Una cosa es lo que somos y otra lo que creemos que somos. Una cosa es lo que los demás creen que somos y otra lo que los demás creen que nosotros creemos que somos. Y todavía otra cosa es lo que nosotros creemos que los demás creen que nosotros creemos ser.
Ya sé, suena como un trabalenguas, pero no lo es. De hecho, en esta niebla habitan buena parte de nuestros padecimientos. Miren este buen amigo mío. Es consultor legal de una compañía extranjera. Lo llaman para una reunión el jueves. Me anticipa: "Estoy seguro de que no van a renovar el contrato, no me parece que esto esté funcionando". Tiene su reunión y el viernes le pregunto cómo le ha ido. De buen ánimo me cuenta que la reunión fue para informarle que están muy satisfechos con su tarea y que quieren incorporarlo a la compañía.
Reflejos de espejos que se reflejan en espejos, estos dobleces son interminables e inaccesibles. De cierto modo no podemos saber quiénes somos. Es verdad, nos conocemos mejor que nadie. Pero ¿somos eso que conocemos? Acaso no seamos sino la suma de lo que han creído ver en nosotros todos los que nos hemos cruzado en la vida.
Me pregunta otro amigo, que ha salido por primera vez en la tele, qué me pareció su debut. Le respondo, con entera honestidad, que me ha encantado. Le preocupa, sin embargo, su imagen, si sale bien en la tele. Le digo que fantástico. Pero, de cierto modo, adivino su desasosiego. La exposición pone en carne viva el abismo que existe entre lo que somos, lo que creemos que somos y lo que los demás ven en nosotros. Ese abismo donde se ahogó Narciso.
Aprendemos pronto que nunca nos podremos observar desde afuera, desde el otro, cuando por primera vez oímos nuestra voz en un grabador. No parecemos nosotros. No es nuestra voz. No puede ser nuestra voz. Sin embargo, es la que todos los demás oyen.
Hace muchos años, en medio de una crisis familiar, mientras intentaba apagar el incendio con la palabra, tan sólo porque ése es mi don, un viejo sabio me llevó aparte y me dijo:
Aveces todo lo que necesita una persona es un abrazo. En silencio. Sin decir nada.
Es una de las mayores lecciones que he aprendido en esta vida. Que hay momentos en los que no sirven de nada los consejos, los sermones, la afiligranada argumentación. En muchos casos, hieren peor. El otro sólo necesita un abrazo. Un abrazo es ese lugar en el que lo que somos y lo que creemos ser se encuentran con lo que el otro cree que somos y con lo que nosotros creemos que el otro ve en nosotros. Es una falla en el laberinto, una puerta escondida. Esa puerta está allí por algo.
Esta absoluta e inapelable incapacidad de acceder a lo que los demás ven en nosotros -y es un eterno viceversa- nos deja en la más incurable soledad. Porque no es cierto que el otro funciona como un espejo. Es tan sólo un espejismo.
Por eso existen los abrazos. Los abrazos constituyen el único lenguaje que el alma comprende. Acaso los cuerpos no sean sino la excusa para que nuestras almas dialoguen. En un abrazo no hay error de interpretación. No hay paralaje. No hay entrelíneas.
Un abrazo silencioso es todo lo que podríamos decir, todo lo que dijimos, todo lo hemos de decir. Nos abrazamos en medio del duelo más mordaz, pero también en el triunfo. Abrazamos a nuestro cónyuge con lágrimas de mil orígenes o entre risas cómplices. Y abrazamos también a nuestros hijos, a nuestros hermanos, a los amigos. Nos abrazamos con un rival, cuando nos damos cuenta de que también está solo. En la más espeluznante soledad somos capaces de abrazar la almohada hasta que escampe o llegue el alba.
La lección de aquel viejo sabio siempre me intrigó. ¿Por qué no podemos prescindir de los abrazos? Tal vez porque venimos de un largo abrazo de nueve meses en el que, sin discursos ni sermones, empezamos nada menos que a existir.
A. T.
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