Es una caída. Fall in Love; tomber amoureux. Aunque los hispanos y los italianos, acaso más indulgentes con la carne débil, nos metemos en él, nos enamoramos, en el amor se cae y con algo de caída bíblica; con el desdén por la paradisíaca saciedad que inmoviliza, con el hambre de ese otro que nos falta.
Las cartas de amor son el testimonio de esa caída y suelen alimentar sabrosas recopilaciones cuando las firman personalidades del arte, la política o la ciencia. Uno de esos libros acaba de aparecer -Grandes cartas de amor, precisamente- para mostrar a creadores y conquistadores a corazón abierto, desde Benjamin Franklin y Jack London hasta Beethoven y Marx.
Al igual que cualquier mortal sin atributos, ellos también sufren la ausencia de la amada, besan su retrato, suspiran por el fuego o la ternura compartidos. Pero si todos los hombres enamorados se parecen, ¿los genios se enamoran cada uno a su manera? Veamos.
En la primera carta que Freud le escribe a Martha Bernays, la mujer con la que compartirá cinco décadas de matrimonio y seis hijos, el padre del psicoanálisis se muestra inseguro y posesivo. Revela el propósito de superar la timidez que entorpeció el cortejo, se alegra de que Martha sea "suya" y confiesa sin rubor: "Mi adorada y pequeña novia, si en algún momento titubeé sobre atarte a mí de por vida, ahora ya no pienso dejarte marchar incluso si la más terrible desgracia se abatiera sobre mí y tuviera que arrastrarte conmigo".
Irreverente e iconoclasta, James Joyce solía intercambiar con su esposa, Nora Barnacle, correspondencia en la que ambos jugaban desprejuiciadamente con sus fantasías y deseos, prolongación de la gozosa carnalidad que los unía y en la que nada debía interferir. Así se lo hace saber el autor de Ulises a su mujer: "Nuestros hijos (por grande que sea mi amor por ellos) no deben interponerse entre nosotros. Si son buenos y de naturaleza noble es gracias a nosotros, querida mía. Nos hemos encontrado y hemos unido nuestros cuerpos y nuestras almas libre y noblemente y nuestros hijos son el fruto de nuestros cuerpos".
A los tiros terminó la borrascosa relación entre Rimbaud y Verlaine. En un pedido de disculpas después de una violenta discusión, Rimbaud, con rabioso despecho, no se priva de enrostrarle sus defectos a su amante, tironeado entre la obsesión por el joven poeta y el ansia de restaurar la normalidad de su matrimonio: "En cuanto a acabar con tu vida, te conozco bien. Lo que harás, mientras esperas a tu mujer y tu muerte, será agitarte, errar, molestar a la gente. ¿Aún no has comprendido que los arrebatos de cólera eran tan falsos de un lado como del otro? [...] ¿Acaso crees que tu vida será más agradable con otros que conmigo? ¡Ciertamente no! Sólo conmigo puedes ser libre [...] Reflexiona lo que eras antes de mí".
Más introspectivo es el tono de las misivas firmadas por mujeres. Allí está la desoladora despedida de Virginia Woolf dirigida a su marido antes del suicidio ("Has sido para mí lo que ninguna otra persona hubiera podido ser"); el dolor de Charlotte Brontë por un amor no correspondido ("Uno sufre en silencio mientras le quedan fuerzas y cuando esas fuerzas faltan se habla sin medir demasiado las palabras").
Pero tal vez la carta que mejor desnude el alma femenina sea la que George Sand dedicó al médico italiano Pietro Pagello, en cuyos brazo ardió. Arrasada y vulnerable, la escritora se inquieta ("¿me amas o me deseas?") y vive con excitación y miedo la imposibilidad de dialogar con su amante. Pero en la barrera del idioma encuentra también una metáfora maravillosa de la ilusión romántica: "Quedémonos así, no aprendas mi lengua, que yo no quiero buscar en la tuya las palabras que te revelarían mis temores. Prefiero ignorar lo que haces con tu vida. Desearía que me ocultaras tu alma para que siempre pudiera creerla hermosa".
V. CH.
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