Tres novelas sobre el futuro que nunca llegó
Ficciones recientes que actualizan un clima de época: la nostalgia por un mañana prometido para el siglo XXI que nunca se realizó, quizás porque esas anticipaciones hablan en realidad del presente en el que fueron pensadas
El escritor checo Jaroslav Kalfar creció a base de una estricta dieta de futurismo: un buen número de historias clásicas de autores como Stanislaw Lem, Isaac Asimov y Arthur Clarke; dosis de obras maestras del cine al estilo de 2001: Odisea del espacio y Solaris y una saludable mezcla de películas de ciencia ficción clase B. "Creo que fue la curiosidad y la sed de exploración lo que me llevó a estos libros y films. Parecía que todo era posible en la ciencia ficción -recuerda Kalfar, quien a los 15 años emigró de Praga a Estados Unidos-. Mi padre tenía una gran colección de las peores películas de sci-fi que puedas imaginar. Me encantaba verlas por su creatividad y por lo graciosas que eran."
Eran su compañía, el combustible de su imaginación. Y nunca lo dejaron. Se integraron para siempre en su organismo, en los abismos de sus neuronas, para finalmente metabolizarse y derivar en su primera y maravillosa novela, El astronauta de Bohemia(Tusquets), un thriller espacial -o gótico interplanetario- sobre la misión de un hombre solo: el astrofísico Jakub Procházka, una especie de Robinson Crusoe del espacio que viaja al exterior -a una extraña nube de polvo cósmico intergaláctico formada entre la Tierra y Venus- para en realidad ingresar en su interior, en sus inseguridades conyugales, en su pasado teñido de vergüenza y desgracia. Toda una búsqueda por ser exonerado de los pecados de su padre, un colaboracionista, miembro de la policía secreta del Partido Comunista, mientras acaricia las estrellas y lleva la gloria científica a su pequeña nación.
Más allá de abrirle al lector las puertas de la imaginación de un nuevo y prometedor autor, la novela deja en su paladar un sabor, un sentimiento de época que excede individuos y estilos y atraviesa obras y países, un estado mental que totaliza nuestra actualidad: el futuro nos ha decepcionado. El mañana prometido nunca arribó.
El paraíso perdido
"Platillos voladores para todos." En la edición de marzo de 1957 de la revista Mechanix Illustrated no barajaban probabilidades. Aportaban certezas: "En menos de diez años -decía el artículo-, usted viajará de casa al trabajo a bordo de un platillo de plástico. Adiós congestionamientos de tránsito". Aún estamos esperando. La misma confianza se ofrecía en la edición de febrero de 1950 de Popular Mechanics, "Milagros que verá en los próximos cincuenta años"; "Para el año 2000, los aviones supersónicos cubrirán mil millas por hora".
Eran su compañía, el combustible de su imaginación. Y nunca lo dejaron. Se integraron para siempre en su organismo, en los abismos de sus neuronas, para finalmente metabolizarse y derivar en su primera y maravillosa novela, El astronauta de Bohemia(Tusquets), un thriller espacial -o gótico interplanetario- sobre la misión de un hombre solo: el astrofísico Jakub Procházka, una especie de Robinson Crusoe del espacio que viaja al exterior -a una extraña nube de polvo cósmico intergaláctico formada entre la Tierra y Venus- para en realidad ingresar en su interior, en sus inseguridades conyugales, en su pasado teñido de vergüenza y desgracia. Toda una búsqueda por ser exonerado de los pecados de su padre, un colaboracionista, miembro de la policía secreta del Partido Comunista, mientras acaricia las estrellas y lleva la gloria científica a su pequeña nación.
Más allá de abrirle al lector las puertas de la imaginación de un nuevo y prometedor autor, la novela deja en su paladar un sabor, un sentimiento de época que excede individuos y estilos y atraviesa obras y países, un estado mental que totaliza nuestra actualidad: el futuro nos ha decepcionado. El mañana prometido nunca arribó.
El paraíso perdido
"Platillos voladores para todos." En la edición de marzo de 1957 de la revista Mechanix Illustrated no barajaban probabilidades. Aportaban certezas: "En menos de diez años -decía el artículo-, usted viajará de casa al trabajo a bordo de un platillo de plástico. Adiós congestionamientos de tránsito". Aún estamos esperando. La misma confianza se ofrecía en la edición de febrero de 1950 de Popular Mechanics, "Milagros que verá en los próximos cincuenta años"; "Para el año 2000, los aviones supersónicos cubrirán mil millas por hora".
Desde principios del siglo XVIII, cuando el futuro nació como idea, vivimos en un mundo saturado por visiones alternativas del mañana. Los ánimos no sólo están inflados por escenarios delineados por escritores de ciencia ficción o por panfletos con ribetes publicitarios cargados de promesas. Profetas ocasionales, pronosticadores, utopistas, astrólogos y otros embaucadores, apocalípticos, visionarios, predicadores de salón se adjudicaron el porvenir como propio. Hicieron del futurismo -la práctica dedicada a anticipar el futuro, por lo general propagandista y tecnofílica- todo un deporte profesional. Y un negocio.
