lunes, 2 de octubre de 2017

HABÍA UNA VEZ...DE TRUMAN CAPOTE


 Un cuento del escritor estadounidense Truman Capote llamado “Terror en el pantano” extraído del libro ‘Los primeros cuentos’.
—Bien, pues te digo, Jep, que si te vas a meter en estos bosques en busca de ese presidiario no te queda ni pizca del buen sentido con que venimos al mundo.
Quien hablaba era un chico menudo, de cara morena y pecoso, que miraba con ansiedad a su compañero.

—Oye —dijo Jep—. Sé muy bien lo que hago, y no necesito ningún consejo tuyo. Ni esa boca insolente, tampoco.
—Chico, creo que estás loco. ¿Qué diría tu madre si supiera que estás aquí metiéndote en este bosque tenebroso en busca de un presidiario?
—Lemmie, no te pido que me digas lo que tengo que hacer, ni te pido que te pegues a mí como una lapa. Puedes volverte… Pete y yo vamos a seguir y vamos a encontrar a ese viejo buitre… Y luego los dos, él y yo, vamos a ir a decirles dónde está a los que lo están buscando. ¿Verdad, Pete, camarada?
Dio unas palmaditas a un perro de color café y canela que trotaba a su lado.
Caminaron unos metros más en silencio. El chico llamado Lemmie no sabía bien qué hacer. Los bosques estaban muy oscuros y silenciosos.
A veces un pájaro revoloteaba o cantaba en los árboles, y cuando el sendero se acercó al riachuelo oyeron cómo la corriente fluía con rapidez sobre las rocas y las pequeñas cascadas.
Sí, ciertamente, todo estaba demasiado silencioso. Lemmie odiaba pensar que tenía que volver solo hasta la linde exterior del bosque, pero la idea de seguir con Jep se le antojaba aún más odiosa.
—Bueno, Jep —dijo por fin—. Creo que me vuelvo. No voy a adentrarme ni un metro más en este sitio, con todos esos árboles y arbustos donde puede estar escondido el fugitivo, y saltarte encima desde detrás de cualquiera de ellos y dejarte más muerto que una piedra.
—Sí, vuélvete, miedica… Espero que ese buitre te pille cuando estés volviendo por el bosque tú solo.
—Bien, pues adiós. Supongo que te veré en el colegio mañana.
—Quizá. Adiós.
Jep oyó cómo Lemmie apretaba el paso entre la maleza, cómo sus pies corrían como un conejo asustado. «Eso es lo que es —pensó Jep—, un conejo asustado. Qué niño es Lemmie. No le deberíamos haber dejado venir con nosotros, ¿eh, Pete?»
Esto último lo dijo en voz audible, y el viejo perro de color café y canela, tal vez amedrentado por aquella súbita ruptura del silencio, dejó escapar un pequeño ladrido rápido, asustado.
Siguieron caminando en silencio. De cuando en cuando Jep se detenía y escuchaba atentamente los sonidos de la espesura. Pero no alcanzaba a oír nada que indicara más presencia hollando el bosque que la suya.
A veces llegaba a un claro con el suelo cubierto de suave musgo verde, bajo la sombra de grandes magnolios llenos de enormes flores blancas… con olor a muerte.
—Creo que quizá tendría que haber hecho caso a Lemmie. Esto es tenebroso de verdad…

