martes, 3 de octubre de 2017

LECTURA RECOMENDADA


De Arturo Pérez-Reverte ‘Falcó’. Una novela sobre un despiadado espía español en tiempos del franquismo.


Olía a loción Varón Dandy y estaba peinado hacia atrás, con fijador y raya muy alta, mientras se colocaba pausadamente, ante el espejo de la habitación de hotel, el cuello y los puños postizos de la camisa de smoking.
La pechera era inmaculada, y los tirantes negros sostenían los pantalones que caían con raya perfecta sobre los relucientes zapatos de charol.
Durante un momento, Lorenzo Falcó permaneció inmóvil estudiando el reflejo, satisfecho de su aspecto: rasurado impecable a navaja, patillas recortadas en el punto exacto, los ojos grises que se contemplaban a sí mismos, como al resto del mundo, con tranquila e irónica melancolía.
Una mujer los había definido en cierta ocasión —siempre correspondía a las mujeres definir esa clase de detalles— como ojos de buen chico al que le fueron mal las cosas en el colegio.
Pero en realidad las cosas no le habían ido mal en absoluto, aunque a menudo le resultara útil aparentarlo, sobre todo con una mujer delante.
Falcó provenía de una buena familia andaluza vinculada a las bodegas, al vino y a su exportación a Inglaterra. Los modales y la educación adquiridos en la infancia le habían ido bien más tarde, cuando una juventud poco ejemplar, una carrera militar truncada y una vida vagabunda y aventurera pusieron a prueba otros resortes de su carácter. Ahora tenía treinta y siete años y una densa biografía a la espalda: América, Europa, España. La guerra.
Trenes nocturnos, fronteras cruzadas bajo la nieve o la lluvia, hoteles internacionales, calles oscuras e inquietantes, abrazos clandestinos.

También tenía, allí donde la memoria reciente se le mezclaba con las sombras, lugares y recuerdos turbios cuya cantidad, al menos por ahora, no le importaba seguir aumentando.
La vida era para él un territorio fascinante; un coto de caza mayor cuyo derecho a transitarlo estaba reservado a unos pocos audaces: a los dispuestos a correr el riesgo y pagar el precio, cuando tocara, sin rechistar.
Dígame cuánto le debo, camarero. Y quédese con el cambio. Había premios inmediatos y tal vez castigos atroces que aguardaban su hora, pero estos últimos estaban todavía demasiado lejos.


Para Falcó, palabras como patria, amor o futuro no tenían ningún sentido. Era un hombre del momento, entrenado para serlo. Un lobo en la sombra. Ávido y peligroso.
Después de ponerse la corbata de pajarita, el chaleco negro y la chaqueta, se abrochó la correa del reloj —los puños de la camisa, que sobresalían tres centímetros exactos, llevaban gemelos de plata lisa en forma de óvalo— y ocupó los bolsillos con los objetos que tenía cuidadosamente dispuestos sobre la cómoda: un encendedor de plata maciza Parker Beacon, una pluma estilográfica Sheaffer Balance verde jade, un lápiz con funda de acero, un cuadernito de notas, un pastillero de plata con cuatro cafiaspirinas, una cartera de piel de cocodrilo con doscientas pesetas en billetes pequeños, y algunas monedas sueltas para propinas.
Luego cogió veinte cigarrillos de una lata grande de Players —los conseguía a través de Lisboa, mediante la estafeta del SNIO— y llenó con ellos las dos caras interiores de su pitillera de carey, que guardó en el bolsillo derecho de la chaqueta.


Después, palpándose a fin de comprobar que todo estaba como debía estar, se volvió hacia la pistola que había dejado sobre la mesita de noche, junto a la cama.
Era su arma favorita, y desde julio de aquel año no solía alejarse de ella. Se trataba de una semiautomática Browning FN modelo 1910, fabricada en Bélgica, de triple seguro, acción simple y recarga activada por retroceso, con un cargador de seis cartuchos: un arma muy plana, manejable y ligera, capaz de enviar una bala de calibre 9 mm a la velocidad de 299 metros por segundo.
Había dedicado un buen rato de la tarde, antes de meterse en la bañera, a desmontarla, limpiar y aceitar cuidadosamente sus piezas principales y a comprobar que el muelle recuperador que rodeaba el cañón funcionaba libre y sin trabas.
Ahora la sopesó un momento en la palma de la mano, comprobó que el cargador estaba lleno y bien encajado y la recámara vacía y, tras envolverla en un paño, la ocultó sobre el armario.
No era cosa, se dijo, de ir artillado a la fiesta del Casino; aunque allí, fruto de la temporada, iban a menudear uniformes, correajes y pistolas.
Dirigió un último vistazo en torno, cogió el abrigo, la bufanda blanca y el sombrero flexible negro, y apagó la luz antes de salir de la habitación.
Mientras caminaba por el pasillo, el recuerdo placentero de que la Browning 1910 había sido el modelo de arma utilizada por el serbio Gavrilo Princip para asesinar al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, desencadenando la Primera Guerra Mundial, le arrancó una sonrisa cruel.
Además de la ropa cara, los cigarrillos ingleses, los objetos de plata y de cuero, los analgésicos para el dolor de cabeza, la vida incierta y las mujeres hermosas, a Lorenzo Falcó le gustaban las cosas salpimentadas con detalles.
Una orquesta militar tocaba Suspiros de España cuando Lorenzo Falcó se adentró en el salón.
El patio cubierto del Casino, situado en un palacio del siglo XVI, estaba iluminado con un esplendor que desmentía la austera economía de guerra predicada por los mandos nacionales.
Como esperaba, vio muchos uniformes, correajes, botas lustradas y relucientes fundas de pistola coquetamente llevadas al cinto por sus propietarios.
Los militares, observó, eran en su mayor parte de graduaciones superiores, de capitán para arriba, y casi todos lucían insignias de Estado Mayor o Intendencia, aunque no faltaban algún brazo en cabestrillo y condecoraciones recientes, ganadas en el campo de batalla durante aquellos días en que los periódicos venían llenos de noticias bélicas y los combates en torno a Madrid se desarrollaban con extrema dureza.
Sin embargo, pese a esos recordatorios, a los uniformes y al toque marcial de la concurrencia, todo parecía demasiado lejos del frente.


Las señoras, aún con el recato que se había puesto de moda en el bando nacional —la mujer como ser delicado, sostén del combatiente, novia, esposa y madre—, iban bien vestidas, con elegancia propia de las revistas de moda más actuales, y alguna de ellas se las ingeniaba para combinar de modo eficaz las nuevas orientaciones morales con el atractivo de su sexo.
En cuanto a los hombres, aparte de los uniformes se veían algunos smokings más o menos correctos y muchos trajes oscuros, varios de ellos con la camisa azul de Falange y corbata negra.
Había rumor de conversaciones, camareros militares de chaquetilla blanca circulando con bandejas llenas de bebidas, y una tabla de bar al fondo, en el lado opuesto a la orquesta. Nadie bailaba.
Falcó saludó superficialmente a algún conocido, dirigió una mirada en torno y se detuvo junto a la ancha escalinata adornada con la bandera rojigualda —había sido recobrada por los nacionales unas semanas atrás, eliminando la franja morada de la República— para encender un cigarrillo.

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