Pero una vez traspasado el primer segundo del mítico año 2001 -el punto de fuga de la perspectiva futurista-, algo se rompió por dentro. Llegamos, al fin, al futuro tantas veces prometido y nos hundimos en las profundidades de la decepción. Las publicidades y titulares facilistas insisten: "El futuro ya llegó", "El futuro es hoy". Pero en verdad el futuro no llegó porque nunca se fue. Desde hace siglos está no como un lugar sino como un horizonte que nunca se alcanza. En las últimas décadas, más bien, se diluyó en el presente.
Uno de los que palpó esta mutación fue el escritor J. G. Ballard. "Probablemente la primera víctima de Hiroshima y Nagasaki fue el concepto del futuro -dijo el autor de Crash en una entrevista en 1988-. Creo que el futuro murió en los años 50. Tal vez con la explosión de la bomba de hidrógeno. En los años 30 y 40, la gente tenía un intenso interés en el futuro. Veían el mundo del futuro como un mundo moralmente superior al que vivían. Estados Unidos fue construido sobre la suposición de que el mañana iba a ser mejor que el presente y el pasado. Ahora el sueño americano es la pesadilla americana. La gente ya no acepta la autoridad del futuro. El presente es infinitamente más extraño y fantástico. La gente ha anexado el futuro al presente."
Pero una vez traspasado el primer segundo del mítico año 2001 -el punto de fuga de la perspectiva futurista-, algo se rompió por dentro. Llegamos, al fin, al futuro tantas veces prometido y nos hundimos en las profundidades de la decepción. Las publicidades y titulares facilistas insisten: "El futuro ya llegó", "El futuro es hoy". Pero en verdad el futuro no llegó porque nunca se fue. Desde hace siglos está no como un lugar sino como un horizonte que nunca se alcanza. En las últimas décadas, más bien, se diluyó en el presente.
Uno de los que palpó esta mutación fue el escritor J. G. Ballard. "Probablemente la primera víctima de Hiroshima y Nagasaki fue el concepto del futuro -dijo el autor de Crash en una entrevista en 1988-. Creo que el futuro murió en los años 50. Tal vez con la explosión de la bomba de hidrógeno. En los años 30 y 40, la gente tenía un intenso interés en el futuro. Veían el mundo del futuro como un mundo moralmente superior al que vivían. Estados Unidos fue construido sobre la suposición de que el mañana iba a ser mejor que el presente y el pasado. Ahora el sueño americano es la pesadilla americana. La gente ya no acepta la autoridad del futuro. El presente es infinitamente más extraño y fantástico. La gente ha anexado el futuro al presente."
Un policía en la luna, de Tom Gauld.
El futuro se volvió viejo. Y lo que queda de aquellos tiempos en los que todo estaba por hacer, por delante, son esquirlas, nostalgia del mañana. Amparadas por el llamado "sesgo de confirmación", por lo general se suelen destacar las predicciones que eventualmente se volvieron realidad -los viajes a la Luna imaginados por Verne en 1865; el ciberespacio anticipado por William Gibson en 1984; los satélites e Internet predichos por Arthur Clarke en 1945 y 1971, respectivamente-, como si quien las arrojara tuviera una habilidad extrasensorial en lugar de haber olfateado el devenir tecnológico e inspirado a generaciones de ingenieros y científicos y así propiciado que sucedan. Pero se olvida que por cada predicción acertada hay cientos o miles de sueños incumplidos que terminan barridos bajo la alfombra de la historia.
En La estrella del sur: a través del porvenir (1904), el escritor español Enrique Vera y González imaginó una Buenos Aires de 2010 plagada de máquinas voladoras, alimentos y combustibles sintéticos y en la que el hambre finalmente había sido erradicada. En 1966, Robert Heinlein anunció que para estas épocas ya habríamos vencido al cáncer y controlado la gravedad. Hay toda clase de predicciones fallidas. Pero quizás ninguna tan risueña como En L'An 2000 ("En el año 2000"), una serie de 87 tarjetas postales ilustradas hechas por artistas como Jean-Marc Côté para la Exposición Universal de París de 1900. Allí se anticipaban barberos robóticos, estaciones de taxis aéreos, policías voladores y carreras subacuáticas que aún esperamos.
Edad de oro
La época que va entre la fundación de la NASA (1958) y el fin de Los Supersónicos(1963) es conocida como la edad de oro del futurismo estadounidense. Fue por entonces cuando, empujadas por el consumismo y la fascinación tecnológica, nacieron o se consolidaron algunas de las grandes promesas que aún aguardamos: mochilas voladoras, comida en pastillas, vacaciones en otros planetas, control del clima y demás escenarios frecuentados en tiras ilustradas como Closer Than We Think.
