo bromas. Fue como si un gran rayo de energía le hubiese caído del cielo para devolverle su antigua personalidad. Nunca lo quise tanto ni estuve más orgullosa de él.
Eso fue el jueves 11 de septiembre de 2014. Apenas un mes después, Ben ya había muerto, pero nunca lo hubiese imaginado. Nosotros seguimos viviendo como de costumbre, según nuestra nueva normalidad. Ben solía estar cansado, pero de buen humor.
Siempre lo ponía feliz ver a su médico, Michael Newman, con quien mantuvimos una conversación muy jovial acerca del estado de salud general de Ben. Decía que estaba volviéndose más lento, pero que se sentía bien. Michael le pidió a la enfermera que le hiciera un análisis de sangre, cerró la puerta y se sentó.
“Voy a poner a Ben en cuidados paliativos”, dijo.
“¿Cómo?”, le pregunté, creyendo que no había escuchado bien.
“Voy a ponerlo en cuidados paliativos”, repitió.
“¿Qué quiere decir? –le pregunté–. No está muriéndose. Está más sano que un potro. No hay nada mal desde el punto de vista médico. Duerme mucho y está confundido, pero el psiquiatra dice que puede vivir así otros cinco años.”
“Ya sé”, dijo Michael tranquilamente. Él siempre había sido sincero conmigo, además de empático. Y también quería mucho a Ben.
“¿Cuánto tiempo le queda?”, le pregunté por fin.
“Cuatro meses, quizás, pero lo dudo –me dijo–. Probablemente dos.”
Vallerie, la enfermera de cuidados paliativos, empezó a venir más seguido. Ben todavía no tenía ni la menor idea de que era especializada en enfermos terminales. O tal vez sí. No hizo ni una sola pregunta con respecto a su salud.
Me aboqué por entero a la planificación del funeral. Era una distracción rara, pero aun así bienvenida, una manera de mantener la cabeza y las manos ocupadas. Llamé a la Catedral Nacional para pedir una cita.
Ya tenía el coro, un tenor, una banda, el catering y un gazebo para la recepción, los programas y las flores para la iglesia. No había llorado. Tenía demasiado que hacer y no había tiempo suficiente, ni siquiera lo había aceptado todavía. En mi cabeza, simplemente estaba preparando todo por si acaso…
Más o menos una semana antes de la muerte de Ben, mientras Vallerie le practicaba un chequeo de “rutina”, de pronto él se puso serio. “¿Cuándo me voy?”, preguntó. “¿Qué quieres decir, Ben?”, le respondí. “¿Cuándo me tengo que ir?” Miré a Vallerie.
¿Estaba diciendo lo que yo pensaba que estaba diciendo? “¿Ir adónde, Ben?”, le pregunté. Él parecía frustrado e impaciente. “¿Cuándo me voy a casa?” “Estás en casa, Ben –le dije, tomándolo de la mano–. Estás en casa.” Él cerró los ojos y apoyó la cabeza en el sofá.
Vallerie me hizo señas para que saliéramos de la habitación. “¿Me está preguntando cuándo se va a morir, no es cierto?”, le pregunté, casi sin atreverme a articularlo. “Sí.” Supe que ese “ir a casa” era lo más cerca que íbamos a llegar de hablar de su muerte. Su espíritu estaba en mí y el mío en él.
No necesitábamos decirnos nada. Él sabía y yo sabía. Sabíamos los dos. ¿Qué significó para mí la muerte de Ben? Tengo una especie de religión o algún sentido de espiritualidad que surgen de la idea del amor, de la abnegación, del misterio y de la magia. A partir de ese momento, esa idea hasta entonces vaga se hizo transparente e iluminó la historia de mi vida.
Estar enamorada de un hombre en su lecho de muerte no es romántico en un sentido convencional, pero estuve más enamorada de Ben en ese momento que en cualquier otra época. Estuve enamorada de él cada minuto de cada día, hasta el día que murió. Y el día que murió estuve más enamorada de él de lo que había estado jamás.
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