Miró a lo alto de las copas de los árboles, y aquí y allá vio retazos de azul. Estaba tan oscuro en aquella parte del bosque… Prácticamente parecía de noche. De pronto oyó una especie de runrún.
Casi al instante supo lo que era; se quedó paralizado de miedo, y Pete lanzó un breve, pavoroso aullido que rompió el hechizo. Se volvió y allí estaba: una gran serpiente de cascabel en posición de atacar de nuevo.
Jep saltó todo lo lejos que pudo, trastabilló y cayó de bruces. ¡Oh, Dios! ¡Era el fin! Forzó los ojos para mirar en torno, convencido de que la serpiente rasgaba ya el aire para caer sobre él, pero cuando su mirada enfocó por fin vio que no había nada. Y luego vio la punta de una cola de cascabel reptando hacia el interior de la espesura.
Durante varios minutos no pudo moverse; estaba aturdido y conmocionado, y tenía el cuerpo entumecido por el terror. Al final se aupó sobre un codo y buscó a Pete, pero Pete no estaba a la vista en ninguna parte.
Se levantó de un brinco y se puso a buscar frenéticamente a su perro.
Cuando lo encontró, vio que Pete había rodado por una barranca roja y yacía muerto en el fondo, todo rígido e hinchado. No gritó; estaba demasiado asustado para poder hacerlo.
¿Qué haría ahora? No sabía dónde estaba. Echó a correr, y luego se abrió paso a la desbandada entre la maleza, pero no pudo encontrar el sendero. Pero ¿de qué iba a servirle? Se había perdido.
Entonces se acordó del riachuelo, pero tampoco eso le sería de mucha ayuda. Surcaba el pantano, y había trechos demasiado profundos para vadearlos; además, en verano, sin duda estaría todo infestado de serpientes mocasín.
Se acercaba la noche, y los árboles empezaban a proyectar sombras grotescas a su alrededor.
«¿Cómo podrá ese viejo aguantar todo esto? —pensó—. ¡Oh, Dios mío, el presidiario! Me había olvidado de él por completo. Tengo que salir de aquí.»
Corrió y corrió. Al final llegó a uno de los claros. La luna bañaba justo el centro. Parecía una catedral.
«¿Y si me subo a un árbol? —pensó—. Podría divisar los campos y ver cómo llegar a ellos.»
Miró alrededor para ver cuál era el árbol más alto. Un sicómoro recto y liso, sin ramas en la parte más baja. Pero él era un buen trepador. Tal vez lo consiguiera.
Se aferró al tronco con sus piernas pequeñas y fuertes, y empezó a impulsarse hacia arriba, pulgada a pulgada. Subía medio metro y resbalaba la mitad.
Mantenía la cabeza echada hacia atrás, para mirar hacia arriba en busca de la primera rama a su alcance. Cuando llegó a ella, la agarró y dejó que las piernas le colgaran libres del tronco.
Por espacio de un minuto pensó que iba a caerse, allí colgado pateando el vacío. Pero se impulsó hacia arriba y alcanzó con una pierna la rama siguiente, y se sentó a horcajadas en ella, jadeante.
Al poco reinició el ascenso, rama a rama. La tierra se alejaba más y más. Cuando coronó la copa, sacó la cabeza entre las hojas más altas y miró en torno, pero no alcanzó a ver sino árboles por todas partes.
Bajó hasta la más ancha y fuerte de las tres ramas de abajo. Allí arriba, con el suelo tan lejos, se sentía a salvo. Allí arriba nadie podía verle. Tendría que pasar la noche en el árbol.
Si al menos pudiera seguir despierto y no dormirse. Pero estaba tan cansado que todo lo que había a su alrededor parecía darle vueltas.
Cerró los ojos unos instantes y casi perdió el equilibrio. Salió de este aprieto con un sobresalto, y se dio unos cachetes en las mejillas.
El silencio era tal que ni siquiera se oía la serenata nocturna de los grillos ni de las ranas toro. No, todo era silencioso, aterrador y misterioso. ¿Qué había sido aquello?
Dio un respingo; oyó voces; se acercaban. ¡Estaban casi al pie del árbol! Miró hacia tierra y vio dos figuras que se movían en la maleza. Se acercaban hacia el claro. ¡Oh, oh, Dios! Tenían que ser del grupo de búsqueda.
Pero entonces oyó que una de las voces, minúscula y asustada, gritaba:
—¡No! ¡Oh, por favor, por favor, deje que me vaya! ¡Quiero irme a casa!
¿Dónde había oído Jep esa voz? No había duda: ¡era la voz de Lemmie!
Pero ¿qué estaba haciendo Lemmie en aquellos bosques? Se había ido a casa. ¿Quién lo tenía apresado? Cruzaban la mente de Jep estos pensamientos y, de súbito, comprendió lo que estaba pasando.
¡El presidiario tenía a Lemmie! Una voz profunda y amenazadora rasgó el aire.
—¡Cállate, mocoso!