El futuro se volvió viejo. Y lo que queda de aquellos tiempos en los que todo estaba por hacer, por delante, son esquirlas, nostalgia del mañana. Amparadas por el llamado "sesgo de confirmación", por lo general se suelen destacar las predicciones que eventualmente se volvieron realidad -los viajes a la Luna imaginados por Verne en 1865; el ciberespacio anticipado por William Gibson en 1984; los satélites e Internet predichos por Arthur Clarke en 1945 y 1971, respectivamente-, como si quien las arrojara tuviera una habilidad extrasensorial en lugar de haber olfateado el devenir tecnológico e inspirado a generaciones de ingenieros y científicos y así propiciado que sucedan. Pero se olvida que por cada predicción acertada hay cientos o miles de sueños incumplidos que terminan barridos bajo la alfombra de la historia.
En La estrella del sur: a través del porvenir (1904), el escritor español Enrique Vera y González imaginó una Buenos Aires de 2010 plagada de máquinas voladoras, alimentos y combustibles sintéticos y en la que el hambre finalmente había sido erradicada. En 1966, Robert Heinlein anunció que para estas épocas ya habríamos vencido al cáncer y controlado la gravedad. Hay toda clase de predicciones fallidas. Pero quizás ninguna tan risueña como En L'An 2000 ("En el año 2000"), una serie de 87 tarjetas postales ilustradas hechas por artistas como Jean-Marc Côté para la Exposición Universal de París de 1900. Allí se anticipaban barberos robóticos, estaciones de taxis aéreos, policías voladores y carreras subacuáticas que aún esperamos.
Edad de oro
La época que va entre la fundación de la NASA (1958) y el fin de Los Supersónicos(1963) es conocida como la edad de oro del futurismo estadounidense. Fue por entonces cuando, empujadas por el consumismo y la fascinación tecnológica, nacieron o se consolidaron algunas de las grandes promesas que aún aguardamos: mochilas voladoras, comida en pastillas, vacaciones en otros planetas, control del clima y demás escenarios frecuentados en tiras ilustradas como Closer Than We Think.
Aquellos futuros hoy nos parecen lejanos, ingenuos, hasta graciosos. Pero en ocasiones vuelven en oleadas de sentimientos encontrados, cócteles de nostalgia y decepción. En la novela gráfica Un policía en la Luna(Salamandra Graphic), el dibujante escocés Tom Gauld captura esta saudadefuturista. Arremete con un estilo minimalista contra las promesas setentosas de colonias lunares. "Habla sobre los sueños incumplidos -dice-. En treinta años nadie ha vuelto a la Luna y yo quería recuperar la magia de esos años del inicio de la carrera espacial."
La idea del futuro como decepción se filtra también en las viñetas de El día más largo del futuro (Hotel de las Ideas) de uno de los ilustradores y artistas plásticos argentinos más fascinantes de la actualidad: Lucas Varela. Inspirada en el humor absurdo de Buster Keaton, la historia está ambientada en un futuro en el que todo está dominado por dos corporaciones en constante lucha por el dominio de la ciudad. "La idea de un futuro positivista la absorbí desde chico -cuenta Varela-. En realidad no es una reflexión acerca del futuro porque muestro un futuro tecnológicamente superior y socialmente espantoso pero aún habitable. Si tuviera que contar esta historia en un tono realista, debería mostrar una sociedad diezmada por los desastres ecológicos y la naturaleza violenta del ser humano. No habría robots ni autos voladores, más bien habría gente matándose por comida y agua".
La idea del futuro como decepción se filtra también en las viñetas de El día más largo del futuro (Hotel de las Ideas) de uno de los ilustradores y artistas plásticos argentinos más fascinantes de la actualidad: Lucas Varela. Inspirada en el humor absurdo de Buster Keaton, la historia está ambientada en un futuro en el que todo está dominado por dos corporaciones en constante lucha por el dominio de la ciudad. "La idea de un futuro positivista la absorbí desde chico -cuenta Varela-. En realidad no es una reflexión acerca del futuro porque muestro un futuro tecnológicamente superior y socialmente espantoso pero aún habitable. Si tuviera que contar esta historia en un tono realista, debería mostrar una sociedad diezmada por los desastres ecológicos y la naturaleza violenta del ser humano. No habría robots ni autos voladores, más bien habría gente matándose por comida y agua".
Como fósiles, las ahora antiguas predicciones del mañana nos recuerdan a aquellos que estudiamos estas visiones pasadas del futuro -en el maravilloso campo del "paleofuturismo"- que las anticipaciones siempre hablan del presente. Condensan las esperanzas y temores más oscuros de cada generación. "La historia del futuro es tan importante como la historia estándar, la historia del pasado -escribe Lawrence Samuel en Future: a Recent Story-. Pero es subvaluada y hasta poco conocida."
Si bien en diversas culturas y épocas las radiografías futuristas suelen estar compuestas por temas comunes como el progreso tecnológico y los avances científicos, el futuro no es una idea fija sino altamente variable que expone las circunstancias por las que atraviesan los que lo imaginan. Hoy, por ejemplo, vivimos rodeados de distopías. El frenesí tecnológico atrofió nuestra imaginación y estamos incapacitados para avizorar cómo podría llegar a ser un día cualquiera del año 2117.
Quizás para entonces los historiadores del futuro del siglo XXII explorarán este vacío y se reirán de nosotros.
F. K.
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