Con absoluta convicción una amiga me aseguraba hace poco que los días ya no tienen 24 horas, sino alrededor de 18. Según decía, había leído un informe que lo demostraba y que adjudicaba esa abreviatura a un movimiento en el eje de la Tierra. Y si no es esa la razón, terminaba, alguna debe de haber, porque lo cierto es que cada vez las horas alcanzan para menos. Para no entrar en discusiones científicas, quedémonos con la sensación del encogimiento temporal. Es una sensación generalizada y creciente, pero acaso no tenga que ver con la física sino con una manera de vivir. Quizá nunca en la historia los seres humanos hayan tenido agendas colmadas de actividades como hoy, y quizá nunca hayan descansado menos. Está comprobado que las horas de sueño promedio necesarias para el organismo se han reducido de ocho a seis. Los ritmos circadianos, que normalizan las actividades orgánicas y las regularizan, están alterados, prácticamente no existen la oscuridad ni el silencio, el planeta permanece abierto, bullicioso e iluminado las 24 horas con una oferta incesante de actividades (se ha llegado al absurdo de convocar festivales filosóficos en la madrugada, cuando menos lúcida está la mente).
Una consecuencia lógica de esta modalidad es que el día parece más corto. Y para sostener semejante compás a menudo hay que recurrir a variados estimulantes químicos, bebibles, aspirables, físicos y psíquicos. Cuando las actividades se acumulan sin pausa y sin ilación, es posible que, abocados a la más reciente, ya no recordemos las anteriores y, mucho menos, la primera. Es como atiborrarse de alimentos por el mero hecho de que son ricos, pero sin tiempo para saborearlos ni espacio para digerirlos, hasta terminar con malestares gástricos. Las agendas completas y comprimidas no permiten detenerse, ni reflexionar ni conectar con las sensaciones y emociones de cada acto. Eliminan la pausa, la introspección, el retiro, que son momentos naturales de la vida en todas sus manifestaciones: aspirar-exhalar, actividad-reposo, día-noche, sístole-diástole, contacto-retirada, sueño-vigilia. Prevalece, en cambio, la sensación de que todo ha sido un continuado y de que el tiempo se escurrió como el agua por una alcantarilla.
En El tiempo y el alma, un sensible y reflexivo ensayo, el filósofo Jacob Needleman escribe: "Mi vida, como la de muchos hombres y mujeres, se había convertido en una existencia llena de cosas por hacer, demasiadas responsabilidades, demasiadas oportunidades, demasiados detalles que cuidar. Como nos sucede a muchos, me había convertido en una persona apurada. Y pronto comprendí que estar ocupado es estar apurado". La pregunta sería: ¿para llegar a dónde? Y luego: ¿qué valor tiene ese dónde? ¿Me lleva a entender y a valorizar para qué vivo o me aleja de esa comprensión? ¿Qué vacío busca llenar tanta ocupación? "Ser devorado por nuestra vida no es comprometerse a vivir -piensa Needelman-. Cuando nos dejamos devorar quiere decir que nuestro propio yo no se encuentra presente."
Estar presente requiere pausa, respiro, silencio. Discriminar entre lo urgente y lo importante. Cuando no lo hacemos se impone lo urgente y se posterga lo importante. No hay tiempo para incorporar las experiencias vividas, se las surfea. Nunca se las bucea. Los días con menos cosas por hacer, pero conectadas a nuestras necesidades reales y profundas, tienen otro ritmo, las mismas horas parecen más largas y la jornada entera adquiere significado, se incorpora a las sensaciones, se hace memoria. Los días no son hoy más cortos. Quizás estamos pasando demasiado rápido por ellos, sin dejar huella. Y el eje de la Tierra no tiene la culpa.
S. S.
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