Oyó los sollozos aterrados de Lemmie. Sus voces eran ahora claras; estaban casi al pie del árbol. Jep contuvo la respiración, lleno de espanto. Se oía los latidos del corazón, y le dolían los músculos contraídos del estómago.
—Siéntate aquí, chico —ordenó el presidiario—. ¡Y deja de llorar, maldita sea!
Jep vio cómo Lemmie se derrumbaba, impotente, y se daba la vuelta sobre el suave musgo del suelo, tratando de reprimir los sollozos.
El presidiario seguía de pie. Era grande y de músculos abultados. Jep no pudo verle el pelo; se lo tapaba un enorme sombrero de paja, del tipo del que los reos llevan en las cuerdas de presos.
—Ahora dime, chico —le dijo a Lemmie con un empellón—: ¿Cuánta gente está buscándome?
Lemmie no dijo nada.
—¡Contéstame!
—No lo sé —respondió Lemmie con voz débil.
—Está bien. De acuerdo. Pero dime qué zonas del bosque han rastreado ya.
—No lo sé.
—Maldita sea.
El presidiario le dio una bofetada a Lemmie y éste volvió a echarse a llorar aparatosamente.
«¡Oh, no! ¡No! Esto no puede estar sucediéndome a mí —pensó Jep—. Es un sueño, una pesadilla. Me despertaré y veré que nada de esto es real.»
Cerró los ojos y los abrió, en un intento físico de comprobar que se trataba de una pesadilla. Pero allí estaban, el presidiario y Lemmie; y allí estaba él, encaramado en un árbol, con miedo hasta de respirar.
Si al menos tuviera algo muy pesado… Podría tirarlo a la cabeza de aquel hombre y dejarlo fuera de combate. Pero no tenía nada. Dejó sus pensamientos a medias, porque el presidiario volvía a hablar:
—Bueno, vamos, chico. No podemos quedarnos aquí toda la noche. Además, la luna está saliendo… Parece que va a llover.
Escrutó el cielo a través de las copas de los árboles.
Jep, aterrorizado, sintió que se le helaba la sangre en las venas: parecía que le miraba directamente a él (miraba directamente hacia la rama en la que estaba sentado). Iba a verle en cualquier momento.
Jep cerró los ojos. Los segundos se le antojaron horas. Cuando por fin hizo acopio del valor suficiente para volver a abrirlos, vio que el presidiario trataba de levantar a Lemmie del suelo. ¡No le había visto, gracias a Dios
El presidiario dijo:
—Venga, chico, antes de que te dé un porrazo de los buenos
Sostenía a Lemmie a media altura del suelo, como si fuera un saco de patatas. Y de repente lo soltó.
—¡Deja de llorar! —le gritó.
El tono de su voz fue tan escalofriante que Lemmie dejó de llorar de inmediato. Algo pasaba. El presidiario estaba de pie junto al tronco del árbol, con el oído atento a la espesura.
Entonces Jep lo oyó también. Algo se acercaba a través de la maleza. Oyó como ramitas quebrándose en la tierra y arbustos apartados con brusquedad. Desde donde él estaba se podía ver qué era lo que se acercaba.
Eran diez hombres desplegándose en círculo en torno al claro. Pero el presidiario sólo podía oír el ruido. No estaba seguro de lo que era, y le entró el pánico.
Lemmie gritó a voz en cuello:
—¡Aquí estamos! ¡Aquí… aquí está…!
Pero el presidiario le había agarrado y le apretaba sigilosamente la cara contra el suelo. El chico se retorcía y pataleaba, y luego, de pronto, se quedó laxo y completamente inerte.
Jep vio cómo el presidiario retiraba la mano de la parte de atrás de la cabeza de su amigo. Algo le sucedía a Lemmie.
Y entonces Jep lo vio todo como en un destello, como si lo supiera sin más: ¡Lemmie estaba muerto! ¡El presidiario lo había ahogado contra la tierra!
Los hombres ya no avanzaban con cautela: se abrían paso con furia entre la maleza. El presidiario se vio atrapado; se apoyó en el tronco del árbol donde estaba Jep y rompió a gemir.
Y acto seguido terminó todo. Jep gritó y los hombres tendieron las manos para prender al presidiario, que saltó y fue a caer, sin hacerse daño, en los brazos de uno de ellos.
El presidiario estaba esposado y lloraba.
—¡Ese maldito chico! ¡Todo ha sido por su culpa!
Jep miró a Lemmie. Uno de los hombres se inclinaba sobre él. Jep oyó cómo el hombre se volvía hacia un compañero que estaba a su lado y le decía:
—Sí. Está muerto.
Fue entonces cuando Jep se echó a reír; y siguió riendo histéricamente mientras las lágrimas calientes y saladas le resbalaban por las mejillas.

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